Read Trafalgar Online

Authors: Benito Pérez Galdós

Tags: #Clásico, #Histórico

Trafalgar (21 page)

BOOK: Trafalgar
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—Pues en las guerras de la República francesa —dijo un oficial andaluz que quería confundir a D. José María—, se estableció que en las ambulancias de los heridos fuese un cuerpo de baile completo y una compañía de ópera, y con esto se ahorraron los médicos y boticarios, pues con un par de arias y dos docenas de trenzados en sexta se quedaban todos como nuevos.

—¡Alto ahí! —exclamó Malespina—. Esa es grilla, caballerito. ¿Cómo puede ser que con música y baile se curen las heridas?

—Usted lo ha dicho.

—Sí; pero eso no ha pasado más que una vez, ni es fácil que vuelva a pasar. ¿Es acaso probable que vuelva a haber una guerra como la del Rosellón, la más sangrienta, la más hábil, la más estratégica que ha visto el mundo desde Epaminondas? Claro es que no; pues allí todo fue extraordinario, y puedo dar fe de ello, que la presencié desde el
Introito
hasta el
Ite misa est
. A aquella guerra debo mi conocimiento de la artillería; ¿usted no ha oído hablar de mí? Estoy seguro de que me conocerá de nombre. Pues sepa usted que aquí traigo en la cabeza un proyecto grandioso, y tal que si algún día llega a ser realidad, no volverán a ocurrir desastres como éste del 21. Sí, señores —añadió mirando con gravedad y suficiencia a los tres o cuatro oficiales que le oían—: es preciso hacer algo por la patria; urge inventar algo sorprendente, que en un periquete nos devuelva todo lo perdido y asegure a nuestra marina la victoria por siempre jamás amén.

—A ver, Sr. D. José María —dijo un oficial—; explíquenos usted cuál es su invento.

—Pues ahora me ocupo del modo de construir cañones de a 300.

—¡Hombre, de a 300! —exclamaron los oficiales con aspavientos de risa y burla—. Los mayores que tenemos a bordo son de 36.

—Esos son juguetes de chicos. Figúrese usted el destrozo que harían esas piezas de 300 disparando sobre la escuadra enemiga —dijo Malespina—. Pero ¿qué demonios es esto? —añadió agarrándose para no rodar por el suelo, pues los balanceos del
Rayo
eran tales que muy difícilmente podía uno tenerse derecho.

—El vendaval arrecia y me parece que esta noche no entramos en Cádiz», dijo un oficial retirándose.

Quedaron sólo dos, y el mentiroso continuó su perorata en estos términos:

«Lo primero que habría que hacer era construir barcos de 95 a 100 varas de largo.

—¡Caracoles! ¿Sabe usted que la lanchita sería regular? —indicó un oficial—. ¡Cien varas! El
Trinidad
, que santa gloria haya, tenía setenta, y a todos parecía demasiado largo. Ya sabe usted que viraba mal, y que todas las maniobras se hacían en él muy difícilmente.

—Veo que usted se asusta por poca cosa, caballerito —prosiguió Malespina—. ¿Qué son 100 varas? Aún podrían construirse barcos mucho mayores. Y he de advertir a ustedes que yo los construiría de hierro.

—¡De hierro! —exclamaron los dos oyentes sin poder contener la risa.

—De hierro, sí. ¿Por ventura no conoce usted la ciencia de la hidrostática? Con arreglo a ella, yo construiría un barco de hierro de 7.000 toneladas.

—¡Y el
Trinidad
no tenía más que 4.000! —indicó un oficial—, lo cual parecía excesivo. ¿Pero no comprende usted que para mover esa mole sería preciso un aparejo tan colosal, que no habría fuerzas humanas capaces de maniobrar en él?

—¡Bicoca!… ¡Oh!, señor marino, ¿y quién le dice a usted que yo sería tan torpe que moviera ese buque por medio del viento? Usted no me conoce. Si supiera usted que tengo aquí una idea… Pero no quiero explicársela a ustedes, porque no me entenderían».

