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Authors: Herta Müller

Tags: #Histórico

Todo lo que tengo lo llevo conmigo (10 page)

BOOK: Todo lo que tengo lo llevo conmigo
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Este zepelín no vuela, plateado, por el cielo, pero da alas a la razón. Es un hotel por horas, tolerado por la dirección del campo y los
nachálniks
. Las mujeres de nuestro campo de trabajo se reúnen en el zepelín con los prisioneros de guerra alemanes que retiran escombros cerca, en la tierra baldía o en las fábricas bombardeadas. Kowatsch Anton dice que vienen a celebrar bodas apresuradas con nuestras mujeres. Cuando estés paleando carbón, abre bien los ojos.

Todavía en el verano de Stalingrado, ese último verano en la galería de casa, la voz sedienta de amor de una mujer alemana del Reich dijo por la radio: Toda mujer alemana regalará un hijo al Führer.

Mi tía Fini preguntó a mi madre: Cómo lo haremos, vendrá el Führer cada noche a Siebenbürgen a acostarse con una de nosotras, o viajaremos todas por turno al Reich para encontrarnos con él.

Había guiso de liebre, mi madre chupó la salsa de una hoja de laurel, deslizándola por la boca con lentitud. Cuando la dejó limpia, se la metió en el ojal. Pensé que ellas se burlaban de él sólo en apariencia. Pero sus ojos brillantes decían que lo deseaban y no poco. Mi padre, al darse cuenta, frunció el ceño y olvidó masticar durante un instante. Creía que no os gustaban los hombres con bigote, dijo mi abuela. Enviad un telegrama al Führer pidiéndole que se afeite antes.

Como la
yáma
estaba desierta después del trabajo y el sol aún alumbraba con fuerza por encima de la hierba, me encaminé por un sendero hacia el zepelín e inspeccioné el interior. El tubo estaba sombreado a la entrada, en el centro en penumbra y al fondo oscurísimo. Al día siguiente, mientras paleaba carbón, abrí bien los ojos. A última hora de la tarde vi llegar a los hombres de tres en tres o de cuatro en cuatro atravesando la maleza. Llevaban chaquetas
fufáika
distintas de las nuestras, a rayas. Poco antes de llegar al zepelín, se sentaron en medio de la hierba, que les llegaba hasta el cuello. Pronto, a la entrada del tubo colgó de una vara una funda de almohada, señal de ocupado. Algo más tarde, la banderita desapareció. Pero reapareció enseguida y volvió a desaparecer. En cuanto los primeros hombres se marcharon, llegaron otros tres o cuatro y se sentaron en la hierba.

Vi también cómo brigadas enteras de mujeres encubrían las bodas apresuradas. Mientras tres o cuatro mujeres se dirigían hacia la maleza, las otras enzarzaban en la conversación al
nachálnik
. Si a pesar de todo éste preguntaba después por las que se habían ido, ellas le explicaban que las mujeres tenían que perderse entre la maleza debido a los retortijones y la diarrea. Eso también era cierto en algunos casos, aunque no podía comprobar en cuántos. El
nachálnik
se mordía los labios, escuchaba con atención durante un rato, y luego giraba la cabeza cada vez más hacia el zepelín. Desde ese momento me di cuenta de que las mujeres tenían que intervenir, que cuchicheaban con nuestra cantora Loni Mich y que ésta empezaba a silbar con zumbido cristalino, superando el estruendo de las palas:

El silencio del crepúsculo se extiende por doquier
sólo roto en el valle por el canto del ruiseñor
.

Y entonces las desaparecidas retornaban enseguida. Se abrían paso entre nosotros y paleaban como si nada hubiera ocurrido.

