Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles (16 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: Tras la máscara del Coyote / El Diablo en Los Angeles
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—¡Déjate de mentiras! —Protestó el fraile—. Ya sabes que tú eres incapaz de acordarte de nada que no convenga recordar. ¿Por qué te ha convenido acordarte de que hace años cumplí contigo los deberes que Dios nos impone?

—Me salvó la vida, hermano —insistió Mariñas—. Si usted no les dice a aquellos rurales tejanos que no había visto al
Diablo
, me hubiesen cazado. Fue una inteligente mentira. Usted se refería al otro, a ese pobre que se asa en el infierno.

—Adonde tú irás el día en que mueras —dijo fray Andrés—. Y en cuanto a lo de que te salvé la vida, lo que yo hice, en realidad, fue salvar la vida a tres o cuatro de aquellos rurales, que hubieran muerto a tus manos.

—A pesar de todo, yo le agradezco su favor. Se lo he dicho muchas veces. Y si usted hubiera sido más listo habría aceptado el dinero que yo le ofrecía para que levantase una iglesia nueva en Los Ángeles.

—El dinero robado no es el mejor para levantar casas de Dios.

—¿Se lo ha dicho Él, hermano? —Preguntó Mariñas—. No. No se lo ha dicho. No se lo puede decir, porque Dios limpia con su bendición hasta el dinero más sucio…

—Mariñas, no me quieras dar lecciones teológicas, porque de eso entiendo más que tú —cortó fray Andrés—. Tú has venido a esta ciudad con una mala intención que yo albergo en mi casa, aunque no debiera hacerlo.

—No traigo malas intenciones, hermano —insistió Mariñas—. Le aseguro que son buenas.

—No lograrás convencerme, Mariñas; pero, en fin, confiemos en que tus propósitos no sean tan malos como yo temo.

En aquel instante se oyó una llamada en la puerta de la calle. Fray Andrés miró, alarmado, a Mariñas, que, de un felino salto, se colocó junto a la silla, de donde recogió su cinturón canana para ceñírselo a la cintura. De nuevo sonó la llamada, sin que fray Andrés se atreviera a moverse.

—Vaya a abrir, hermano —dijo
El Diablo
, acariciando con las palmas de las manos las curvadas culatas de sus revólveres—. Vaya a abrir y prepare bendiciones e indulgencias.

—No seas loco, Mariñas —pidió el franciscano—. No conviertas esta casa en un campo de batalla y en un escenario de crímenes.

—Alguien ha dado el soplo de que yo estoy aquí, hermano. Usted no ha sido; pero yo sabré quién lo ha hecho. Antes de que me cojan…

Fray Andrés había ido ya a la ventana que daba a la calle y Mariñas se irrumpió al advertir el alivio que se reflejaba en su rostro.

—Es un criado de don Goyo —se apresuró a decir el franciscano—. No vienen a buscarte. Escóndete en mi alcoba. Puede que tenga que hacerle subir aquí. No comprendo a qué puede venir a estas horas de la mañana. Confío en que no haya ocurrido nada grave.

La expresión del
Diablo
se hizo más dura; pero fray Andrés no lo advirtió, porque ya estaba bajando la empinada escalera que conducía a la puerta de la calle.

Un momento más tarde el franciscano volvía a entrar en la salita acompañado por uno de los criados de don Goyo, que traía una carta en la mano. Fray Andrés tomó aquella carta y la leyó cuidadosamente. Cuando hubo terminado, clamó:

—¡No es posible!

El criado le miró con expresión de quien no sabe nada y, por lo tanto, no puede aportar ninguna explicación ni sugerencia.

—¡De ninguna de las maneras! —Insistió fray Andrés—. Ese hombre está loco. ¡Celebrar la boda con estas prisas! ¿Qué va a pensar la gente?

El criado persistió en su actitud de que él no sabía nada. Sin embargo, se permitió recordar.