Al llegar a este punto de su charla, D. José María dio tal tumbo que se quedó en cuatro pies. Pero ni por esas cerró el pico. Marchóse otro de los oficiales, y quedó sólo uno, el cual tuvo que seguir sosteniendo la conversación.

«¡Qué vaivenes! —continuó diciendo el viejo—. No parece sino que nos vamos a estrellarcontra la costa… Pues bien: como dije, yo movería esa gran mole de mi invención por medio del… ¿A que no lo adivina usted?… Por medio del vapor de agua. Para esto se construiría una máquina singular, donde el vapor, comprimido y dilatado alternativamente dentro de dos cilindros, pusiera en movimiento unas ruedas… pues…».

El oficial no quiso oír más; y aunque no tenía puesto en el buque, ni estaba de servicio, por ser de los recogidos, fue a ayudar a sus compañeros, bastante atareados con el creciente temporal. Malespina se quedó solo conmigo, y entonces creí que iba a callar por no juzgarme persona a propósito para sostener la conversación. Pero mi desgracia quiso que él me tuviera en más de lo que yo valía, y la emprendió conmigo en los siguientes términos:

«¿Usted comprende bien lo que quiero decir? Siete mil toneladas, el vapor, dos ruedas… pues.

—Sí, señor, comprendo perfectamente —contesté a ver si se callaba, pues ni tenía humor de oírle, ni los violentos balances del buque, anunciando un gran peligro, disponían el ánimo a disertar sobre el engrandecimiento de la marina.

—Veo que usted me conoce y se hace cargo de mis invenciones —continuó él—. Ya comprenderá que el buque que imagino sería invencible, lo mismo atacando que defendiendo. Él solo habría derrotado con cuatro o cinco tiros los treinta navíos ingleses.

—¿Pero los cañones de éstos no le harían daño también? —manifesté con timidez, arguyéndole más bien por cortesía que porque el asunto me interesase.

—¡Oh! La observación de usted, caballerito, es atinadísima, y prueba que comprende y aprecia las grandes invenciones. Para evitar el efecto de la artillería enemiga, yo forraría mi barco con gruesas planchas de acero; es decir, le pondría una coraza, como las que usaban los antiguos guerreros. Con este medio, podría atacar, sin que los proyectiles enemigos hicieran en sus costados más efecto que el que haría una andanada de bolitas de pan, lanzadas por la mano de un niño. Es una idea maravillosa la que yo he tenido. Figúrese usted que nuestra nación tuviera dos o tres barcos de esos. ¿Dónde iría a parar la escuadra inglesa con todos sus Nelsones y Collingwoodes?

—Pero en caso de que se pudieran hacer aquí esos barcos —dije yo con viveza, conociendo la fuerza de mi argumento—, los ingleses los harían también, y entonces las proporciones de la lucha serían las mismas».

D. José María se quedó como alelado con esta razón, y por un instante estuvo perplejo, sin saber qué decir; mas su vena inagotable no tardó en sugerirle nuevas ideas, y contestó con mal humor:

«¿Y quién le ha dicho a usted, mozalbete atrevido, que yo sería capaz de divulgar mi secreto? Los buques se fabricarían con el mayor sigilo y sin decir palotada a nadie. Supongamos que ocurría una nueva guerra. Nos provocaban los ingleses, y les decíamos: «Sí, señor, pronto estamos; nos batiremos». Salían al mar los navíos ordinarios, empezaba la pelea, y a lo mejor cátate que aparecen en las aguas del combate dos o tres de esos monstruos de hierro, vomitando humo y marchando acá o allá sin hacer caso del viento; se meten por donde quieren, hacen astillas con el empuje de su afilada proa a los barcos contrarios, y con un par de cañonazos… figúrese usted, todo se acababa en un cuarto de hora».

