Read Todos los cuentos de los hermanos Grimm Online
Authors: Jacob & Wilhelm Grimm
Tags: #Cuento, Fantástico, Infantil y juvenil
—¡No lo digas! —exclamó el hombre—. Tú hablas por lo que has visto; pero conmigo aprenderás un arte muy distinto, decente, productivo, y muy honroso incluso.
Dejóse persuadir el muchacho, se fue con el sastre y aprendió a fondo su profesión.
Cuando se despidió, ya terminado el aprendizaje, diole su patrón una aguja diciéndole:
—Con ella puedes coser cuanto te venga a la mano, aunque sea tan duro como el acero; y quedará tan bien juntado, que no se verá la costura.
Cuando ya hubieron transcurrido los cuatro años convenidos, los hermanos volvieron a encontrarse en el mismo lugar en que se habían separado y, después de abrazarse y besarse, regresaron a la casa paterna.
—¡Muy bien! —exclamó el padre satisfecho—. ¿Otra vez os trae el viento a mi lado?
Contáronle ellos sus andanzas y lo que cada uno había aprendido. Sentados todos juntos bajo un árbol que se levantaba delante de la casa, dijo el padre:
—Voy a poneros a prueba. Quiero ver de lo que sois capaces —y, mirando hacia arriba, manifestó al hijo segundo—. En la cumbre de este árbol, entre dos ramas, hay un nido de pinzones. Dime cuántos huevos contiene.
Cogió el astrólogo su anteojo y dirigiéndolo al nido, respondió:
—Cinco.
Entonces se volvió el padre al mayor:
—Ve a buscar los huevos sin que lo note el pájaro que los está incubando.
El hábil ladrón subió al árbol y, sin que el avecilla notase nada ni se moviese del nido, le quitó de debajo del cuerpo los cinco huevos y los bajó a su padre.
Tomándolos el viejo colocó uno en cada canto de la mesa, y el quinto, en el centro, y dijo al cazador:
—De un solo disparo has de partir en dos los cinco huevos.
El mozo se echó la escopeta a la cara, disparó y partió por la mitad los cinco huevos de un solo tiro. Por lo visto usaba una pólvora capaz de dar la vuelta a la esquina.
—Ahora te toca a ti —dijo el padre al hijo menor—. Vas a coser los huevos, y hasta los polluelos que hay dentro, de tal forma que no se vean los efectos del disparo.
Sacó el sastre su aguja y procedió a coser tal como su padre le pedía. Cuando hubo terminado, el ladrón volvió los huevos al nido, colocándolos debajo del ave que los empollaba sin que ésta lo notase. Y a los pocos días nacieron los pequeños con una tirita roja alrededor del cuello, por donde los cosiera el sastre.
—Está bien —dijo el viejo a sus hijos—. Tengo que felicitaros por vuestro éxito. Habéis empleado bien el tiempo aprendiendo cosas provechosas, y no sabría a cuál de los cuatro dar la preferencia. Esto se verá en cuanto se presente una ocasión de aplicar vuestras artes.
Poco tiempo después se produjo gran revuelo en el país, pues un dragón había raptado a la hija del Rey. Éste se pasaba cavilando día y noche y, al fin, mandó pregonar que quien la rescatase se casaría con ella.
Dijeron entonces los hermanos:
—He aquí una oportunidad de distinguirnos.
Y se propusieron partir juntos a liberar a la princesa.
—Pronto sabré dónde se halla —dijo el astrólogo y, mirando por su telescopio, declaró—. Ya lo veo; está muy lejos de aquí, en una roca en medio del mar. A su lado hay un dragón que la guarda.
Presentóse al Rey, pidióle un barco para él y sus hermanos y los cuatro se hicieron a la mar con rumbo a la roca.
Al llegar a ella vieron a la hija del Rey, con el dragón dormido en el regazo.
Dijo el cazador:
—No puedo disparar, pues mataría también a la princesa.
—Voy a intervenir yo —anunció el ladrón.
Y, deslizándose hasta el lugar, llevóse a la doncella con tanta ligereza y agilidad, que el monstruo no se dio cuenta de nada y siguió roncando.
Contentísimos, corrieron a embarcar de nuevo y zarparon sin pérdida de tiempo. Pero el dragón, que al despertar no había encontrado a la princesa, salió furioso en su persecución surcando los aires con terrorífico resoplido.
Cuando se cernía ya sobre el barco y se disponía a precipitarse sobre él, apuntándole el cazador con la escopeta, disparó una bala que le atravesó el corazón. Cayó muerto el monstruo; pero era tan enorme que, al desplomarse sobre el navío, lo destrozó completamente.