A mí el nombre de zepelín me gustaba, estaba en consonancia con el olvido plateado de nuestras penas, con la apresurada coyunda. Yo comprendía que esos alemanes desconocidos tenían todo lo que les faltaba a nuestros hombres. El Führer los había enviado al mundo a ser soldados, y estaban en la edad adecuada, no eran tan jóvenes ni tan maduros como nuestros hombres. También ellos eran miserables y estaban degradados, pero antes habían luchado en la guerra. Para nuestras mujeres eran héroes, algo mejor que el amor nocturno con un trabajador forzado en la cama del barracón detrás de la manta. En lo sucesivo, el amor nocturno continuó siendo irrenunciable. Pero para nuestras mujeres olía a sus propias fatigas, al mismo carbón, a idéntica nostalgia, y nos llevaba siempre al cotidiano toma y daca. El hombre tenía que ocuparse de la comida, la mujer de la ropa y el consuelo. En el zepelín, el amor, aparte de izar y arriar la banderita blanca, estaba exento de preocupaciones.

Kowatsch Anton no me creía capaz de no envidiar el zepelín de las mujeres. En mi cabeza seguía las mismas pautas que, como iniciado, ya conocía: la excitación de quitarse la ropa, el deseo callejero y la felicidad jadeante en el Erlenpark y en los baños Neptuno. Ahora repasaba con más frecuencia las citas, de eso nadie me creía capaz.
golondrina, abeto, oreja, hilo, oropéndola, gorra, liebre, gato, gaviota
. Después,
perla
. Aquí nadie me creía capaz de guardar esos supuestos nombres en mi mente y tanto silencio en la cerviz.

El amor también tenía sus estaciones en el zepelín. El invierno del segundo año puso fin al mismo. Más tarde, el hambre. Cuando el ángel del hambre correteaba histéricamente con nosotros, cuando llegó la época de
pielyhuesos
, cuando machos y hembras ya no se diferenciaban entre sí, en la
yáma
seguía descargándose carbón. Pero los caminos trillados en la maleza se cerraron. La arveja trepaba, lila, entre la milenrama blanca y el armuelle rojo, y florecían las bardanas azules y los cardos. El zepelín dormía y era pasto de la herrumbre, igual que el campo de concentración del carbón, la estepa de las hierbas y nosotros del hambre.

Sobre los dolores fantasmas del reloj de cuco

U
na noche del verano del segundo año vimos colgado de la pared, encima del cubo de hojalata del agua potable, justo al lado de la puerta, un reloj de cuco. No conseguimos averiguar cómo había llegado hasta allí. Así que pertenecía al barracón y al clavo del que pendía, a nadie más. Pero nos molestaba a todos y a cada uno de nosotros. En la tarde vacía se oía el tictac, ya fueses, vinieses, durmieses en tu cama o te limitases a permanecer tumbado, enfrascado en ti mismo o esperando porque estabas demasiado hambriento para quedarte dormido y demasiado débil para levantarte. Pero la espera no traía nada, salvo el tictac en la úvula, duplicado por el tictac del reloj.

Para qué necesitábamos allí un reloj de cuco. Para medir el tiempo, no nos hacía falta. No teníamos nada que medir: por las mañanas, el himno que sonaba por el altavoz del patio nos despertaba, y por la noche, nos mandaba a la cama. Siempre que nos necesitaban iban a buscarnos y nos sacaban del patio, de la cantina, del sueño. Las sirenas de la fábrica eran un reloj, al igual que la nube blanca de la torre de refrigeración y las campanitas de las baterías de coque.

Seguramente el reloj de cuco lo había traído Kowatsch Anton, el tamborilero. A pesar de que juraba que no tenía nada que ver con el asunto, le daba cuerda a diario. Si está colgado debe de funcionar, aducía.

Era un reloj de cuco normal y corriente, pero lo que no era normal era el cuco. Salía a menos cuarto y daba la media hora, y a los cuartos, la hora entera. A la hora en punto lo olvidaba todo o se equivocaba, duplicando la hora o dividiéndola por dos. Kowatsch Anton aseguraba que el cuco funcionaba perfectamente con respecto al horario de otras zonas del mundo. A Kowatsch Anton le enloquecía el reloj entero: el cuco, sus dos férreas pesas en forma de piña y el ágil péndulo. Le habría encantado hacer anunciar al cuco durante toda la noche sus otras zonas del mundo. Pero el resto del barracón no quería permanecer en vela ni dormir en las zonas del mundo del cuco.