No quise hacer más objeciones, porque la idea de que corríamos un gran peligro me impedía ocupar la mente con pensamientos contrarios a los propios de tan crítica situación. No volví a acordarme más del formidable buque imaginario, hasta que treinta años más tarde supe la aplicación del vapor a la navegación, y más aún, cuando al cabo de medio siglo vi en nuestra gloriosa fragata
Numancia
la acabada realización de los estrafalarios proyectos del mentiroso de Trafalgar.

Medio siglo después me acordé de D. José María Malespina, y dije: «Parece mentira que las extravagancias ideadas por un loco o un embustero lleguen a ser realidades maravillosas con el transcurso del tiempo».

Desde que observé esta coincidencia, no condeno en absoluto ninguna utopía, y todos los mentirosos me parecen hombres de genio.

Dejé a D. José María para ver lo que pasaba, y en cuanto puse los pies fuera de la cámara, me enteré de la comprometida situación en que se encontraba el
Rayo
. El vendaval, no sólo le impedía la entrada en Cádiz, sino que le impulsaba hacia la costa, donde encallaría de seguro, estrellándose contra las rocas. Por mala que fuera la suerte del
Santa Ana
, que habíamos abandonado, no podía ser peor que la nuestra. Yo observé con afán los rostros de oficiales y marineros, por ver si encontraba alguno que indicase esperanza; pero, por mi desgracia, en todos vi señales de gran desaliento. Consulté el cielo, y lo vi pavorosamente feo; consulté la mar, y la encontré muy sañuda: no era posible volverse más que a Dios, ¡y Éste estaba tan poco propicio con nosotros desde el 21!…

El
Rayo
corría hacia el Norte. Según las indicaciones que iban haciendo los marineros, junto a quienes estaba yo, pasábamos frente al banco de Marrajotes, de Hazte Afuera, de Juan Bola, frente al Torregorda, y, por último, frente al castillo de Cádiz. En vano se ejecutaron todas las maniobras necesarias para poner la proa hacia el interior de la bahía. El viejo navío, como un corcel espantado, se negaba a obedecer; el viento y el mar, que corrían con impetuosa furia de Sur a Norte, lo arrastraban, sin que la ciencia náutica pudiese nada para impedirlo.

No tardamos en rebasar de la bahía. A nuestra derecha quedó bien pronto Rota, Punta Candor, Punta de Meca, Regla y Chipiona. No quedaba duda de que el
Rayo
iba derecho a estrellarse inevitablemente en la costa cercana a la embocadura del Guadalquivir. No necesito decir que las velas habían sido cargadas, y que no bastando este recurso contra tan fuerte temporal, se bajaron también los masteleros. Por último, también se creyó necesario picar los palos, para evitar que el navío se precipitara bajo las olas. En las grandes tempestadesel barco necesita achicarse, de alta encina quiere convertirse en humilde hierba, y como sus mástiles no pueden plegarse cual las ramas de un árbol, se ve en la dolorosa precisión de amputarlos, quedándose sin miembros por salvar la vida.

La pérdida del buque era ya inevitable. Picados los palos mayor y de mesana, se le abandonó, y la única esperanza consistía en poderlo fondear cerca de la costa, para lo cual se prepararon las áncoras, reforzando las amarras. Disparó dos cañonazos para pedir auxilio a la playa ya cercana, y como se distinguieran claramente algunas hogueras en la costa, nos alegramos, creyendo que no faltaría quien nos diera auxilio. Muchos opinaron que algún navío español o inglés había encallado allí, y que las hogueras que veíamos eran encendidas por la tripulación náufraga. Nuestra ansiedad crecía por momentos; y respecto a mí, debo decir que me creí cercano a un fin desastroso. Ni ponía atención a lo que a bordo pasaba, ni en la turbación de mi espíritu podía ocuparme más que de la muerte, que juzgaba inevitable. Si el buque se estrellaba, ¿quién podía salvar el espacio de agua que le separaría de la tierra? El lugar más terrible de una tempestad es aquel en que las olas se revuelven contra la tierra, y parece que están cavando en ella para llevarse pedazos de playa al profundo abismo. El empuje de la ola al avanzar y la violencia con que se arrastra al retirarse son tales, que ninguna fuerza humana puede vencerlos.

