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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

Toda una señora / El secreto de Maise Syer (10 page)

BOOK: Toda una señora / El secreto de Maise Syer
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—¿Es usted casada? —preguntó Serena.

—Mi marido vive. No nos pudimos divorciar. Él ha enviudado y yo no tengo nada mío. Ni mi existencia.

—No entiendo —contestó Serena, empezando a olvidarse de su dolor—. Cuénteme…

—Por muy interesante que pueda ser mi historia, para usted la suya lo es más. En estos momentos es la única que le importa.

—¿Ha observado usted algo? —preguntó Serena.

—Nada. Tan sólo que usted no es feliz a pesar de que tiene motivos para serlo. Su marido es atractivo, disfruta de una buena posición económica y parece amarla. Claro que los maridos casi siempre parecen amar a sus mujeres.

Serena sentíase envuelta en la suave red que Maise Syer iba tendiendo.

—Cuando yo acepté unir mi vida a la suya, lo hice con la firme decisión de no olvidar jamás mi promesa. Y no la he olvidado.

—Tal vez exagera la importancia de lo que en realidad ocurre —dijo Maise—. Piense en la fiesta de don César. Sin duda resultará muy agradable. Muy romántica. La orquesta será típica, ¿no? Los músicos vestirán con trajes del país…

—He encontrado cartas de otras mujeres —interrumpió Serena.

Maise no demostró sorpresa por la interrupción ni por el hecho de que no se relacionara en absoluto con la orquesta típica.

—¿Es que son varias las mujeres? —preguntó.

—Muchísimas. Mientras yo le imaginaba fiel y entregado a sus obligaciones, él buscaba otros amores.

Maise sonrió.

—Creo que exagera, hija mía —declaró—. Su esposo no me ha parecido el tipo de hombre que enamora a varias. Tal vez una o dos…

—Eran muchas cartas. De diez o doce mujeres.

—Me he fijado mucho en su marido, señora Yesares. Admito que es atractivo, pero tal vez demasiado serio.

—Con usted sí debe de haberlo sido; pero con otras no lo es.

Maise sonrió burlona ante las palabras de Serena, que podían tomarse casi como una ofensa.

—Los posaderos no figuran entre los héroes románticos de las damas —recordó—. Por lo menos yo creo que no me hubiese enamorado de ninguno. Claro que no conocí a su esposo cuando usted se enamoró de él.

—Yo no me enamoré del posadero —respondió Serena—. Mi héroe era más romántico.

—¿Era otro su amor y se casó con su marido por despecho? Eso siempre da malos resultados.

—No. No fue eso. Yo me enamoré de Ricardo y me casé con él; pero yo no le vi como le ve usted ni como le ven los demás. El aspecto bajo el cual le empecé a amar es de una clase que ninguna mujer puede resistir. Por lo menos en California. Lo malo es que no ha querido desprenderse de ese aspecto y son muchas las mujeres que se sienten arrebatadas por él y olvidan lo que antes vieron. El posadero desaparece y en su lugar sólo está…

—¿Quién? —preguntó, irónicamente, Maise.

Pero Serena se dio cuenta de que había hablado demasiado y respondió vagamente:

—Un…, un… hombre que en la vida normal es muy distinto del comerciante que tiene que atender los caprichos de sus clientes. Ese aspecto es artificial.

—Tiene razón —admitió Maise—. He conocido a algunos hombres que en su trato con el público son de una forma totalmente distinta a como son en su vida íntima. Ahora me fijaré más en su marido. De mí no ha de tener celos, aunque los celos se tienen de todo. Pero lo peor, señora Yesares, es dejar que los celos prendan en nosotras. Son la lepra del alma y del corazón; roen tan profundamente que acaban matando la felicidad, la ilusión y la alegría… Quizá todo lo que usted sospecha no existe. Se trata sólo de un fantasma que usted ha creado y del cual ahora se asusta, olvidándose de que sólo está hecho de imaginación.

