Toda una señora / El secreto de Maise Syer (16 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Toda una señora / El secreto de Maise Syer
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Advirtiendo la iniciación de una rebeldía en su hijo, don César agregó:

—Ya sé que te resulta difícil; pero sólo haciendo cosas difíciles se demuestra que no se es vulgar. Tú no quieres ser vulgar, ¿verdad?

—No; pero… Está bien, volveré al colegio.

—No dirás a nadie que has estado aquí. Cuenta cualquier historia, pero conviene que nadie sospeche que llegaste hasta aquí. Es necesario que no se descubra eso. Si supieran que has estado en Los Ángeles, sospecharían de mí.

—Lo comprendo, papá. Pediré perdón al profesor Schultz.

—Gracias —murmuró don César— Esta noche, marcharás a San Francisco. Hasta entonces nadie en la casa debe saber que tú estás aquí.

La habitación de don César estaba nuevamente libre de las sábanas que la habían cubierto. Entraba en ella el sol de la mañana y la inundaba la claridad de California. Cuando el hijo de don César pasó a un cuartito adyacente, Guadalupe dijo:

—No me he atrevido a avisar a Yesares sin pedirte antes consejo… Pensé que lo importante era resolver el problema de tu herida.

—Hiciste bien. Yesares debe de estar vigilado. En cuanto a esa mujer… Es muy peligrosa. Ha tendido bien sus redes y
El Coyote
cayó en ellas. No creí del todo su historia; pero imaginé que había algo de verdad.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó Lupe.

—De momento no puedo hacer nada. Ni siquiera escribir una nota para los Lugones. Esta mano no me sirve para nada; pero de todas formas, esta tarde iremos a casa de Yesares.

Guadalupe le miró alarmada.

—No puedes salir de casa. No estás en condiciones.

—No, no —interrumpió César—. No debes hablar así. Tengo que salir. Debo mostrarme ante todos sin las huellas del ataque dirigido contra mí. Si me ven paseando en coche a tu lado, nadie se imaginará que ayer noche recibí una grave herida.

—Pero la mano…

—La mano puede ir dentro de un guante que disimulará el vendaje. Con tal de que me envuelvas el dedo, no hace falta más.

—¿Quieres ver a esa mujer?

—No. Quiero hablar con Yesares.

—Le avisaré que venga.

—Resultaría sospechoso.

—¿Para quién? ¿No ha venido ya muchas veces?

—Alguien le vigila. Cualquier paso que dé será anotado y estudiado. Es preferible que esta tarde, después de comer, vayamos hacia allí. Que Alberes se quede vigilando en ese cuarto para que nadie descubra la presencia del muchacho.

*****

Aquella tarde, después de la comida y cuando el sol dejó de lucir con la fuerza habitual en tales horas, don César y Guadalupe abandonaron el rancho de San Antonio en dirección a Los Ángeles. Don César apoyaba la mano derecha en el brazo de su mujer. Llevaba guantes blancos, y vestía con mayor elegancia que de costumbre, lo cual podía indicar que iba a hacer alguna visita de cumplido.

El viaje hasta la ciudad se hizo sin prisa, pues el cochero había recibido orden expresa de no correr demasiado. La explicación fue la de que no convenía estropear la digestión de don César. El conductor la aceptó como buena, sin imaginar que los vaivenes violentos del coche no convenían a la herida mano de su amo.

Cuando el carruaje se detuvo frente a la posada del Rey don Carlos, un hombre que salía a toda prisa del establecimiento, se detuvo y al ver a don César, fue hacia él, explicando:

—Ahora iba a su casa, don César. Don Ricardo dejó un mensaje para usted.

El criado de la posada entregó a don César un sobre cerrado y sellado. Dentro se hallaba esta carta:

Don César: No comprendo lo que ha podido ocurrirle a Serena. Ha marchado a San Francisco, dejándome una extraña carta en la cual me habla de infidelidades. Marcho tras ella a caballo para tratar de alcanzarla antes de que vaya muy lejos. Volveré pronto. Lamento infinito no poderme quedar para la preparación de su cena. ¿No podría retrasarla para mañana? Gracias anticipadas de su afectísimo.

RICARDO YESARES.

—Está bien —dijo don César al empleado—. Si vuelve don Ricardo, dígale que la cena la retrasaremos hasta la próxima semana. Ya hablaré con él. Y… a propósito, ¿está en casa la señora Syer?

—No. Salió hace rato. Iba a comprar algunas cosas. No creo que tarde. Prometió estar pronto de vuelta por si alguien preguntaba por ella. ¿He de darle algún recado?

—Sí. Dígale que pensaba dar una cena en su honor esta noche, pero que la retrasaremos hasta la semana próxima. Adiós. Vuelve a casa —agregó, dirigiéndose al cochero.

Cuando el coche se hubo puesto de nuevo en marcha hacia el rancho, Guadalupe preguntó:

—¿Qué quiere decir eso de la cena? No sabía…

—Es la justificación de la carta —replicó en voz baja su marido—. Yesares lo dice para justificar que me escriba su carta. De lo contrario, no tendría sentido que me avisara de su marcha. Resultaría sospechoso para quien lo viera.