Por último, después de algunas horas de mortal angustia, la quilla del
Rayo
tocó en un banco de arena y se paró. El casco todo y los restos de su arboladura retemblaron un instante: parecía que intentaban vencer el obstáculo interpuesto en su camino; pero éste fue mayor, y el buque, inclinándose sucesivamente de uno y otro costado, hundió su popa, y después de un espantoso crujido, quedó sin movimiento.

Todo había concluido, y ya no era posible ocuparse más que de salvar la vida, atravesando el espacio de mar que de la costa nos separaba. Esto pareció casi imposible de realizar en las embarcaciones que a bordo teníamos; mas había esperanzas de que nos enviaran auxilio de tierra, pues era evidente que la tripulación de un buque recién naufragado vivaqueaba en ella, y no podía estar lejos alguna de las balandras de guerra cuya salida para tales casos debía haber dispuesto la autoridad naval de Cádiz… El
Rayo
hizo nuevos disparos, y esperamos socorros con la mayor impaciencia, porque, de no venir pronto, pereceríamos todos con el navío. Este infeliz inválido, cuyo fondo se había abierto al encallar, amenazaba despedazarse por sus propias convulsiones, y no podía tardar el momento en que, desquiciada la clavazón de algunas de sus cuadernas, quedaríamos a merced de las olas, sin más apoyo que el que nos dieran los desordenados restos del buque.

Los de tierra no podían darnos auxilio; pero Dios quiso que oyera los cañonazos de alarma una balandra que se había hecho a la mar desde Chipiona, y se nos acercó por la proa, manteniéndose a buena distancia. Desde que avistamos su gran vela mayor vimos segura nuestra salvación, y el comandante del
Rayo
dio las órdenes para que el trasbordo se verificara sin atropello en tan peligrosos momentos.

Mi primera intención, cuando vi que se trataba de trasbordar, fue correr al lado de las dos personas que allí me interesaban: el señorito Malespina y Marcial, ambos heridos, aunque el segundo no lo estaba de gravedad. Encontré al oficial de artillería en bastante mal estado, y decía a los que le rodeaban:

«No me muevan; déjenme morir aquí».

Marcial había sido llevado sobre cubierta, y yacía en el suelo con tal postración y abatimiento, que me inspiró verdadero miedo su semblante. Alzó la vista cuando me acerqué a él, y tomándome la mano, dijo con voz conmovida:

«Gabrielillo, no me abandones.

—¡A tierra! ¡Todos vamos a tierra!», exclamé yo procurando reanimarle; pero él, moviendo la cabeza con triste ademán, parecía presagiar alguna desgracia.

Traté de ayudarle para que se levantara; pero después del primer esfuerzo, su cuerpo volvió a caer exánime, y al fin dijo: «No puedo».

Las vendas de su herida se habían caído, y en el desorden de aquella apurada situación no encontró quien se las aplicara de nuevo. Yo le curé como pude, consolándole con palabras de esperanza; y hasta procuré reír ridiculizando su facha, para ver si de este modo le reanimaba. Pero el pobre viejo no desplegó sus labios; antes bien inclinaba la cabeza con gesto sombrío, insensible a mis bromas lo mismo que a mis consuelos.

Ocupado en esto, no advertí que había comenzado el embarque en las lanchas. Casi de los primeros que a ellas bajaron fueron D. José María Malespina y su hijo. Mi primer impulso fue ir tras ellos siguiendo las órdenes de mi amo; pero la imagen del marinero herido y abandonado me contuvo. Malespina no necesitaba de mí, mientras que Marcial, casi considerado como muerto, estrechaba con su helada mano la mía, diciéndome: «Gabriel, no me abandones».

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