Todo bajo el cielo (52 page)

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Authors: Matilde Asensi

BOOK: Todo bajo el cielo
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—Pues empieza ya —le ordenó Lao Jiang, que seguía jugueteando con el yesquero.

El niño empezó a poner números muy pequeñitos en la hoja de papel para que le cupiesen todos.

—En el «Cuadrado Mágico» de tres por tres las filas diagonales del rombo estaban formadas por tres números. Como éste será de ochenta y una casillas, las estoy haciendo de nueve —explicó mientras seguía escribiendo cifras sin parar en líneas inclinadas.

Por fin, escribió el número ochenta y uno en el vértice inferior.

—Aquí, el número del centro no es el cinco, claro —murmuró, hablando consigo mismo—. Es el cuarenta y uno. Entonces..., si éste es el centro, los bordes del «Cuadrado Mágico» pasarán por aquí, por aquí —canturreó mientras dibujaba líneas de nueve casillas—, por aquí y también por aquí. ¡Ya está!

Exhibió con orgullo la libreta en el aire y todos sonreímos. Había encerrado las ochenta y una casillas en un cuadrado de nueve por nueve con un montón de huecos vacíos. La absurda idea de que Biao fuera adoptado por Lao Jiang ya no entraba en mis planes. El anticuario nunca sería un buen padre aunque supiera transmitirle al niño los profundos valores de su cultura. Pese a ello, seguía teniendo muy claro que Biao no debía regresar al orfanato. ¿Sería el monasterio de Wudang un buen lugar para él cuando todo esto terminase? ¿Le darían allí lo que necesitaba para desarrollar ese don que, como la pintura, requería de tantos años de estudio y de un duro y largo aprendizaje? Tenía que pensarlo. No podía devolvérselo al padre Castrillo y olvidarle, pero tampoco podía llevármelo a París, lejos de sus raíces, para convertirlo en ciudadano de segunda clase en un país que siempre lo miraría como si fuera una chinería exótica y no una persona. ¿Era Wudang la mejor opción para él?

—Ahora debes meter todos los números que se han quedado fuera en el interior del «Cuadrado Mágico» —le dijo el maestro Rojo a Biao.

El niño se agitó, inquieto.

—Sí, ésa va a ser la parte complicada. Volveré a coger el lápiz rojo.

Por encima del cuadrado le había sobrado una pirámide de cuatro filas de números y lo mismo ocurría por debajo, por la derecha y por la izquierda. En teoría, esos números debían volver al interior del cuadrado siguiendo la regla encontrada anteriormente por Biao: colocarlos en las casillas situadas en su misma línea o columna pero en el lado opuesto del centro, que ahora venía dado por el número cuarenta y uno.

Cada una de esas pirámides sobrantes estaba formada por diez números, lo que significaba que eran cuarenta en total los que había que recolocar. Empezó con el uno, situado en el vértice de la pirámide de arriba: lo tachó y volvió a escribirlo debajo del cuarenta y uno; repitió la misma operación con el vértice de la pirámide de abajo: tachó el ochenta y uno y lo escribió encima del centro. Lo mismo hizo con el nueve situado en el vértice de la derecha, poniéndolo a la izquierda del cuarenta y uno, y con el setenta y tres del vértice de la izquierda, que colocó a la derecha de dicho número. El pequeño cuadrado formado por las nueve casillas centrales estaba completo. Ahora había que seguir.

—Voy a ir colocando esos cilindros en sus agujeros —dijo impaciente Lao Jiang, poniéndose en pie.

—No, Da Teh, por favor —le rogó el maestro Rojo, un tanto apurado por tener que detenerlo—. Espere a que terminemos y, cuando hayamos sumado las líneas, las columnas y las diagonales, y hayamos comprobado que dan el mismo resultado, pondremos los rollos de piedra en sus sitios. Si nos equivocamos con un solo número, con uno solo, el candado no funcionará. Lo que está haciendo Biao no es fácil. Podría cometer cualquier pequeño error sin darse cuenta.