—¿Y lo que has dicho de la señora Syer?

—Sólo quería saber si estaba en el hotel. Sospecho que se ha marchado de Los Ángeles. Al fin y al cabo ya ha conseguido dos cosas: inutilizar al verdadero y alejar al otro.

—¿Todo iba contra
El Coyote
? —preguntó en un susurro Guadalupe.

—Creo que sí. Por lo menos ha conseguido inutilizarle como jamás lo inutilizó nadie.

Guadalupe expresó claramente su alarma.

—¿Qué va a ocurrir? —preguntó—. ¿Vas a intentar algo?

Don César movió la mano derecha, replicando:

—Con esta mano no podré hacer nada en muchos días. Tal vez lo hayan conseguido por azar; pero lo cierto es que se han librado de mí y de Yesares.

—¿Con qué objeto? ¿Qué pueden pretender?

—No lo sé aún. Quisiera poder correr detrás de Ricardo para pedirle que vuelva atrás.

—¿Temes una emboscada?

—Estoy seguro de ello. Se llevaron a Serena para hacer que él la siguiese.

Guadalupe no había visto nunca tan abatido a su esposo.

—Si yo pudiese hacer algo… —murmuró.

Don César le acarició la mano.

—Has hecho muchísimo más de lo que se podía esperar de una mujer, Lupita. Como siempre. Se trata de una conspiración muy bien tramada.

—¿Y de todo tiene la culpa esa mujer? —preguntó Lupe.

—Creo que sí; pero tiene buenas ayudas. James Wemyss es un excelente colaborador.

—¿Y quién es esa Maise Syer?

—Tiene muchos nombres, Lupita. Demasiados. Si pudiera avisar a los Lugones…

—Una carta, tal vez…

—Tendría que escribirla con la mano izquierda. No reconocerían la letra. No obedecerían.

—¿Por qué no vamos esta noche los dos a avisarles?

—¿Cómo? —preguntó, amargamente, don César—. Este paseo me está agotando las fuerzas. No podría repetirlo montado a caballo.

—¿Y en coche? ¿Por qué no hemos de hacerlo? Tú y yo. El niño puede guiar los caballos…

—Es una buena idea —admitió don César—. Es una excelente idea. Esta noche iremos allí.

Capítulo VI: Una trampa para Ricardo Yesares

Cuando los dos hombres aparecieron ante él, en medio del camino, Ricardo Yesares hizo intención de llevar la mano a la culata de su revólver, pero en el mismo instante se lo impidió una voz que, sonando a su espalda, le previno:

—Se va a llevar un disgusto si hace eso. ¡Levante las manos!

Yesares comprendió que había caído estúpidamente en una trampa y levantó las manos. No podía hacer otra cosa. Todas las probabilidades estaban contra él. Jamás conseguiría triunfar en aquella desigual lucha.

El que estaba tras él, le quitó el revólver y le pasó rápidamente la mano por el cuerpo en busca de algún arma oculta.

—Está bien —dijo luego—. No lleva más
uñas
escondidas. Salte al suelo.

Yesares desmontó y mientras uno de los tres hombres se hacía cargo del caballo, los otros dos se colocaron a su lado guiándole por un sendero que iba ascendiendo por la montaña. Caminaron un rato entre los densos árboles y al fin desembocaron en un espacio descubierto donde había tres cabañas. Yesares fue conducido a una de ellas y quedó encerrado dentro. No había nadie en la cabaña y el dueño de la posada tuvo tiempo sobrado para repasar los acontecimientos de aquel día.

Al volver a casa había encontrado una carta de Serena. Aún la guardaba en el bolsillo. Aunque la había leído tres o cuatro veces, la sacó para leerla de nuevo.

Ricardo: Cuando recibas esta carta me hallaré en camino de San Francisco. No puedo seguir viviendo a tu lado. La casualidad me hizo encontrar las cartas de tus amantes. No puedo soportar la idea de que me seas infiel y me finjas cariño. Por eso prefiero no vivir más a tu lado. No trates de seguirme. No volveré jamás contigo. Me has destrozado el corazón. Nunca sabrás cuánto he llorado.

SERENA.

La letra era de ella. No cabía duda alguna, a pesar de que nada de cuanto se decía allí tenia sentido. ¿Qué cartas eran aquellas de que hablaba Serena? ¿A qué infidelidades se podía referir? Yesares no había vacilado ni un segundo. Lo importante era alcanzar a la fugitiva. Dejando una breve nota a don César, montó a caballo y partió por la carretera de San Francisco.

¡A menos de media hora de Los Ángeles había sido detenido por unos bandidos y conducido al lugar donde se encontraba! ¿Qué significaba aquello? ¿Dónde estaba Serena?

Cuando el sol se hubo ocultado en las tranquilas aguas del Pacífico, Ricardo Yesares recibió la respuesta a aquellas preguntas. Los que le habían metido en la cabaña abrieron la puerta e hicieron entrar en la cabaña a Serena.

