—Ellis no volverá a ser visto con vida.
—¡Dios mío! —gritó Cartwright—. ¡Es una pesadilla, es algo incomprensible!
—Al contrario, es sumamente lógico.
—¿Está usted seguro?
—¡Claro que sí! Yo tengo un espíritu sereno, metódico.
—No le comprendo.
Satterthwaite miró con curiosidad al detective.
—¿Puede decirme qué clase de espíritu es el mío? —preguntó sir Charles un poco molesto.
—El suyo es un espíritu de actor, sir Charles, creador y original, por lo cual ve en todo valores dramáticos. El del señor Satterthwaite es de espectador: observa los caracteres, sabe adaptarse al ambiente. Pero el mío es más prosaico, más vulgar, ve las cosas sin escenografías dramáticas ni candilejas.
—Lo que quiere decir es que debemos dejarle a solas.
—Sí, esa es la idea: durante veinticuatro horas.
—Mucha suerte, pues, y buenas noches.
Mientras bajaban por la escalera, Cartwright le dijo al señor Satterthwaite en un tono desabrido:
—Este hombre se tiene en demasiado buen concepto.
Satterthwaite sonrió. Le duele que otro acapare toda la atención, pensó.
—¿Qué quería usted decir con aquello de que tenía otras cosas que hacer, sir Charles? —preguntó.
En el rostro del actor reapareció la misma tímida expresión que cuando en Hanover Square esperaba los aplausos del público, expresión que Satterthwaite conocía muy bien.
—Pues... ¡ejem! La señorita Egg y yo...
—¡Hombre, le felicito!
—Claro que le llevo bastantes años.
—¡Ella es quien tiene la última palabra, y si ella no le da importancia...!
—Es usted muy amable, Satterthwaite. Se me había metido en la cabeza que estaba enamorada de Oliver Manders.
—No sé qué pudo hacerle creer eso.
—De todos modos, no lo estaba —terminó sir Charles con convicción.
Poirot no llegó a gozar de las veinticuatro horas de aislamiento que había pedido.
A las once y veinte de la mañana siguiente, Egg entró sin anunciarse. Para su sorpresa, encontró al gran detective entretenido en construir un castillo de naipes. Su rostro mostró un desprecio tan profundo, que Poirot no pudo por menos que defenderse.
—No crea usted, mademoiselle, que a mis años me he vuelto un chiquillo. Levantar castillos de naipes ha sido siempre para mi espíritu un poderoso estimulante. Es una vieja costumbre. Lo primero que he hecho esta mañana ha sido salir a comprar una baraja. Desgraciadamente, cometí un error y no compré una baraja de verdad. Pero, para el caso, ya me sirven.
Egg miró con más atención el castillo que se elevaba sobre la mesa y se echó a reír.
—¡Por Dios! Si le han dado «La familia feliz».
—¿Qué es eso de «La familia feliz»?
—Un juego de niños.
—También sirve para hacer castillos.
Egg cogió algunas de las cartas que estaban encima de la mesa y las miró con cariño.
—El señor Bun, el hijo de los panaderos, un personaje que siempre me ha sido simpático. ¡Ah! Aquí está la señora Mug, la esposa del lechero. Esa debo de ser yo.
—¿Por qué?
—Por el nombre.
Egg se echó a reír ante el asombro de Poirot y le explicó lo del verdadero nombre de sir Charles y su compromiso. Cuando terminó, el detective dijo:
—Entonces era a eso a lo que se refería él la otra noche. Sí, claro, Mugg es un nombre muy feo y muy vulgar. Es lógico que lo cambiara por otro. No creo que a usted le gustara llamarse señora Mugg.
—Bueno, deséeme mucha felicidad —dijo Egg.
—Le deseo la verdadera felicidad, mademoiselle. No la felicidad breve de la juventud, sino la felicidad duradera, la felicidad construida sobre una roca.