Kowatsch Anton era tornero en la fábrica, y en la orquesta del campo, percusionista y tamborilero de la Paloma, que se bailaba plegado. Se había fabricado sus instrumentos en el torno del taller de cerrajería, era un manitas. Quería regular el cuco cosmopolita adaptándolo a la disciplina diurna y nocturna rusa. Estrechando la glotis en el mecanismo del cuco, pretendía incorporar a éste una voz nocturna breve y sorda, una octava más baja, y un canto diurno más prolongado y agudo. Sin embargo, antes de que llegase a dominar las costumbres del cuco, alguien lo arrancó del reloj. La puertecita del cuco colgaba, torcida, de su bisagra. Y cuando el mecanismo de relojería quería animar al pájaro a cantar, la puertecita se abría a medias, pero en lugar del cuco salía de la casita un trocito de goma que parecía una lombriz de tierra. El trozo de goma vibraba y se oía un cencerreo lamentable similar a las toses, carraspeos, ronquidos, pedos, suspiros que se producían durante el sueño. Así la lombriz de goma protegió nuestro descanso nocturno.

A Kowatsch Anton le entusiasmó tanto la lombriz de tierra como el cuco. Él no era solamente un manitas, también sufría por no tener en la orquesta del campo ningún compañero de swing, como antes en Karansebesch, en su Big Band. Por la noche, cuando el himno que brotaba del altavoz nos conducía hacia el barracón, Kowatsch Anton, con un alambre doblado, adaptaba el trocito de goma al cencerreo nocturno. Siempre se quedaba un rato junto al reloj, observando su rostro en el cubo de agua y esperando como hipnotizado el primer cencerreo. En cuanto se abría la puertecita, se agachaba un poco y su ojo izquierdo, algo más pequeño que el derecho, brillaba con absoluta precisión. Una vez, después del cencerreo, dijo más para sí que para mí: Uy, la lombriz ha heredado del cuco bastantes dolores fantasmas.

A mí el reloj me gustaba.

Pero no el cuco loco, ni la lombriz, ni el péndulo ágil. Sin embargo, me encantaban las dos pesas, las piñas de abeto. Eran lento hierro pesado, y a pesar de ello me recordaban los bosques de abetos de las montañas de mi tierra. Altas, por encima de la cabeza, muy juntas, las capas de pinocha de un negro verdoso; por debajo, en rigurosa disposición hasta donde alcanza la vista, las piernas de madera de los troncos, que se detienen cuando estás parado, caminan cuando caminas y corren cuando corres. Pero de un modo completamente distinto al tuyo, como un ejército. Entonces, cuando el corazón se te sube a la garganta de miedo, sientes bajo tus pies la brillante piel de pinocha, esa calma luminosa con piñas diseminadas. Te agachas y coges dos: te guardas una en el bolsillo del pantalón y conservas la otra en la mano, y ya no estás solo. Ella te devuelve la cordura: el ejército no es más que un bosque y la soledad dentro de él, un simple paseo.

Mi padre se esforzó mucho, quiso enseñarme a silbar y a interpretar la procedencia del eco cuando silba alguien que se ha perdido en el bosque. Y cómo encontrarlo silbando a tu vez. Entendí la utilidad del silbido, pero no aprendí a expulsar el aire de la boca a través de los labios fruncidos. Yo los fruncía equivocadamente hacia dentro, de forma que se me hinchaba el pecho en lugar del tono en los labios. Nunca aprendí a silbar. Por más que intentaba enseñarme, yo sólo pensaba en lo que veía, que en los hombres los labios brillan por dentro, como cuarzo rosa. Él me decía que ya lo comprobaría, que comprendería su utilidad. Se refería a los silbidos. Pero yo pensaba en la piel cristalina de los labios.

En realidad el reloj de cuco pertenecía al ángel del hambre. Porque en el campo lo que importaba no era nuestro tiempo, sino la pregunta: Cuco, cuánto viviré todavía.