—No, no está hecho de imaginación. Es bien tangible. Yo lo sé, y quisiera no haberlo sabido nunca. Engañada viviría más feliz.

—Sus palabras me acaban de confirmar otras que oí hace años. Las pronunció una compañera mía. Se había casado con un actor famoso en todo el Mississippi. Cuando el teatro flotante en que él iba atracaba cerca de alguna plantación o poblado, el público acudía en masa a admirarlo. Aquella mujer me aconsejó que no me casase nunca con un hombre arrebatador. El que lo es no acepta que el matrimonio deba poner fin a las ventajas que sus cualidades le ofrecen. Quiere seguir siendo arrebatador y la esposa no comprende esa necesidad. Tal vez todo sea culpa de la mujer.

—Nunca creí que utilizara con las demás mujeres los mismos métodos que utilizó conmigo.

—¿Por qué había de utilizar otros, si aquellos le dieron un resultado tan bueno? —preguntó Maise—. Hubiese sido torpe. Sin embargo, yo no puedo hacerme a la idea de que su marido sea lo que usted dice. Lo imaginaba de otra forma.

—¿A quién? —preguntó Serena, alarmada por lo que podía significar un descubrimiento peligroso por parte de Maise.

—Al héroe romántico. Al que todas las mujeres hemos amado alguna vez en sueños; porque casi ninguna lo ha reconocido en la realidad.

Serena sintió un ligero alivio en sus temores. Maise Syer no había adivinado la verdad. ¿Cómo podía adivinarla, si el secreto estaba tan bien guardado? De pronto, sintióse dominada por una irritación que le pareció injustificada; pero a la cual no pudo sobreponerse. ¿Por qué hablaba aquella mujer como si su marido fuese un cocinero o un vendedor de coles? ¿Estaba ella, acaso, acostumbrada a tratar con duques y marqueses?

Se contuvo. Recordó demasiadas cosas y lamentó haber dicho algunas de ellas. Aquella mujer la miraba compasivamente y esto la irritaba. No quería despertar piedad.

El viaje continuó. Los caballos marchaban a un trote corto, haciendo sonar campanillas y cascabeles. Maise Syer observaba de cuando en cuando a su compañera. No volvió a decir nada hasta que se hallaron a la vista del rancho de San Antonio. Entonces preguntó si era aquélla la casa a la cual se dirigían.

Serena no contestó. No la había oído. Su cuerpo estaba sentado en el mullido pescante, sus manos sostenían las riendas; sin embargo, todo lo demás, desde sus ojos y cerebro hasta su corazón, todo estaba lejos de allí.

Maise Syer preguntó:

—¿No me ha oído?

—¡Eh! Oh, no…, perdóneme. ¿Qué decía?

—Le preguntaba si ése es el rancho de San Antonio.

—Sí. Llegamos en seguida.

—¿Qué tal persona es don César?

—Todo un caballero —replicó Serena—. Y su esposa es toda una señora.

—En cierta ocasión también dijeron eso de mí —sonrió Maise—. Pero lo dijeron durante poco tiempo. Puede que tuvieran razón.

—¡Oh, no! —protestó Serena—. Usted es toda una señora. Se ve en seguida.

Maise Syer sonrió. ¡Ella toda una señora! Resultaba cómico oírse calificar así. ¡Toda una señora!

Capítulo XI: La visita del
Coyote

Don César devolvió a Yesares la copia de la carta que James Wemyss había dejado para Maise Syer.

—Me pareció que te convenía saber esto —dijo Yesares.

—Desde luego —admitió Echagüe, el cual volvió a coger la carta y la tendió a Guadalupe.

Ésta había escuchado ya la explicación de cómo había sido entregada la nota y de la persona a quien iba dirigida.

—¿Qué te parece? —preguntóle César.

—¿Se refiere a ti? —preguntó Lupe.

