El Forca Roja era ancho y lento, un río sinuoso lleno de curvas y meandros, con isletas cubiertas de vegetación, interrumpido a menudo por bancos de arena y con tocones que asomaban apenas de la superficie del agua. Sin embargo, Brienne parecía tener una vista muy aguda para los obstáculos, y siempre encontraba un paso. Cuando Jaime le dedicó un cumplido por su conocimiento del río, ella lo miró con suspicacia.
—No conozco el río —dijo—. Tarth es una isla y aprendí a manejar los remos y las velas antes que a montar a caballo.
—Dioses, me duelen los brazos —se quejó Ser Cleos mientras se sentaba y se frotaba los ojos—. Espero que el viento dure bastante. —Olfateó el aire—. Huelo a lluvia.
A Jaime le apetecía un buen chaparrón. Las mazmorras de Aguasdulces no eran el lugar más pulcro de los Siete Reinos. En aquel momento debía de oler a queso podrido.
—Humo —dijo Cleos mirando río abajo con los ojos entrecerrados.
Una delgada columna gris se retorcía en la distancia. Se elevaba al sur, a varios kilómetros, en la ribera izquierda, girando y oscilando. Conforme se acercaron, Jaime pudo distinguir en su base los restos aún ardientes de una gran edificación y un roble lleno de mujeres muertas.
Los cuervos apenas habían comenzado a picotear los cadáveres. Las cuerdas finas se clavaban profundamente en la carne blanda de las gargantas, y cuando soplaba el viento los cuerpos giraban y se balanceaban.
—Esto es una villanía —dijo Brienne cuando estuvieron suficientemente cerca para verlo todo con claridad—. Ningún auténtico caballero hubiera aprobado esa carnicería.
—Los auténticos caballeros ven cosas peores cada vez que van a la guerra, moza —dijo Jaime—. Y hacen cosas peores, ya lo creo.
Brienne hizo girar la embarcación hacia la orilla.
—No dejaré que ningún inocente sea pasto de los cuervos.
—Sois una moza desalmada. Los cuervos también tienen que comer. Regresa al río y deja en paz a los muertos, mujer.
Atracaron un poco más adelante de donde el gran roble se inclinaba sobre las aguas. Mientras Brienne arriaba la vela, Jaime salió del esquife, moviéndose con dificultad a causa de las cadenas. El agua del Forca Roja le llenaba las botas y lo empapaba a través de los calzones harapientos. Entre risas, cayó de rodillas, sumergió la cabeza en el agua y se levantó, empapado y chorreando. Tenía las manos sucísimas, y cuando se las frotó en la corriente hasta dejarlas limpias, las vio más delgadas y pálidas de lo que recordaba. Cuando se incorporó, sintió las piernas rígidas e inestables.
«He pasado demasiado tiempo en la maldita mazmorra de Hoster Tully.»
Brienne y Cleos arrastraron el esquife hasta la orilla. Los cuerpos colgaban por encima de sus cabezas como fruta podrida que la muerte había madurado en exceso.
—Uno de nosotros tendrá que cortar las cuerdas —dijo la moza.
—Yo subiré. —Jaime salió a la orilla, tintineando—. Quitadme las cadenas.
La moza miraba hacia arriba, a una de las mujeres muertas. Jaime se le acercó, a pasitos cortos, los únicos que permitía aquella cadena de un par de palmos. Cuando vio el tosco letrero que colgaba del cuello del cadáver más alto, sonrió.
«Se acuestan con leones», leyó para sí.
—Es bien cierto, mujer, no ha sido una acción nada caballeresca... Pero la ha protagonizado vuestro bando, no el mío. Me pregunto quiénes serían estas mujeres.
—Mozas de taberna —dijo Ser Cleos Frey—. Esto era una posada, ahora me acuerdo. Varios hombres de mi escolta pasaron la noche aquí la última vez que fuimos a Aguasdulces.
Del edificio sólo quedaban los cimientos de piedra y un caos de vigas caídas, totalmente carbonizadas. De las cenizas todavía salía humo.
