Tratado de la Naturaleza Humana (34 page)

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Authors: David Hume

Tags: #epistemologia, #moral, #etica, #filosofia

BOOK: Tratado de la Naturaleza Humana
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Así, ni considerando el primer origen de las ideas ni por medio de una definición somos capaces de llegar a una noción satisfactoria de substancia, lo que me parece una razón suficiente para abandonar del todo la disputa relativa a la materialidad e inmaterialidad del alma y me hace condenar absolutamente aun la cuestión misma.

No tenemos una idea perfecta de nada más que de una percepción. Una substancia es enteramente diferente de una percepción. Por consiguiente, no tenemos una idea de substancia. La inherencia en algo se supone requerida para fundamentar la existencia de una percepción. No tenemos, pues, idea de inherencia. ¿Qué posibilidad, pues, hay de responder a la cuestión de si las percepciones son inherentes a una substancia material o inmaterial, cuando aun no entendemos el sentido de la cuestión?

Existe un argumento empleado comúnmente en favor de la inmaterialidad del alma, que me parece digno de notarse. Todo lo que es extenso consiste en partes, y todo lo que tiene partes es divisible, si no en realidad, al menos en la imaginación.

Sin embargo, es imposible que algo divisible pueda ser unido a un pensamiento o percepción, que es un ser totalmente inseparable e indivisible. Pues suponiendo un enlace tal, ¿el pensamiento indivisible existiría a la izquierda o la derecha de este cuerpo extenso y divisible? ¿Sobre la superficie o en el medio? ¿Sobre el lado superior o inferior? Si existe unido a la extensión, debe existir en alguna parte y en sus dimensiones. Si existe en sus dimensiones, debe o existir en una parte particular, y entonces esta parte particular es indivisible y la percepción se halla unida solamente con ella y no con la extensión, o, si el pensamiento existe en todas partes, debe ser también extenso, separable y divisible como el cuerpo, lo que es totalmente absurdo y contradictorio. Pues ¿se puede concebir una pasión de una yarda de longitud, un pie de latitud y una pulgada de profundidad? Pensamiento y extensión son, pues, cualidades totalmente incompatibles, que jamás pueden unirse en un sujeto.

Este argumento no afecta a la cuestión relativa a la substancia del alma, sino solamente a la relativa a su enlace en un lugar con la materia, y, por consiguiente, no será inadecuado considerar en general qué objetos son o no susceptibles de enlazarse en un lugar. Esta es una cuestión curiosa y puede llevarnos a algunos descubrimientos de considerable importancia.

La primera noción de espacio y extensión se deriva únicamente de los sentidos de la vista y del tacto, y sólo lo que es coloreado o tangible tiene partes dispuestas de una manera tal que sugieren esta idea. Cuando disminuimos o aumentamos un sabor sucede algo distinto que cuando aumentamos o disminuimos un objeto visible, y cuando varios sonidos impresionan nuestro oído a la vez, sólo el hábito y la reflexión nos hacen formarnos una idea de los grados de distancia y contigüidad de los objetos de los cuales aquellos provienen. Todo lo que tiene un lugar en que existe, o debe ser como extenso o debe ser un punto matemático sin partes o composición. Lo que es extenso debe tener una figura particular, como, por ejemplo, cuadrada, redonda, triangular; ninguna de las cuales concordará con un deseo o de hecho con una impresión o idea, exceptuadas las de aquellos dos sentidos que antes mencionamos. No será posible considerar un deseo, aunque indivisible, como un punto matemático, pues en este caso sería posible, por la adición de otros, hacer dos, tres, cuatro deseos y disponer y situar a éstos de manera que obtuviésemos una longitud, latitud y profundidad determinada, lo que es evidentemente absurdo.

No será sorprendente, después de esto, que yo exponga una máxima que es enada por muchos metafísicos y que se estima contraria a los principios más ciertos de la razón humana. Esta máxima es que un objeto puede existir y no hallarse en ninguna parte, y afirmo que esto no sólo es posible, sino que la mayor parte de los seres existen y deben existir de esta manera. Un objeto puede decirse que no se halla en ninguna parte cuando sus partes no se hallan situadas las unas con respecto de las otras de modo que formen una figura o cantidad, ni el todo con respecto a los otros cuerpos, de modo que responda a nuestras nociones de contigüidad o distancia. Ahora bien; es evidente que esto sucede con todas nuestras percepciones y objetos, excepto los de la vista y tacto. Una reflexión moral no puede ser colocada a la derecha o a la izquierda de una pasión, ni un olor o sonido puede tener una figura cuadrada o circular. Estos objetos o percepciones se hallan tan lejos de exigir un lugar particular, que son incompatibles con él de un modo absoluto y aun la imaginación no puede atribuírselo. En cuanto al absurdo de suponer que existen en ninguna parte, podemos considerar que si las pasiones y los sentimientos se presentasen a la percepción como teniendo un lugar particular, la idea de la extensión podría derivarse de ellos lo mismo que la vista y el tacto, lo que es contrario a lo que ya hemos establecido. Si no aparecen como teniendo un lugar determinado, pueden existir de esta misma manera, ya que todo lo que concebimos es posible.