—Le diré a sir Charles que le ha llamado usted roca. Y ahora, vayamos al objeto de mi visita. He estado reflexionando sobre el recorte de periódico que se le cayó de la cartera a Oliver. Ya sabe usted que la señorita Wills lo cogió y se lo devolvió. Estoy segura de que aquel recorte no estuvo nunca en su cartera. Seguramente se le caería algún papel y ella lo cambió por el artículo de la nicotina.
—¿Por qué iba a hacer eso, mademoiselle?
—Pues porque quería desprenderse de ese papel comprometedor.
—¿Quiere usted decir con eso que ella es la criminal?
—Sí.
—¿Qué motivo podría tener?
—No me lo pregunte a mí, tal vez sea una perturbada. A veces, personas que parecen inteligentes y normales están locas. No veo otra razón. En realidad, no veo motivo alguno.
—Sin duda, este es el desafío. Yo mismo me pregunto infinidad de veces ¿qué motivo hubo para que asesinaran al señor Babbington? Cuando logre contestar satisfactoriamente a esta pregunta, el caso estará resuelto.
—¿No cree usted que se trata de la obra de un loco?
—No, mademoiselle, no se trata de locura alguna, por lo menos en el sentido que usted le da. Existe un motivo y es necesario descubrirlo.
—Bueno, ¡adiós! Siento mucho haberle distraído, pero me asaltó de pronto la idea de venir a verlo. Tengo que darme prisa. He de ir con Charles al ensayo de
El perrito que reía
. Es la obra que la señorita Wills escribió ex profeso para Angela Sutcliffe. Se estrena esta noche.
—
Mon Dieu!
—¿Qué le pasa? ¿Ha ocurrido algo?
—¡Ya lo creo! ¡Una idea, una idea magnífica! ¡He estado ciego... ciego...!
Egg se quedó mirándolo. Poirot la cogió por los hombros.
—Cree que estoy loco, ¿verdad? No. He oído perfectamente lo que usted ha dicho. Ahora vaya al ensayo de
El perrito que reía
, obra escrita para la señorita Sutcliffe. Váyase usted al teatro y no haga caso de lo que he dicho.
Egg se marchó, sin tenerlas todas consigo. Una vez solo, Poirot se puso a pasear por la habitación. Sus ojos brillaban como los de un gato.
—
Mais oui
, ¡esto lo explica todo! Un motivo muy curioso, un motivo como no había encontrado nunca y, sin embargo, lógico, muy natural, dadas las circunstancias. De todos modos, es un caso muy curioso.
Se acercó a la mesa, donde todavía seguía en pie el castillo de cartas y lo derrumbó de un manotazo.
—No necesito ya para nada «La familia feliz». El problema está resuelto. Ahora debo actuar.
Cogió el sombrero y el abrigo, bajó corriendo las escaleras, paró un taxi y dio al conductor la dirección de sir Charles.
El portero no estaba, había subido en el ascensor con un inquilino. Poirot subió la escalera. En el momento en que llegaba frente a la puerta del piso de sir Charles, esta se abrió y la señorita Milray apareció en el umbral.
Al ver a Poirot, se sobresaltó.
—¿Usted?
—Yo.
Enfin, moi!
—No encontrará usted a sir Charles. Ha ido al teatro Babylon con la señorita Lytton Gore.
—No, no venía a ver a sir Charles. Venía a buscar mi bastón. Creo que lo dejé aquí hace unos días.
—Ah, bien. Entonces, si quiere usted llamar, Temple le dirá si lo ha encontrado. Siento no poder entretenerme más con usted, pero debo coger el tren para ir a Kent a ver a mi madre.
—Comprendo, comprendo. No se entretenga por mí, mademoiselle.
Se hizo a un lado y la señorita Milray bajó corriendo la escalera. En la mano llevaba un maletín.
En cuanto ella hubo desaparecido, Poirot pareció olvidarse de lo que le había llevado allí. En lugar de llamar, dio media vuelta y bajó a su vez la escalera. Llegó a la puerta de la calle en el preciso momento en que la señorita Milray subía a un taxi. Otro taxi se acercaba. Poirot le hizo una seña y ordenó al taxista que siguiera al otro coche.