Jaime dejaba los burdeles y las putas para su hermano Tyrion. Cersei era la única mujer que había deseado en su vida.
—Al parecer, las chicas complacieron a algunos soldados de mi señor padre. Quizá les dieron de comer y de beber. Así se ganaron su collar de traidoras, con un beso y una jarra de cerveza. —Examinó el río, arriba y abajo, para cerciorarse de que estaban solos—. Estas tierras son de los Bracken. Lord Jonos debe de haber dado la orden de que las mataran. Mi padre quemó su castillo, me temo que no nos tendrá mucho cariño.
—Debe de ser un trabajito de Marq Piper —dijo Ser Cleos—. O de Beric Dondarrion, ese bandido del bosque, aunque he oído que sólo mata a soldados. ¿No sería una banda de norteños de Roose Bolton?
—Mi padre derrotó a Bolton en el Forca Verde.
—Pero no lo eliminó —dijo Ser Cleos—. Regresó al sur cuando Lord Tywin marchó contra los vados. En Aguasdulces se contaba que le había arrebatado Harrenhal a Ser Amory Lorch.
A Jaime no terminaba de gustarle el cariz que estaba tomando aquello.
—Brienne —dijo, apelando a la cortesía del nombre con la esperanza de que lo escuchara—, si Lord Bolton domina Harrenhal, lo más probable es que el Tridente y el camino real estén vigilados.
Creyó ver un atisbo de vacilación en los enormes ojos azules de la moza.
—Estáis bajo mi protección. Tendrán que matarme.
—No creo que eso les suponga un problema de conciencia.
—Peleo tan bien como vos —dijo ella, a la defensiva—. Yo estaba entre los siete elegidos del rey Renly. Me puso personalmente la seda a rayas de la Guardia Arcoiris.
—¿La Guardia Arcoiris? Vos y otras seis chicas, ¿no? Un bardo dijo en cierta ocasión que todas las chicas parecen bellas cuando se visten de seda... pero no os conocía, ¿verdad?
El rostro de la mujer enrojeció.
—Tenemos tumbas que cavar. —Caminó hacia el roble y comenzó a trepar.
Las ramas más bajas del árbol eran lo bastante grandes para que pudiera ponerse de pie sobre ellas mientras se abrazaba al tronco. Caminó entre las hojas con la daga en la mano mientras liberaba los cadáveres. Los cuerpos cayeron, rodeados por enjambres de moscas; con cada uno que dejaba caer el hedor aumentaba.
—Es tomarse demasiado trabajo por unas putas —se quejó Ser Cleos—. ¿Con qué se supone que vamos a cavar? No tenemos palas, y no pienso usar mi espada ni...
Brienne lanzó un grito. En lugar de bajar por el tronco, se dejó caer.
—Al bote. Deprisa. He visto una vela.
Se apresuraron todo lo que les fue posible, aunque Jaime apenas podía correr y su primo tuvo que tirar de él para meterlo en el esquife. Brienne se impulsó con un remo e izó la vela a toda velocidad.
—Ser Cleos, necesito que reméis conmigo.
Hizo lo que le ordenaban. El esquife comenzó a cortar el agua con más celeridad; la corriente, el viento y los remos trabajaban en su favor. Jaime permanecía sentado y encadenado mirando río arriba. Lo único que se divisaba era el extremo superior de la otra vela. Según las curvas del Forca Roja, parecía estar más allá de los campos, moviéndose hacia el norte tras una muralla de árboles, mientras ellos iban hacia el sur, pero sabía que se trataba de una sensación engañosa. Levantó ambas manos para protegerse los ojos.
—Rojo cieno y azul aguado —anunció.
Brienne abría y cerraba la enorme boca sin emitir sonido alguno, eso le daba el aspecto de una vaca rumiando el pasto.
—Más deprisa, ser.
La posada desapareció pronto a sus espaldas y también perdieron de vista la punta de la vela, pero eso no quería decir nada. Cuando los perseguidores dieran la vuelta al recodo se harían visibles de nuevo.