—Implícitamente, sí. Tal vez esa dama se encuentra en algún apuro y necesita ayuda. De todas formas, como no tardará mucho en llegar, procura hablar con ella y averiguar lo que te sea posible. Se trata de una mujer extraña. Desea conocer al
Coyote
y ha aprovechado cuantas oportunidades ha tenido para decirlo.

Dejando a Guadalupe en su salita privada, César acompañó a Yesares hacia la puerta. Cuando estuvo lejos de su esposa, el hacendado pidió en voz baja:

—Cuéntame lo que has conseguido saber de ella.

Yesares respondió también en voz baja. Su explicación duró varios minutos y fue escuchada por don César sin que éste le interrumpiese ni una sola vez.

Cuando hubo terminado Yesares, César le preguntó:

—¿Descubriste algo interesante en su equipaje?

—Nada.

—¿Ni cartas ni algún objeto que sugiriese algo?

—Nada en absoluto. Eso no me ha parecido normal.

—No lo es; pero tal vez se pueda justificar fácilmente. Convendrá que no acudas a la fiesta. Vuelve a la posada y entra en el cuarto de la Syer. Procura encontrar el original de la carta de Wemyss, Luego me dirás dónde está.

Yesares vaciló.

—Me hubiese gustado asistir a tu fiesta —dijo—. A Serena le ocurre algo anormal, Parece como si estuviera muy enfadada conmigo por alguna causa que ella cree justa.

—¿Has hecho algo malo?

—Que yo sepa, no.

—Tal vez la descuidas algo. La mujer se conforma con muy poco. Son raras las que no se dan por satisfechas con que su marido les dedique cierta atención, se interese por sus problemas y no bostece cuando ellas hablan de telas, de criadas o de chismes de vecindad.

—Yo no suelo hacer nada de eso —admitió Yesares—. Tal vez tengas razón. Todo lo que no me interesa me parece aburrido y, en cambio, a veces la obligo a escuchar cosas que a mí me gustan, pero que a ella no pueden importarle lo más mínimo.

—¿No serán los celos el motivo de ese estado anormal de Serena? —preguntó César.

Yesares le miró con divertido asombro.

—¿De qué iba a tener celos? —preguntó—. Soy el marido más fiel que existe. Jamás me ha interesado otra mujer.

—Procura que Serena no se dé cuenta de eso. Tal vez le aburra tu fidelidad. A veces las mujeres se sienten desgraciadas porque son demasiado felices y añoran la inquietud. A los hombres nos ocurre lo mismo. Al cabo de mucho tiempo de comer pollo daríamos cualquier cosa por comer un recio plato de chile con carne. Lo malo de lo bueno es que, si se prolonga demasiado, aburre. Es lo bueno que tiene lo malo. Fastidia, irrita, indigna, hace rabiar; pero nunca aburre… Nadie se deja de dar cuenta de que es desgraciado. En cambio, somos muchos los que a veces nos olvidamos de lo felices que somos. También le diré a Guadalupe que trate de sonsacar a Serena y vea la forma de descubrir la causa de su disgusto.

—¡Ya llega! —exclamó Yesares, señalando hacia el exterior—. Conozco el coche.

—Es preferible que no te vea. Adiós, Ricardo. Procura hacer todo cuanto te he encargado.

Yesares estrechó la mano de su amigo y jefe y, dirigiéndose a la parte trasera del rancho, montó a caballo. Cuando el coche en que iban Serena y la señora Syer entraba en el patio, él salía por el otro lado.

Don César recibió a Serena y a Maise con su proverbial cordialidad.

—Aún es pronto para que pasen al salón —dijo—. Los hombres están acabando de jugarse su dinero y las mujeres terminando de chismorrear. Lupe las atenderá. Su estado le impide hacer los honores a nuestros invitados.

—Espero una visita —dijo Maise—. Se trata del señor Wemyss. ¿Podrán avisarme cuando llegue?