No será ahora necesario probar que las percepciones que son simples y no existen en ningún lugar son incapaces de enlazarse en un lugar con la materia de los cuerpos, que es extensa y divisible, ya que es imposible hallar una relación más que sobre la base de una cualidad común. Vale más emplear nuestro tiempo en considerar que esta cuestión del enlace de los objetos en un lugar no se presenta sólo en las disputas metafísicas relativas a la naturaleza del alma, sino que aun en la vida corriente tenemos ocasión de examinarla en cada momento. Así, suponiendo que consideramos un higo en un extremo de la mesa y una aceituna en otro, es evidente que, al formarnos la idea de estas substancias complejas, una de las ideas más manifiestas es la de sus diferentes sabores, y es evidente que incorporamos y unimos estas cualidades con otras que son coloreadas y tangibles. El sabor amargo de la una y el dulce del otro se supone que se hallan en el cuerpo visible y que están separados entre sí por la longitud entera de la mesa. Esta es una ilusión tan notable y natural que será adecuado considerar los principios de que se deriva.

Aunque un objeto extenso es incapaz de unirse en un lugar con otro que existe sin lugar alguno o extensión, son ambos, sin embargo, susceptibles de muchas otras relaciones. Así, el sabor y olor de un fruto son inseparables de sus restantes cualidades de color y tangibilidad, y cualquiera de ellas que sea la causa o el efecto, es cierto que son siempre coexistentes. No son sólo coexistentes en general, sino ién contemporáneas en cuanto a su aparición al espíritu, y por la aplicación del cuerpo extenso de nuestros sentidos percibimos su sabor y olor particular. Las relaciones, pues, de causalidad y contigüidad en el tiempo de su apariencia, entre el objeto extenso y la cualidad que existe sin un lugar determinado, deben ejercer un efecto tal sobre el espíritu que cuando uno de ellos aparece dirigirá éste inmediatamente su pensamiento a la concepción del otro. No es esto todo. No sólo dirigimos nuestros pensamientos del uno al otro por razón de su relación, sino que intentamos igualmente concederles una nueva relación, a saber: la del enlace en un lugar que puede hacer la transición más fácil y natural. Pues existe una propiedad, que he tenido ocasión de hacer notar, en la naturaleza humana y que explicaré más plenamente en su debido lugar, a saber: que cuando los objetos están unidos por una relación, propendemos decididamente a añadirles alguna nueva relación para hacer la unión más completa. En nuestra disposición ordenada de los cuerpos jamás dejamos de colocar en relación de contigüidad los que son semejantes entre sí, o al menos de situarlos en puntos de vista correspondientes. ¿Por qué? Porque experimentamos una satisfacción añadiendo la relación de contigüidad a la de semejanza o la de semejanza de situación a la de las cualidades. Los efectos de esta tendencia han sido observados ya en la semejanza que suponemos con tanta presteza entre las impresiones particulares y sus causas externas. Sin embargo, no hallaremos un efecto más evidente de esto que el caso presente, en el que, partiendo de las relaciones de causalidad y contigüidad en el tiempo entre dos objetos, fingimos la de unión en un lugar para fortalecer la conexión.

Sean las que sean las nociones confusas que podamos formarnos de la unión en un lugar de un cuerpo extenso, como un higo, y su sabor particular, es cierto que, después de reflexionar acerca de ello, debemos observar en esta unión algo totalmente ininteligible y contradictorio. Pues si nos ponemos a nosotros mismos la cuestión clara de si el sabor que concebimos contenido en la circunferencia del cuerpo se halla en todo éste o sólo en una parte, nos quedaremos perplejos y veremos la imposibilidad de dar una respuesta satisfactoria. No podemos replicar que se halla sólo en una parte, pues la experiencia nos convence de que todas las partes tienen el mismo sabor. Tampoco podemos responder que existe en todas las partes, pues de ser así tendríamos que suponer que posee una figura y que es extenso, lo que es absurdo e incomprensible. Aquí, pues, nos hallamos bajo la influencia de dos principios que son directamente contrarios entre sí, a saber: la inclinación de nuestra fantasía, por la que somos llevados a incorporar el sabor al objeto extenso, y de nuestra razón, que nos muestra la imposibilidad de tal incorporación. Hallándonos divididos entre estos dos principios opuestos, no renunciamos a ninguno de los dos, sino que emos el asunto en una obscuridad tal que no percibimos ya la oposición. Suponemos que el sabor existe dentro de la circunferencia del cuerpo, pero de una manera que llena el todo sin poseer extensión y existe en cada parte sin separación. En pocas palabras, usamos en nuestro modo más familiar de pensar el principio escolástico, que aparece tan sorprendente, de totum in toto et totum in qualibet parte, que es lo mismo que si dijésemos que una cosa se halla en determinado lugar y que sin embargo no está allí.