—Es de esperar que los caballerosos Tully se detengan a enterrar a las putas muertas.
A Jaime, la perspectiva de volver a su celda no le resultaba atractiva.
«Seguro que a Tyrion se le ocurriría algo genial en este momento, pero a mí lo único que se me ocurre es atacarlos con una espada.»
Durante casi una hora jugaron al escondite con los perseguidores, mientras se deslizaban por los recodos o entre isletas frondosas. Y cuando comenzaban a tener esperanzas de que, de alguna manera, habían logrado eludir la persecución, la vela distante volvió a hacerse visible. Ser Cleos dejó de remar.
—Que los Otros se los lleven —dijo, secándose el sudor de la frente.
—¡Remad! —ordenó Brienne.
—Lo que nos persigue es una galera fluvial —anunció Jaime después de escudriñar un rato. A cada golpe de remo parecía hacerse más grande—. Nueve remos a cada lado, lo que quiere decir dieciocho hombres. Más, si llevan soldados además de remeros. Y su vela es más grande que la nuestra. No podemos escapar.
—¿Has dicho dieciocho? —preguntó Ser Cleos, se había quedado paralizado con el remo en la mano.
—Seis para cada uno de nosotros. Yo me encargaría de ocho, pero estos brazaletes me molestan un poco. —Jaime levantó las muñecas—. A no ser que Lady Brienne tenga la bondad de quitármelos.
Ella no le prestó atención y puso todo su esfuerzo en bogar.
—Teníamos media noche de ventaja sobre ellos —dijo Jaime—. Han estado remando desde el amanecer, dejando descansar dos remos por turno. Deben de estar agotados. En este momento, la vista de nuestra vela les ha dado nuevos ánimos, pero no les durarán. No tendremos problemas para matar a muchos de ellos.
—Pero... —Ser Cleos tragó en seco—. Son dieciocho.
—Por lo menos. Lo más probable es que sean veinte o veinticinco.
—No podemos derrotar a dieciocho —gimió Ser Cleos.
—¿Acaso dije que los derrotaríamos? Lo mejor que nos puede pasar es morir con la espada en la mano.
Era totalmente sincero. Jaime Lannister no había temido nunca a la muerte.
Brienne dejó de remar. El sudor le había pegado en la frente algunos mechones color lino, y con la cara que ponía estaba más fea que nunca.
—Estáis bajo mi protección —dijo, con la voz tan iracunda que era casi un rugido.
Ante tanta ferocidad Jaime no tuvo más remedio que echarse a reír.
«Es como un mastín con tetas —pensó—. O lo sería, de tener tetas.»
—Entonces protegedme, moza. O liberadme para que pueda protegerme a mí mismo.
La galera, una gran libélula de madera, se deslizaba a toda velocidad río abajo. El agua en torno a ella se tornaba blanca ante la furia de los remos. Acortaba distancias de manera visible y, a medida que se aproximaba, los hombres se agrupaban en la cubierta de proa. En las manos se les veían destellos metálicos y Jaime alcanzó a distinguir los arcos.
«Arqueros.» Detestaba a los arqueros.
En la proa de la galera se hallaba de pie un hombre robusto de cabeza calva, cejas muy pobladas y brazos musculosos. Sobre la cota llevaba un jubón blanco manchado, con un sauce llorón bordado en verde pálido, pero se sujetaba la capa con un broche en forma de trucha plateada.
«El capitán de la guardia de Aguasdulces.» En su día, Ser Robin Ryger había sido un luchador de notable tenacidad, pero su tiempo había pasado, tenía la misma edad que Hoster Tully y había envejecido junto a su señor.
Cuando los botes estaban a cuarenta metros de distancia, Jaime ahuecó las manos en torno a la boca para que se le oyera mejor.
—¿Venís a desearme buenos vientos, Ser Robin?