El anticuario, de mala gana, volvió a sentarse y a enfrascarse en la contemplación de su yesquero.

Biao, por su parte, seguía trasladando números desde el exterior del «Cuadrado Mágico» al interior. Lo hacía con una testarudez y una meticulosidad sorprendentes, siguiendo su propia regla con mucho cuidado.

—¡No, no no! —gritó de pronto, dándonos un susto de muerte—. ¡Me he equivocado y no tengo nada para borrar! He puesto el seis de la derecha en la casilla contigua en lugar de ponerlo en el extremo opuesto, a la izquierda. ¿Ahora qué hago?

Me miraba con los ojos llenos de agonía. No iba a ser fácil resolver su problema: lo que tenía en aquella hoja era un baile de hormigas rojas y negras, a cual más pequeña y más difícil de diferenciar.

—Espera —le dije—. Te traeré uno de esos palillos de oro de la mesa para que raspes el error y, luego, podrás escribir encima con el color naranja. Apenas se notará la diferencia.

Dio un profundo suspiro de alivio y se quedó conforme pero fui yo quien tuvo que rascar el número incorrecto porque a él le temblaban las manos y corría el riesgo de acabar rompiendo el papel. Sus nervios no eran tanto por haberse equivocado como por haber tenido que parar aquello tan sumamente emocionante que estaba haciendo, aquello que desafiaba a su cerebro y que le tentaba como un pastel a un glotón.

—¡Ya! —exclamo cuando colocó el último número en su sitio.

—Vamos a sumar —propuso el maestro Rojo—. Tú encárgate de las líneas y yo me ocuparé de las columnas. ¡Cómo me gustaría tener un ábaco! —suspiró.

Los dos, el niño y el maestro, cerraron los ojos y apretaron fuertemente los párpados al mismo tiempo. Los abrían de vez en cuando, miraban las cifras y volvían a cerrarlos. Parecían autómatas de feria, aunque mucho más rápidos. Biao fue el primero en terminar:

—Todas las líneas suman trescientos sesenta y nueve menos la tercera —se lamentó.

—Repítela —le recomendé.

Miró los números y volvió a cerrar los ojos. El maestro Rojo acabó en ese momento.

—Todas las columnas suman trescientos sesenta y nueve —anunció.

—Pues sume usted las diagonales mientras Biao repasa un pequeño fallo.

—No puede haber fallos, madame —se sorprendió el maestro Rojo—. Si las columnas están bien, las líneas tienen que estar bien. Si hubiera un error en una línea yo habría tenido también un error en alguna columna.

Como se había puesto a hablar, Biao terminó su repaso sonriendo de oreja a oreja.

—Me había equivocado yo —explicó, aliviado—, No había leído bien los números. Ahora me ha dado también trescientos sesenta y nueve.

—Pues a las diagonales —les animé.

Lao Jiang ya no pudo esperar más. Viendo que teníamos la solución en la mano, se puso rápidamente en pie y se dirigió hacia el montón de cilindros de piedra.

—Maestro Jade Rojo —llamó—. Usted me dará los cilindros para que yo los ponga en su sitio porque, además de mí, es el único que sabe leer los números chinos. Usted, Elvira, con la ayuda de Fernanda, los pondrá en posición vertical para que el maestro pueda encontrarlos con rapidez, y Biao que coja la libreta y dicte los números en voz alta.

—¿Le importaría esperar un poco? —le espeté—. Aún no hemos terminado.

—Sí que hemos terminado —me atajó—. El «Cuadrado Mágico» de ochenta y una casillas está completo. Como dice un viejo refrán chino— «Una pulgada de tiempo es una pulgada de oro.» Debemos bajar ya al mausoleo del Primer Emperador.