Los náufragos pudieron aferrarse a unas tablas y quedaron flotando en la superficie de las olas, en situación apuradísima. Mas el sastre, ni corto ni perezoso, sacando su aguja maravillosa hilvanó las tablas a toda prisa con unas puntadas y, desde ellas, pescó todas las piezas del barco, cosiéndolas con tanta perfección que, al poco rato, la nave volvía a hallarse en condiciones de navegar y los hermanos pudieron arribar felizmente a su patria.
El Rey sintió una inmensa alegría al volver a ver a su hija, y dijo a los cuatro hermanos:
—Uno de vosotros ha de recibirla por esposa. Decidid quién ha de ser.
Suscitóse entonces una viva disputa entre ellos, pues cada uno alegaba sus derechos.
Decía el astrólogo:
—Si yo no hubiese descubierto a la princesa, de nada habrían servido vuestras artes. Por tanto, me pertenece a mí.
El ladrón observaba:
—¿De qué habría servido descubrirla, si yo no la hubiese sacado de entre las garras del dragón? Mía es, pues.
Y el cazador:
—La princesa y todos vosotros hubierais sido destrozados por el monstruo. Mi bala os libró de sus garras. En consecuencia, es a mi a quien corresponde.
Y el sastre, a su vez:
—Y si yo, con mi arte, no hubiese recompuesto el barco, todos habríamos muerto ahogados. Por tanto, es mía.
Intervino entonces el Rey:
—Todos tenéis igual derecho; pero como la princesa no puede ser de todos, no será de ninguno. En cambio, daré a cada cual una parte del reino en compensación.
Satisfizo el ofrecimiento a los hermanos, los cuales dijeron:
—Es mejor esto que el que nazcan disputas entre nosotros.
Y cada cual recibió una cuarta parte del reino, y todos vivieron felices en compañía de su viejo padre durante todo el tiempo que plugo a Dios.
E
RASE una vez un mozo que se alistó como soldado; portóse valientemente y siempre fue en primera línea cuando llovían las balas.
Todo marchó bien mientras duró la guerra. Pero al llegar la paz lo licenciaron, y su capitán le dijo que podía marcharse adonde le apeteciera.
Sus padres habían muerto, y él no tenía ya hogar. Se dirigió, pues, a casa de sus hermanos, rogándoles lo acogiesen hasta que hubiera una nueva guerra. Pero sus hermanos eran gente dura de corazón y le dijeron:
—¿Y qué haremos contigo? No te necesitamos para nada. Arréglate como puedas.
No le quedaba al soldado más que su fusil; se lo echó al hombro y se marchó a correr mundo.
En esto llegó a un gran erial, en el que no se veía sino un círculo de árboles. Sentóse a su sombra y se puso a meditar tristemente sobre su situación. «No tengo dinero —pensó—; no he aprendido más oficio que el de las armas, y en tiempo de paz no sirvo para nada. Por lo visto he de morirme de hambre».
Oyó en esto un fuerte rumor y, al volverse, vio ante él un hombre vestido completamente de verde. Su aspecto era gallardo, aunque con un repugnante pie de caballo.
—Ya sé lo que te pasa —le dijo el hombre—. Tendrás tanto dinero y riquezas como seas capaz de transportar. Pero antes debo saber si conoces el miedo, pues yo no doy nada a los cobardes.
—¿Cómo puede ser cobarde un soldado? —respondió el mozo—. Puedes someterme a prueba.
—Pues bien —asintió el hombre—. Mira detrás de ti.
El soldado se volvió y vio un enorme oso que se dirigía hacia él lanzando gruñidos.
—¡Ésta es la mía! —exclamó el soldado—. Voy a hacerte cosquillas en las narices para que se te pasen las ganas de gruñir.
Y apuntándole con el fusil, disparó una bala al hocico de la fiera, la cual se desplomó muerta.
—Valor no te falta —dijo el desconocido—; pero hay otra condición que debes cumplir.
—Siempre que no vaya en perjuicio de mi alma —respondió el soldado, pues se daba cuenta de quién era aquel hombre—, estoy dispuesto a todo.
—Pues bien —propúsole el del vestido verde—. En el curso de los próximos siete años no debes lavarte ni peinarte el cabello ni la barba, ni cortarte las uñas, ni rezar un padrenuestro. Te daré un vestido y una capa, que habrás de llevar durante todo este tiempo. Si mueres dentro de estos años, serás mío; pero si sigues viviendo, quedarás libre y rico para el resto de tus días.
Pensó el soldado en la gran necesidad en que se encontraba, y como había ido tantas veces a la muerte y siempre logró salvar el pellejo, decidióse a arriesgarse de nuevo y se declaró conforme.
El diablo se quitó su vestido verde y se lo dio diciéndole:
—Cada vez que llevando esta prenda metas mano en el bolsillo, la sacarás llena de dinero —despellejó luego al oso y entregó la piel al soldado añadiendo—. Esta será tu capa y tu lecho; sólo deberás dormir en él. Por este vestido, te llamarán «Piel de oso».