—Vengo a llevarte de vuelta, Matarreyes —vociferó a su vez Ser Robin Ryger—. ¿Cómo has perdido tu cabellera dorada?
—Espero cegar a mis enemigos con el brillo de mi calva. Con vos ha funcionado bastante bien.
Ser Robin no parecía divertido. La distancia entre el esquife y la galera disminuyó a treinta y cinco metros.
—Soltad los remos y tirad vuestras armas al río, y nadie resultará herido.
—Jaime, dile que nos ha liberado Lady Catelyn... —dijo Ser Cleos volviéndose—. Un intercambio de prisioneros, algo permitido por la ley...
Jaime lo dijo, pero no sirvió de nada.
—Catelyn Stark no manda en Aguasdulces —gritó Ser Robin en respuesta. Cuatro arqueros formaron a cada uno de sus lados, dos de pie y dos de rodillas—. Tirad vuestras espadas al agua.
—No tengo espada —replicó Jaime—, pero si la tuviera, te la clavaría en las tripas y les rebanaría las pelotas a esos cuatro cobardes.
Le respondieron con varios flechazos. Uno se clavó en el mástil, otros dos atravesaron la vela y el cuarto pasó a un palmo de Jaime.
Otro de los anchos recodos del Forca Roja apareció delante de ellos. Brienne ladeó el esquife en la curva. La verga osciló cuando giraron, y la vela chasqueó al llenarse de viento. Había una isla grande en mitad de la corriente; el canal principal iba por su derecha. A la izquierda había un atajo que pasaba entre la isla y los altos acantilados de la ribera norte. Brienne movió el timón y el esquife viró a la izquierda, con la vela tremolando. Jaime le observó los ojos.
«Ojos bonitos y serenos —pensó. Sabía interpretar la mirada de una persona y sabía qué aspecto tenía el miedo—. Está llena de decisión, no de desesperación.»
A veinticinco metros por detrás de ellos, la galera entraba en el recodo.
—Ser Cleos, tomad el timón —ordenó la moza—. Matarreyes, coged un remo y mantenednos lejos de las rocas.
—Como ordene mi señora.
Un remo no era una espada, pero la pala podía romperle la cara a un hombre si el golpe llevaba suficiente impulso, y la caña serviría para detener una estocada.
Ser Cleos puso el remo en la mano de Jaime y se trasladó a popa. Cruzaron la punta de la isla y giraron bruscamente hacia el atajo, salpicando la pared del risco cuando el bote se inclinó. La isla estaba cubierta por un denso bosque, una maraña de sauces, robles y altos pinos cuyas sombras oscuras se proyectaban sobre la corriente y escondían los escollos y los troncos podridos de árboles hundidos. A babor, el risco se alzaba abrupto y rocoso, y al pie del mismo el río cubría con una espuma blanca los peñones y trozos de roca que habían caído al agua.
Pasaron de la luz solar a la sombra, escondidos de la vista de la galera por el muro de vegetación que formaban los árboles y el peñón color pardo grisáceo.
«Un respiro momentáneo ante las flechas», pensó Jaime, empujando para apartarse de una roca casi sumergida.
El esquife se sacudió. Oyó algo que caía al río y cuando miró a su alrededor Brienne no estaba. Un instante después la vio salir del agua en la base del peñasco. Atravesó un charco poco profundo, trepó por algunas rocas y comenzó a ascender. Ser Cleos, boquiabierto, la miraba con los ojos como platos.
«Idiota», pensó Jaime.
—Olvídate de la moza —le dijo a su primo—. Ocúpate del timón.
Podían ver la vela que se movía al otro lado de los árboles. La galera fluvial apareció a la entrada del atajo, a unos veinte metros por detrás de ellos. Su proa osciló bruscamente cuando la nave giró, y volaron cinco o seis flechas, pero todas cayeron lejos. El movimiento de las dos naves causaba dificultades a los arqueros, pero Jaime era consciente de que muy pronto aprenderían a compensarlo. Brienne estaba a medio camino en la cara del acantilado, subía de asidero en asidero.