—Tendré un gran placer en recibir en mi casa al famoso James Wemyss —aseguró don César. Con una sonrisa, agregó—: No me extrañaría que llegara a ser jefe de nuestra policía. Me gusta siempre estar en buenas relaciones con las autoridades.

—Por lo que me han dicho —replicó Maise—, usted es de los que encienden una vela a San Miguel y otra al diablo, ¿no?

Don César la miró con vaga sonrisa.

—No comprendo —dijo.

—Es usted amigo de Teodomiro Mateos y… y del
Coyote
.

—Sólo estoy en buenas relaciones con ambos —replicó don César.

Serena se había adelantado al encuentro de Guadalupe, que estaba sentada en un sillón. Aprovechando aquel momento, Maise Syer dijo en voz baja a don César:

—Si es usted amigo del
Coyote
o tiene algún medio de ponerse en contacto con él, dígale que vaya a verme o busque la forma de ponerse en relación conmigo.

Don César se detuvo y miró, sonriendo, a Maise Syer.

—Me pide usted un imposible —dijo—. Nadie sabe dónde está
El Coyote
, ni se conoce el medio de hacerle comparecer donde uno quiere. Sin embargo, si el motivo por el cual usted le necesita es verdaderamente importante, tenga la seguridad de que
El Coyote
llegará en el momento oportuno.

—¿Quiere decir que usted le avisará?

—Lo haría si se me presentara; pero no creo que lo haga. Es impropio de él. En cambio, suele saber cuanto ocurre. Confíe en él.

—Lo haré; pero pasa el tiempo, no se presenta, y ya no puedo esperar más.

—Lleva usted unos hermosos pendientes, señora —replicó don César, haciendo un ademán hacia ellos.

Maise retrocedió sobresaltada. Luego sonrió, excusándose.

—Son muy valiosos. Siempre temo que me los roben.

—Por eso no debiera llevarlos encima viajando por estos campos. Hay más salteadores de lo conveniente, y como llevan prisa, el sistema que tienen de robar pendientes es muy doloroso. Los arrancan de un tirón.

—No me atrevo a dejarlos en la posada —replicó Maise—. Me han registrado una vez el equipaje. Sin duda los criados…

—¿Es posible? Avise a don Ricardo. Él hallará a los culpables.

Dos horas más tarde uno de los sirvientes anunció a don César que el señor Wemyss deseaba hablar con la señora Maise Syer.

—Hazle pasar —ordenó el dueño del rancho—. Yo avisaré a la señora.

Maise Syer dirigióse apresuradamente a la sala de espera donde había sido introducido Wemyss. Éste se puso en pie y, yendo hacia ella, le habló en voz baja. Maise sonrió, asintiendo varias veces con la cabeza. En voz baja, dijo:

—Muchas gracias por todo, señor Wemyss. Ha sido muy amable.

James Wemyss se inclinó a besar la mano de Maise. Se disponía a marcharse, cuando don César le cerró el paso.

—Por favor, señor Wemyss, no se vaya —pidió.

Wemyss sonrió burlón.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque quisiera darle a probar un coñac excelente. Ha sido sacado de una caja que perteneció a Napoleón. Al grande, no al que acaba de perder su trono. Estoy seguro de que si lo prueba comprenderá muchas cosas.

—¿Cuáles? —preguntó Wemyss.

—En primer lugar, el éxito de Napoleón. No resulta extraño que hiciera grandes cosas el hombre que bebía tan sublime licor.

—Con su permiso volveré al salón con su esposa —dijo Maise—. Estábamos hablando de cosas muy agradables.

—¿De la infidelidad de los maridos? —sonrió don César.

—Y de trajes —replicó Maise—. Adiós, señor Wemyss.

Don César cogió del brazo al antiguo
sheriff
de Abilene y lo arrastró suavemente hacia el gran salón.

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