Imaginaria-Kati

K
atharina Seidel, Imaginaria-Kati, procedía del Banato, de Bakowa. O alguien de su pueblo se pagó el rescate de la lista y un canalla la cogió como sustituta. O el canalla era un sádico y ella figuró en la lista desde el principio. Era deficiente mental de nacimiento y durante esos cinco años no supo dónde estaba. Era una mujer corpulenta en miniatura, una niña a medias que no había crecido en altura, sino únicamente en anchura. Tenía una larga trenza castaña y una corona de pelos rizados alrededor de la frente y en la nuca. Al principio las mujeres la peinaban a diario, y cuando comenzó la plaga de piojos, cada pocos días.

Imaginaria-Kati no servía para ningún trabajo. No entendía lo que era una norma, una orden o un castigo. Ella trastocaba el desarrollo de la jornada de trabajo. Para ocuparla en algo, en el segundo invierno inventaron para ella el servicio de imaginaria. Por la noche tenía que montar guardia por turnos en los barracones.

Durante una temporada venía a nuestro barracón, se sentaba a la mesa pequeña, cruzaba los brazos, entornaba los ojos y miraba a la punzante luz reglamentaria de la bombilla. La silla era demasiado alta, sus pies no llegaban al suelo. Cuando el aburrimiento se apoderaba de ella, se sujetaba con las manos al borde de la mesa y se columpiaba en la silla hacia atrás y hacia delante. Apenas lo soportaba una hora, después se iba a otro barracón.

En el verano ya sólo venía a nuestro barracón, donde se quedaba toda la noche porque le gustaba el reloj de cuco. No sabía leer la hora. Se sentaba debajo de la luz reglamentaria, cruzaba los brazos y esperaba a que la lombriz de goma saliera por la puertecita. Cuando rechinaba, ella abría la boca como si acompañase esos sonidos, pero permanecía muda. Cuando la lombriz de goma aparecía por segunda vez, ella ya se había dormido con el rostro encima de la mesita. Antes de quedarse dormida se retiraba su trenza de la espalda, la ponía sobre la mesa y la mantenía agarrada con la mano toda la noche mientras dormía. A lo mejor así no se encontraba tan sola. A lo mejor tenía miedo en el bosque de esas 68 camas masculinas. A lo mejor la trenza la ayudaba, como a mí la piña en el bosque. O quizá, con la trenza en la mano, sólo pretendía asegurarse de que no se la robaban.

Le robaron la trenza, pero no fuimos nosotros. Como castigo por dormirse, Tur Prikulitsch condujo a Imaginaria-Kati al barracón de los enfermos. La auxiliar sanitaria tenía que raparle el pelo. Esa noche Imaginaria-Kati llegó a la cantina con la trenza cortada alrededor del cuello y la colocó sobre la mesa como si fuera una serpiente. Hundía en la sopa un extremo de la trenza y lo sostenía junto a su cabeza pelada para que volviera a crecer. También daba de comer al otro extremo de la trenza y lloraba. Heidrun Gast le arrebató la trenza aduciendo que era mejor que se olvidase de ella. Después de cenar la arrojó a una de las pequeñas hogueras del patio, e Imaginaria-Kati contempló cómo se quemaba sin decir palabra.

A Imaginaria-Kati le gustaba el reloj de cuco incluso pelada al rape, y seguía quedándose dormida al primer chirrido de la lombriz de goma, con la mano doblada como si agarrara la trenza. Cuando volvió a crecerle el pelo, también se quedaba dormida manteniendo la mano doblada, a pesar de que el pelo apenas tenía un dedo de largo: Imaginaria-Kati se durmió durante meses, hasta que le raparon nuevamente la cabeza y los cabellos volvieron a crecer tan ralos que se veían más picaduras de piojos que pelos. Se durmió durante mucho tiempo, hasta que Tur Prikulitsch comprendió que con dureza se puede adiestrar a cualquier ser humano depauperado, pero no se puede doblegar la debilidad mental. El servicio de imaginaria fue eliminado.

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