Y, dicho esto, el diablo desapareció.
Vistióse el soldado las ropas, e introduciendo en seguida la mano en el bolsillo, pudo comprobar que la cosa iba de veras. Colgóse luego la piel de oso sobre los hombros y se marchó a correr mundo, dándose buena vida y no dejando por hacer nada de lo que hace engordar a la gente y enflaquecer la bolsa.
El primer año, la cosa era aún pasadera; pero al llegar el segundo, su aspecto era el de un monstruo. El cabello le cubría casi toda la cara; la barba parecía un rudo estropajo; sus dedos terminaban en verdaderas garras, y tenía el rostro tan cubierto de suciedad, que si hubiesen sembrado berros en él a buen seguro habrían germinado.
Cuantos lo veían echaban a correr; pero como repartía el dinero en abundancia entre los pobres, para que rogasen porque no muriese antes de los siete años, y como pagaba generosamente en todas partes, nunca le faltaba albergue.
Al cuarto año llegó a una posada, cuyo dueño se negó a alojarlo; ni siquiera quería dejarle dormir en el establo, por temor a que sus caballos se asustaran. Sin embargo, cuando se echó mano al bolso y sacó un puñado de ducados, el posadero se ablandó y le asignó una habitación en el patio posterior, con la condición de que no se dejaría ver para no desacreditar el establecimiento.
Aquella tarde «Piel de oso» estaba sentado en plena soledad, deseando que terminasen aquellos siete años de prueba, cuando oyó que alguien se lamentaba en la habitación contigua. Como era de corazón compasivo, abrió la puerta y vio a un anciano que lloraba desconsoladamente cogiéndose la cabeza con las manos.
Acercósele el soldado; pero el hombre, levantándose de un brinco, trató de huir. Sin embargo, se calmó al oír una voz humana, y entonces, con palabra amistosa, contó a «Piel de oso» los motivos de su tristeza.
Poco a poco se había consumido toda su fortuna, y él y sus hijas habían caído en tal miseria, que no podían pagar al posadero e iban a meterlos en la cárcel.
—Si no tenéis más preocupación que ésa —le dijo «Piel de oso»—, lo que es dinero, a mí me sobra.
Y, llamando al fondista, le pagó la deuda y luego metió en el bolsillo del desgraciado una bolsa llena de oro.
Libre ya el hombre de sus cuitas y no sabiendo cómo expresar su agradecimiento a aquel bienhechor, le dijo:
—Vente conmigo; mis hijas son un dechado de hermosura; elige una de ellas por esposa. Cuando sepa lo que has hecho por mí, no te rechazará. Cierto que tu aspecto deja algo que desear; pero ella cuidará de arreglarlo.
Gustóle el ofrecimiento a «Piel de oso», y se marchó con él.
Al verlo la hija mayor, sintió tal miedo que escapó gritando. La segunda quedóse parada, contemplándolo de pies a cabeza, y luego dijo:
—¿Cómo puedo aceptar por marido a un hombre que ha perdido todo aspecto humano? Preferiría a aquel oso afeitado que estuvo aquí un día pretendiendo que era un hombre; al menos llevaba una piel de húsar y guantes blancos. Si no fuese más que feo, aún llegaría a acostumbrarme.
En cambio, la más joven dijo:
—Querido padre: forzosamente ha de ser una buena persona el que os ha sacado de vuestra angustiosa situación; y, puesto que le habéis prometido una novia, hay que cumplir vuestra palabra.
Fue una lástima que la suciedad y el pelo tapasen la cara de «Piel de oso», pues de otro modo se habría visto reflejada la alegría de su corazón al escuchar aquellas palabras.
Sacándose un anillo del dedo, lo rompió en dos mitades y, dando una a la muchacha, se guardó la otra. En la parte que entregó a su prometida escribió su nombre «Piel de oso»; y en la que se reservó para sí grabó el de ella, rogándole que la guardase cuidadosamente.
Luego, despidiéndose, dijo:
—Debo aún vagar errante por espacio de tres años; si no vuelvo, quedas libre, pues será que habré muerto. Pero ruega a Dios que me conserve la vida.
La pobre prometida se vistió de luto, y cada vez que pensaba en su novio le venían las lágrimas a los ojos. Sus hermanas la hacían objeto de mil burlas y sarcasmos.
—Cuidado —decíale la mayor—; cuando le estreches la mano, que no te dé un zarpazo.
—Desconfía —agregaba la segunda—. A los osos les gusta lo dulce; si le gustas, te devorará.
—Tendrás que hacer siempre su voluntad; de lo contrario, empezará a gruñir —volvía a la carga la mayor.
Y la segunda:
—Mas la boda será muy alegre, pues a los osos les gusta bailar.