Al ver a su mujer, Ricardo corrió hacia ella y por cómo fue abrazado, comprendió que Serena ya no pensaba como en el momento de escribir su carta de despedida. Antes de que pudiera hacerle ninguna pregunta, entraron en la cabaña Maise Syer y James Wemyss.

—Buenas noches, señor posadero —rió Maise.

Yesares y Serena volviéronse hacia la mujer.

—¿Qué significa esto? —preguntó Yesares.

—Que está usted detenido o secuestrado, señor
Coyote
—replicó Maise.

—¡Él no es
El Coyote
! —gritó Serena—. ¡Y usted es una infame! Usted debió de poner aquellas cartas…

—¡Cuánta sagacidad! —rió Maise—. Sí, yo le hice llegar aquella carta en que le hablaba de las traiciones amorosas de su Ricardo, y coloqué las otras cartas donde usted pudiera encontrarlas. Y usted habló tanto que me descubrió quién era su marido. Le juro que, de momento, creí que era
El Coyote
; pero luego comprobé que a lo más que llega es a ayudante.

—¿Por qué no cree que yo soy
El Coyote
? —preguntó Yesares.

—Porque su mano derecha no presenta ninguna huella del pinchazo que recibió en mi cuarto —contestó Maise—. Su piel tiene un excelente color bronceado, no el tono chocolate que debería tener, a menos que un buen médico le hubiese curado a tiempo, en cuyo caso, su mano derecha estaría envuelta en vendajes.

—El hombre que habló ayer noche con usted era mi ayudante —contestó Yesares.

—Está bien —replicó Maise—. Lo que me interesa es conocer el nombre de ese ayudante suyo, señor
Coyote
. Cuando los tenga a los dos en mis manos, me sentiré feliz. ¿Quiere decirme quién es su ayudante?

—No se lo digas, Ricardo —pidió Serena.

—Ya sabes que no se lo diría por nada del mundo.

Maise Syer se volvió hacia Wemyss y comentó, burlonamente:

—¿No crees que eso de asegurar que no se dirá una cosa por nada del mundo es mucho decir?

—Sobre todo cuando no se sabe lo que se puede llegar a hacer sin necesidad de agotar los medios de convicción —dijo Wemyss—. Creo que se va a llevar una desagradable sorpresa.

—Muy desagradable —asintió Maise—. Lo mejor, señor
Coyote
, sería que nos revelara el nombre de su cómplice. ¿Quién es?

Yesares se daba cuenta de lo apurado de su situación. Le iba a resultar imposible abstenerse de dar una respuesta a aquella gente. De haber estado él solo en su poder, hubiera podido confiar en sus fuerzas físicas para resistir cualquier martirio; pero tenían también a Serena. Y si la habían atraído hasta allí era, sin duda alguna, con el fin de valerse de ella para obligarle a confesar su secreto.

—Podríamos tostarle los pies a fuego lento —prosiguió Wemyss—. Es un martirio muy desagradable para quien lo sufre. En el caso de persistir usted mucho en su negativa, podría encontrarse con que tendría que pasar el resto de su vida sentado en un sillón de ruedas y sin poder dar un paso por sí solo.

—Me remordería mucho la conciencia ver una cosa así —intervino Maise—. Se trata de un hombre muy atractivo, James. Un hombre atractivo como pocos. Es una lástima que se haya dedicado a posadero. Habría hecho un buen galán. Claro que a ratos perdidos hace de
Coyote
; pero eso no basta.

—Insisto en que un buen tostado de pies iría bien —rió Wemyss.

—Pero no a él, sino a la linda Serena —dijo Maise—. Así aprendería a no tener celos.

Ricardo Yesares intentó precipitarse sobre Wemyss y Maise; pero el primero, como si esperase aquel movimiento, desenfundó su revólver y golpeó con el cañón en la cabeza de Yesares, que se desplomó sin sentido, sangrando por la boca de resultas del choque contra el suelo.

Cuando recobró el conocimiento, Yesares se encontró en la cabaña, atado de pies y manos y teniendo junto a él a Wemyss y a Maise Syer. Al ver que abría los ojos, Wemyss se inclinó sobre él y preguntó:

—¿No quieres decirnos quién es tu compañero?

Yesares, medio atontado aún, negó con la cabeza.

—Está bien —contestó Wemyss.

Cogiendo un cubo de madera lleno de agua, lo vació contra la cara de Yesares; luego, fue hacia la puerta, la abrió, ordenando:

—Empezad.

Sin cerrar la puerta volvió hacia Yesares, a quien el agua había devuelto el uso de sus sentidos.

—¿Ves esas llamas? —preguntó, señalando hacia una ventana, enrojecida por el resplandor de una hoguera—. Se ha encendido en honor a los pies de tu mujer…

Un grito de dolor y de terror llegó hasta Yesares. Éste reconoció la voz de su mujer e hizo inútiles esfuerzos por levantarse.

—Es inútil, señor
Coyote
—dijo Maise—. No puede usted hacer nada por ella, como no sea decirnos el nombre de su cómplice o de su jefe. Y no nos engañe, porque tenemos medios para comprobar si dice o no la verdad. Si nos engaña, usted y su mujer sufrirán las consecuencias; pero sobre todo, ella.

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