—Si don Goyo quiere que eso se haga…

—Tendrá que hacerse, ¿no? —gritó fray Andrés.

El hombre asintió con la cabeza.

—Está bien —refunfuñó el fraile—. Tendrá que hacerse. Y vale más hacerlo por las buenas que tener que ceder por las malas. Bien; dile que a las diez y media estén todos en la iglesia de Nuestra Señora. Ya encontraremos una solución. Al fin y al cabo, si él se lo propone, la boda se celebrará, aunque para ello tenga que meterle una bala en el cuerpo a su hijo y, como dice, lo deba casar en «artículo mortis». ¡Demonio de hombre! Bien, bien; ve a decirle que celebraremos la boda.

De nuevo fray Andrés bajó por la escalera. Cuando subió a la sala encontró a Mariñas leyendo atentamente la carta.

—Está visto que hoy ha amanecido un mal día para mí —dijo el fraile—. La complicación que tú representas se ha aumentado con las complicaciones que me crea ese demonio de hombre.

—Tiene usted razón, hermano —dijo
El Diablo
—. Y yo me arrepiento de complicarle la vida. Por lo tanto, me marcharé ahora mismo.

—¡No seas loco! —Protestó fray Andrés—. No salgas de aquí. Si te reconocen…

—No me conoce casi nadie. Y si alguien cree estar viendo al
Diablo
por las calles de Los Ángeles, imaginará que sueña o que se trata de una coincidencia de parecidos. Prefiero dejarle tranquilo.

—No hagas demasiado caso de lo que yo digo. Si te ocurriese algo, me sentiría culpable.

—Nada de eso. Adiós, fray Andrés. Insisto en mi oferta de darle cien mil pesos oro para que los invierta en una iglesia o en limosnas.

—Si los invirtiera en algo sería en misas para la salvación de tu alma. La pobre va a necesitar muchas para no ir al infierno.

—Es el lugar más indicado para
El Diablo
—rió Mariñas, mientras recogía el sombrero.

—No te burles, Juan. Algún día te darás cuenta de que tienes más fe de la que tú admites ahora.

—Es posible —sonrió
El Diablo
—. Puede que antes de morir le llame para que me abra el camino del cielo.

—Ojalá sea así. Pero ¿insistes en marcharte?

—Sí. No quiero ocasionarle más sobresaltos. Adiós, fray Andrés. Volveremos a vernos muy pronto.

Cuando estuvo en la calle, Juan Nepomuceno Mariñas agregó mentalmente:

—Más pronto de lo que don Goyo quisiera.

*****

Cuando el criado le trajo la respuesta de fray Andrés, don Goyo comenzó a actuar activamente. En primer lugar despertó a Lupe, anunciándole:

—Ya está todo dispuesto para la boda. Ahora te bajarán el traje que has de llevar.

—Pero…

—No hay peros que valgan, Lupita —interrumpió don Goyo—. Tú quieres casarte con mi hijo, ¿verdad?

El «sí» salió difícilmente de los labios de Guadalupe.

—Entonces, que se haga lo más pronto posible. No me siento muy fuerte. Prefiero que la boda se celebre cuando yo pueda asistir a ella. Además…, haciéndolo así no tenemos que invitar a toda la ciudad. Ni tú eres una niña ni mi hijo es un mocoso. Hace años que los dos os debierais haber casado. Por lo tanto, cuando antes lo hagáis, mejor.

—Sí; pero…

—Ya está avisado fray Andrés. Todo lo he dispuesto. No hay por qué entretenerse. En cuanto os caséis saldréis hacia San Francisco y de allí a Chicago. Luego a Nueva York y desde Nueva York a La Habana. Os resultará muy agradable una ciudad donde todo el mundo habla como es debido, sin emplear ese endiablado idioma inglés que se pronuncia con la nariz y en el cual cada palabra sirve para decir veinte cosas distintas.