El rostro del detective no expresó la menor sorpresa cuando el primer taxi se dirigió hacia el norte y se detuvo finalmente en la estación de Paddington, aunque Paddington no era la estación indicada para coger el tren a Kent. Poirot se acercó a la taquilla y pidió un billete de ida y vuelta para Loomouth. El tren salía cinco minutos más tarde. Poirot se acomodó en un rincón de su compartimiento de primera, bien arrebujado en su abrigo porque hacía mucho frío.
Llegaron a Loomouth más o menos a las cinco. Empezaba a oscurecer. Fuera de la vista de la señorita Milray, oyó que el jefe de estación la saludaba.
—¿Usted por aquí, señorita? No la esperábamos. ¿Es que vuelve sir Charles?
—He venido solo por un día. Mañana por la mañana me iré otra vez. Vengo a recoger algunas cosas. No, no necesito ningún coche, gracias. Iré por el camino del acantilado.
Había oscurecido aún más. La señorita Milray subía deprisa por el serpenteante sendero. Poirot la seguía a bastante distancia, sigilosamente, sin hacer el menor ruido. Cuando la mujer llegó a Crow's Nest, sacó una llave del bolso y abrió la puerta, dejándola entreabierta. A los pocos minutos, volvió a salir. Llevaba en la mano una llave herrumbrosa y una linterna. Poirot se escondió detrás de un arbusto.
La señorita Milray dio la vuelta a la casa y subió por un empinado sendero. Poirot la siguió. Por fin, la secretaria se detuvo ante una vieja y destartalada torre de piedra, como las que se encuentran a lo largo de aquellas costas. El aspecto exterior era humilde y abandonado. Sin embargo, había una cortina en la sucia ventana. La señorita Milray abrió una recia puerta de madera.
La llave giró con un lúgubre chirrido. La puerta crujió al abrirse. La señorita Milray encendió la linterna y entró.
Poirot avivó el paso y, a su vez, entró en la torre sin hacer ningún ruido. La luz de la linterna de la señorita Milray se deslizaba sobre varias retortas de cristal, un mechero Bunsen y otros aparatos.
La secretaria había cogido una barra de hierro y, en el momento en que la levantaba sobre las retortas de cristal, una mano la contuvo. Se volvió, a la vez que lanzaba un grito.
—No puede usted hacer eso, mademoiselle —dijo Poirot—. Lo que intenta usted destruir es una prueba importantísima.
Poirot estaba sentado en un sillón. Todas las luces de la habitación estaban apagadas, excepto una lámpara de pantalla rosada que proyectaba su suave luz sobre el detective. Había algo simbólico en aquella escena. Sir Charles, Satterthwaite y Egg, que componían el auditorio, se encontraban en la penumbra.
El belga hablaba muy despacio, pues parecía dirigirse más a sí mismo que a sus oyentes.
—Reconstruir el crimen es lo primero que intenta hacer todo detective. Para reconstruirlo, es preciso ir colocando detalle sobre detalle, igual que se coloca una carta sobre otra cuando se trata de construir un castillo de naipes. Si los detalles no se acoplan bien, hay que empezar de nuevo el castillo o, de lo contrario, se derrumbará.
»Como dije el otro día, hay tres tipos diferentes de mentes: primero, están las dramáticas, las mentes productivas que ven de antemano los resultados que se pueden obtener con materiales adquiridos mediante sus observaciones, así como las que reaccionan fácilmente ante los sucesos dramáticos. Después, están los jóvenes románticos y, por último, la mente prosaica, la que no sabe ver el mar azul y la dorada mimosa de un decorado, porque no es capaz de sustraerse a la idea de que aquello es tan solo papel pintado.