¡Ni que nos estuviera siguiendo la Banda Verde, por favor! ¿Qué prisas tenía? Y, sin embargo, allá que fuimos todos, haciéndole caso como tontos. Biao y el maestro se pusieron en pie y se dirigieron hacia el centro de las mesas. El niño se colocó frente al tablero del suelo con el cuaderno abierto entre las manos como si fuera un monaguillo listo para empezar a cantar salmos en una iglesia mientras Fernanda y yo nos dedicamos a enderezar los tubos de piedra dejando a la vista los caracteres chinos.

—Lee los números por líneas desde arriba —le ordenó el anticuario.

Biao comenzó a leer:

—Treinta y siete.

El maestro Rojo buscó y encontró el cilindro marcado con ese número y se lo entregó al anticuario, pero éste no se movió.

—¿Y ahora qué pasa? —pregunté.

—¿Dónde debo colocarlo?

—¿Cómo que dónde debe colocarlo? —No le entendía—. En la primera casilla de la primera línea de la cuadrícula.

—Sí, pero ¿cuál es la primera línea? —repuso, incómodo—. Tiene cuatro lados y en ninguno hay una marca que diga «Ésta es la parte de arriba» o «Se empieza por aquí».

Vaya, pues era un dilema. Pero, como en todo, tenía que existir alguna lógica. Sin salir del espacio marcado por las mesas, caminé hasta situarme frente al asiento principal detrás del cual estaba la losa de piedra que tenía tallado un tablero idéntico al del suelo. Allí, en vertical, se veía muy claramente cuál era la línea superior y la primera casilla de esa línea. Empecé a caminar hacia atrás, con cuidado de no tropezar con los cilindros, y seguí retrocediendo hasta que el cuadrado del suelo quedó delante de mí. Con el dedo señalé la línea superior:

—Ahí. Póngase mirando hacia el asiento principal. Ésa es la orientación correcta.

Lao Jiang, haciéndome caso, introdujo el cilindro marcado con el número treinta y siete en el orificio del extremo superior derecho.

—Setenta y ocho —entonó Biao, recordándome a los niños del Colegio de San Ildefonso de Madrid que llevaban dos siglos cantando la Lotería Nacional.

Fernanda y yo enderezábamos los cilindros a toda velocidad para que el maestro Rojo pudiera encontrar el que Lao Jiang necesitaba pero, por desgracia, el setenta y ocho apareció entre los últimos. El anticuario se impacientaba. Después, cuando ya todos estuvieron derechos, el problema fue que el maestro iba muy lento y que tampoco Biao hablaba con claridad y que nosotras, que no hacíamos nada, estorbábamos. No había manera de contentarle. Todo le parecía mal.

Al cabo de mucho tiempo, llegamos al número cuarenta y uno, el que estaba situado en el centro del cuadrado. Tanto esfuerzo y sólo habíamos completado cuatro líneas y media. Me consolé pensando que, a partir de entonces, la cosa iría más rápida porque el maestro cada vez tendría menos cilindros entre los que buscar.

Y, en efecto, la lentitud de la primera parte se resolvió en un periquete en la segunda. Mi sobrina y yo hicimos una cadena para transportar el cilindro cantado desde el maestro Rojo hasta Lao Jiang, acelerando de este modo el proceso. Antes de que nos diéramos cuenta, el último rodillo de piedra pasó de mis manos a las del anticuario.

—Adelante —le dije con una sonrisa de triunfo—. Lo hemos conseguido.

Sonrió. Parecía increíble pero había sonreído. Era la primera vez que lo hacía en mucho tiempo y, por eso, le devolví la sonrisa, contenta, pero él, decidido a terminar el trabajo, se giró indiferente y dejó caer el cilindro en el último agujero.