Tres criadas entraron trayendo el traje de boda. Don Goyo salió en busca de su hijo y Guadalupe comenzó a vestirse. El traje que habían utilizado ya todas las novias de la familia Paz olía a polvo fino y a flores secas.

«Como si lo hubieran sacado de un ataúd», pensó Lupe.

Luego se echó a llorar. A ninguna de las tres criadas le extrañó el llanto. Por el contrario, unieron el suyo al de la novia, convencidas de que llorar antes de la boda era lo más correcto. Una novia alegre y risueña resultaba inmoral.

Con alfileres y con algunos cosidos, el traje quedó adaptado a la figura de Lupe, que al verse ante el gran espejo redobló su llanto.

—Siento la impresión de que voy a ingresar en un convento.

Esto ya era demasiado para las tres criadas, que se escandalizaron un poco. Bien que se llorase por estar a punto de dejar de ser soltera, aunque, bien mirado, desde que nace, la mujer no hace más que desear dejar de ser como Dios hizo; pero comparar el matrimonio con el meterse monja…

—Niño Gregorio será un buen marido —dijo una de las mujeres.

Lupe estuvo a punto de decirle cuál hubiera sido para ella su mejor marido; pero temió que no la comprendieran. No, indudablemente, no la comprenderían. Había dado un paso muy alocadamente y era justo que pagara las consecuencias. Bastante escándalo había dado al marcharse del rancho de San Antonio para complicarlo ahora con una negativa en redondo. Por ello aceptó el agua fresca para borrar de sus ojos las huellas del llanto y luego continuó dejándose vestir las amarillentas galas de las novias de la familia.

—Pero si tengo una hija no toleraré que se case con esta mortaja —decidió.

*****

Gregorio Paz miró con los ojos muy abiertos a su padre.

—Pero…

—¡Nada! Te casas dentro de dos horas.

—Pero…

—¿Me has entendido? Te casas dentro de dos horas. Y si es necesario te obligaré a bofetadas.

Si había algo que don Goyo fuera incapaz de no cumplir era una amenaza como aquélla. Resignado ya a su derrota, Gregorio Paz se limitó a presentar una última objeción:

—La gente murmurará. Una boda tan precipitada sorprenderá a muchos.

—La gente viene murmurando desde hace muchos años. Y, sobre todo, murmura de mí. Eso no me ha impedido seguir viviendo y convertirme en uno de los hombres más ricos. Si hubiera hecho caso de las murmuraciones, ahora seríamos pobres y… aún seguirían murmurando de nosotros.

*****

Guadalupe avanzó por el pasillo de la iglesia de Nuestra Señora, entre las dos filas de bancos, hacia el altar que quedaba al fondo, debajo de un amplio arco en cuyos extremos se encontraban pintados dos ángeles. El de la izquierda sostenía con la mano derecha las tablas de los Mandamientos. El de la derecha mantenía con la mano izquierda, sobre la rodilla, un libro, sin duda la Biblia. Entre ambos, en el centro del arco, una inscripción en grandes letras doradas, que decía:

REINA DE LOS ÁNGELES

Ruega por nosotros.

—Ruega por mí —musitó Guadalupe—. Lo voy a necesitar.

Fray Andrés esperaba al pie del altar. Junto a él estaba el novio.

«Está más asustado que yo», pensó Lupe, observando la expresión del que iba a ser su marido por obra y gracia de la férrea voluntad de don Goyo.

Esto la solidarizó en cierto modo con Gregorio.

—Reina de los Ángeles, ruega por nosotros; por Gregorio y por mí —murmuró Guadalupe.

En la iglesia había poca gente. Nadie esperaba aquel acontecimiento, que, de ser conocido, hubiera llevado a la famosa iglesia a todo Los Ángeles. Quienes no hubieran encontrado sitio dentro se habrían estacionado en los alrededores.