»Voy, pues,
mes amis
, al asesinato de Stephen Babbington, ocurrido el pasado agosto. Aquella noche, sir Charles sugirió la posibilidad de que el clérigo hubiese sido asesinado. Yo no estuve de acuerdo. No creía, en primer lugar, que se pudiera asesinar a un hombre como Stephen Babbington. Y, segundo, que fuese factible administrar un veneno a una persona determinada en las condiciones en las que se había hecho aquella noche.
»Reconozco que sir Charles tenía razón y que yo estaba equivocado. Estaba equivocado porque miraba el crimen desde un punto de vista completamente falso. Hace solo veinticuatro horas que he descubierto cómo debía enfocarse. Se lo contaré y verán cómo el asesinato de Babbington es lógico y posible.
»Pero, de momento, dejaremos esto y recorrerán paso a paso el mismo sendero que yo he recorrido. La muerte del clérigo Babbington es el primer acto de nuestro drama. En este caso, cayó el telón cuando todos salimos de Crow's Nest.
»Lo que yo llamo el segundo acto empezó en Montecarlo, cuando Satterthwaite me enseñó la noticia de la muerte de sir Bartholomew. Aquello demostraba claramente que yo estaba equivocado y que sir Charles tenía razón. Babbington y Strange habían sido asesinados y los dos asesinatos formaban parte de un mismo plan. Más tarde, un tercer crimen completó la serie: el asesinato de la señora de Rushbridger. Por lo tanto, lo que necesitamos es una teoría razonable que relacione las tres muertes. Los tres crímenes fueron cometidos por la misma persona, quien, por fuerza, tenía que beneficiarse con ellos.
»Debo decir que lo que más me extrañaba era que la muerte del médico ocurriese después de la del clérigo. El análisis de las tres muertes, sin hacer distinciones de tiempo ni de lugar, parecía indicar que el asesinato de sir Bartholomew era lo que se podría llamar el más importante o principal, y que los otros dos eran secundarios, el efecto de las relaciones que existiesen entre esas personas y sir Bartholomew. Sin embargo, como les dije antes, los crímenes no se presentan como uno quisiera. Primero murió Babbington y, algún tiempo después, Strange. Lo más lógico era, por tanto, que el segundo crimen fuese una consecuencia del primero y, por consiguiente, tendríamos que examinar el primero para hallar la clave de los tres.
»Sin embargo, me sentía inclinado hacia la posibilidad de que se hubiera producido una equivocación. ¿No sería acaso a sir Bartholomew a quien se deseaba envenenar en Crow's Nest y la muerte de Babbington era solo el resultado de un error? Pero me vi forzado a abandonar aquella idea. Cualquiera que conociese un poco más íntimamente a sir Bartholomew debía saber que no le gustaban los cócteles.
»Otra posibilidad: ¿se quería envenenar acaso a otro invitado y no al párroco? No conseguí encontrar ninguna prueba que confirmara esta suposición. Me vi obligado, pues, a aceptar la conclusión de que era a Babbington a quien se intentó asesinar, pero enseguida tropecé con un obstáculo: la aparente imposibilidad de llevar a buen término ese propósito.
»Uno puede empezar una investigación con cualquier hipótesis. Suponiendo que Stephen Babbington hubiera bebido un cóctel envenenado, ¿quién tuvo la oportunidad de envenenarlo? A primera vista, me pareció que solo dos personas podían haber hecho aquello (las que manejaron las copas) y eran sir Charles Cartwright y la camarera Temple. Pero aunque cualquiera de ellos tuvo opción de introducir el veneno en la copa, ninguno de los dos tuvo la oportunidad de dirigir esa copa en particular a la mano del señor Babbington. Temple tal vez lo hubiera podido hacer tendiéndole hábilmente la bandeja. No es fácil, pero era factible. Sir Charles también lo hubiera podido hacer cogiendo la copa en cuestión y entregándosela. Pero nada de eso ocurrió. Parecía como si la casualidad, y nada más que la casualidad, hubiera puesto aquella copa en manos de Babbington.