De nuevo, como en la sala del
Bian Zhong
, se escuchó un chasquido metálico seguido de un prolongado deslizamiento de piedras. El suelo tembló y nos miramos un poco asustados. Sabíamos de dónde procedía el ruido pero no lográbamos ver ningún acceso hacia el nivel inferior. En esta ocasión, no fue una pared la que retrocedió ante nuestros ojos, sino que un parpadeo en las lámparas, un temblor de los objetos de oro sobre las mesas, nos hizo desviar la mirada hacia la losa de piedra y sólo entonces descubrimos que el suelo que había detrás se inclinaba lenta y suavemente convertido en una rampa que, al llegar al final de su recorrido, golpeó el piso de abajo haciendo temblar toda la sala de banquetes.

Despacio, expectantes, tras recoger nuestras bolsas en silencio, caminamos juntos hacia allí. Algún misterioso mecanismo había prendido ya las lámparas del subterráneo inferior porque salía luz por el inmenso agujero sin que nosotros hubiésemos hecho nada.

Empezamos a descender cautelosamente, pendientes de cualquier cosa que pudiera suceder. Pero no ocurrió nada. Terminamos la rampa y nos encontramos en una inmensa y gélida explanada, más grande aún que la que habíamos visto arriba, cuya mejor definición la daría la palabra reluciente, pues toda ella brillaba como si los siervos la hubieran terminado de limpiar dos minutos antes o, más aún, como si el polvo no hubiera entrado allí jamás. El suelo era de bronce fundido y pulimentado como el de los espejos que Fernanda y yo llevábamos en nuestros equipajes. Gruesas columnas lacadas en negro sostenían, además de vasijas inexplicablemente encendidas, un techo, también de bronce, que se iba alejando de nuestras cabezas a medida que seguíamos caminando ya que el piso presentaba una ligera inclinación apenas perceptible que dilataba el espacio hasta convertirlo en colosal, en realmente grandioso.

Caminábamos sin rumbo, siguiendo una imaginaria línea recta que no sabíamos hacia dónde nos conducía. Hacía mucho frío. En un momento dado, me volví para mirar la rampa y ya no la divisé, sin embargo descubrí, a nuestra derecha, un pueblo, o algo parecido a un pueblo, con sus muros, sus torres vigías, sus mástiles y los tejados de sus casas y palacios. Era como los de verdad sólo que más pequeño, como si lo habitaran enanos o niños. Algo más lejos, a la izquierda, vi otro similar, y después muchos más. Al cabo de poco tiempo atravesamos uno de esos puentes chinos con forma de giba de camello que cruzaba sobre un riachuelo cuyas aguas —que no eran tales sino mercurio líquido, blanco y brillante— fluían suavemente dentro de su cauce. Los niños se lanzaron a meter las manos en la corriente para jugar con el extraño y fascinante metal que se escurría entre sus dedos formando pequeñas esferas de plata en las palmas de sus manos, pero no les permití entretenerse y, a regañadientes, volvieron al grupo.

Lao Jiang se inclinó sobre una pequeña estela de piedra que había en el suelo para leer la inscripción:

—Acabamos de salir de la provincia de Nanyang y estamos entrando en la de Xianyang —dijo soltando una carcajada—. Así pues, no falta mucho para alcanzar la prefectura de Han-zhong.

—¿Tan rápidamente hemos atravesado «Todo bajo el Cielo»? —preguntó el maestro Rojo utilizando la expresión común entre los chinos para llamar a su país.

—Bueno —comentó Lao Jiang muy divertido—, seguramente pusieron la rampa cerca de la capital, del centro de poder tanto del imperio real de arriba como de este pequeño Zhongguo, Tianxia o «Todo bajo el Cielo». Lo sorprendente es que se trata de una réplica bastante exacta. Es como un mapa gigantesco hecho con magníficas maquetas y asombrosos ríos de mercurio.

—Le faltan las montañas —replicó mi sobrina.

—Quizá pensaron que no eran necesarias —comentó el anticuario, cruzando las murallas del pueblo que teníamos delante y a las que se accedía por el puente. De pronto, volvió a reírse con muchas ganas—. ¡Tanto viajar para nada! ¿Saben dónde nos encontramos? ¡Hemos vuelto a Shang-hsien!

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