«Aún hay demasiada gente», pensó Gregorio, viendo avanzar a su padre, que le llevaba a la que iba a ser su esposa. Sin saber por qué, recordó aquellas ocasiones en que don Goyo entraba en su cuarto trayéndole, con la misma prosopopeya que entonces, una horrible purga. A él, Guadalupe no le gustaba demasiado. Habría preferido a Marian Louise O'Connor
[8]
. Incluso a pesar de que la acusaban de haberle robado un brillante a doña Herminia Plazuela. No es que Lupe fuese una purga; pero… le gustaba más Marian. ¿Por qué diablos tenían que intervenir los padres en las bodas de sus hijos? Y quien menos derecho tenía a adoptar actitudes como aquélla era su padre, que estuvo once años casado sin que su propio padre lo supiera. ¡El diablo, harto de carne, se metía a moralista!

Don Goyo avanzaba junto a Guadalupe, muy satisfecho de que todo se realizara como él había decidido. Le molestaba mucho que sus planes se alterasen en lo más mínimo. Al volver la cabeza vio, sentada en uno de los bancos del lado reservado a las mujeres, a la princesa Irina. Tal vez aquella mujer fuese la única que en cierto modo le había hecho alterar unos planes suyos, aunque en realidad la intervención de aquella extraña sólo había servido para anticipar los acontecimientos, ya que no los cambiaba. Claro que Guadalupe no parecía muy alegre; pero una vez casada se olvidaría de aquel botarate de César, de quien era imposible que ninguna mujer se enamorase.

Ya estaba frente a fray Andrés. ¿Por qué diablos tenía que preguntar aquel fraile si alguien tenía algo que oponer al matrimonio de aquella pareja? ¿Quién se atrevería a oponerse a una cosa que era voluntad del coronel don Goyo?

Todas las miradas de los que estaban en la iglesia se hallaban fijas en el altar. En el templo reinaba un profundo silencio, del que brotaban las palabras de fray Andrés, que iba pronunciando la epístola; pero que de pronto enmudeció, clavando la vista en la puerta de entrada. Como pasaran unos segundos y el fraile continuara mirando hacia aquel lugar, todos se volvieron y entonces una potente voz anunció:

—Yo tengo mucho que oponer a esa boda, fray Andrés.

Don Goyo encaróse con el que acudía a perturbar la ceremonia. La luz le daba en los ojos, impidiéndole distinguir bien al hombre. Sólo se dio cuenta de que vestía a la mejicana y de que, mientras con una mano sostenía el sombrero de anchas alas y alta copa, con la otra empuñaba un revólver de seis tiros, desmintiendo así el respeto que debía al lugar.

—¿Y quién es usted para intervenir? —gritó don Goyo, lamentando no haber traído sus armas.

—Soy un viejo amigo suyo, don Goyo —replicó el hombre—. Hace años que no nos vemos; pero yo no le he olvidado. Y usted, si fuese prudente, tampoco me habría olvidado.

—No entiendo nada de eso. No me importa quién sea usted. Continúe con la ceremonia, fray Andrés.

—No, don Goyo, no —replicó el otro—. Si fray Andrés hace algo más, será rezarles a usted y a su hijo el oficio de difuntos. Y en cuanto a usted, señorita, lamento haberle perturbado la boda; pero no me gustaba la idea de dejarla viuda tan pronto. Prefiero que siga soltera…

—Pero… ¿quién diablos es usted? —rugió don Goyo.

—Usted lo ha dicho —replicó el hombre—. Soy
El Diablo
.

Capítulo IV:
El Diablo
en Los Ángeles

El escuadrón de caballería avanzó al galope, remontando la colina que dominaba la ciudad y en cuya cumbre se levantaba el fuerte Moore. Todo estaba en orden en el aspecto de los jinetes, cuyo jefe se detuvo ante la amplia puerta de la fortaleza, anunciando:

—El capitán Shuchter, procedente de San Bernardino, con un mensaje para el comandante Lusk.

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