Todo este absurdo procede de nuestro intento de conceder un lugar a lo que es totalmente incapaz de él, y este intento, a su vez, surge de nuestra inclinación a completar la unión que se funda sobre la causalidad y la contigüidad del tiempo, atribuyendo a los objetos un enlace en un lugar. Sin embargo, si alguna vez la razón tuviera la suficiente fuerza para vencer un prejuicio, debería triunfar en el presente caso. Pues nos queda tan sólo la elección entre el supuesto de que algunos seres existen sin lugar alguno, el de que son extensos y poseen figura, o que cuando se hallan unidos a objetos extensos el todo se halla en el todo y el todo en cada una de las partes. El absurdo de los dos últimos supuestos prueba de un modo suficiente la veracidad del primero. No puede existir aquí una cuarta opinión, pues el supuesto de su existencia, a la manera de los puntos matemáticos, hace pasar el problema al segundo punto de vista, y supone que las varias pasiones pueden colocarse en una figura circular, y que un cierto número de olores, unidos con un cierto número de sonidos, pueden constituir un cuerpo de doce pulgadas cúbicas, lo que aparece ridículo apenas es mencionado.

Aunque desde este punto de vista no podemos menos de censurar a los materialistas que enlazan todo pensamiento con la extensión, un poco de reflexión nos concederá igual razón para criticar a sus antagonistas que enlazan todo pensamiento con una substancia simple e indivisible. La filosofía más vulgar nos informa de que ningún cuerpo externo puede hacerse conocido al espíritu de un modo inmediato y sin la interposición de una percepción o imagen. La mesa que me aparece ahora es sólo una percepción, y todas sus cualidades son cualidades de una percepción. Ahora bien: la más manifiesta de todas sus cualidades es la extensión. La percepción está formada de partes. Estas partes se hallan situadas de tal modo que nos proporcionan la noción de distancia y continuidad, de longitud, latitud y profundidad. La determinación de estas tres dimensiones es lo que llamamos figura. La figura es movible, separada y divisible. Movilidad y separabilidad son las propiedades que distinguen a los objetos extensos. Para acabar con todas las disputas, la verdadera idea de la extensión no se halla tomada más que de una impresión y, por consecuencia, debe coincidir de un modo perfecto con ella. Decir que la idea de la extensión concuerda con algo es decir que es extensa.

Los librepensadores pueden a su vez triunfar, y habiendo hallado que existen impresiones e ideas realmente extensas, pueden preguntar a sus antagonistas cómo pueden incorporar un objeto simple e indivisible a una percepción extensa. Todos los argumentos de los teólogos pueden ser dirigidos en contra suya. ¿Se halla el objeto indivisible, o la substancia inmaterial si se quiere, a la derecha o a la a de la percepción? ¿Se halla en esta o en esta otra parte? ¿Se halla en todas partes sin ser extensa? ¿O se halla totalmente en una parte sin dejar de hallarse en el resto?

Es imposible dar otra respuesta a estas cuestiones más que una que sea absurda en sí misma y que explicará la unión de nuestras percepciones indivisibles con una substancia extensa.

Esto me proporciona la ocasión de considerar de nuevo la cuestión relativa a la substancia del alma, y aunque yo he censurado totalmente esta cuestión como ininteligible, no puedo menos de proponerme algunas reflexiones referentes a ella. Afirmo que la doctrina de la inmaterialidad, simplicidad e indivisibilidad de una substancia pensante es un verdadero ateísmo y servirá para justificar todas las opiniones por las que Spinoza es universalmente tan difamado. Partiendo de esta afirmación, espero al menos lograr una ventaja, a saber: que mis adversarios no tengan un pretexto para hacer odiosa la presente doctrina con sus declamaciones cuando vean que puede volverse tan fácilmente contra ellos.

El principio fundamental del ateísmo en Spinoza es la doctrina de la simplicidad del universo y la unidad de la substancia, en la que supone que son inherentes el pensamiento y la materia. Existe una sola substancia en el mundo, dice, y esta substancia es totalmente simple e indivisible y existe en todas partes sin presentarse en algún lugar determinado. Todo lo que descubrimos por la sensación externa, todo lo que sentimos por la reflexión interna, no es más que modificaciones de este ser simple y que existe necesariamente y no posee una existencia distinta y separada.

Toda pasión del alma, toda configuración de la materia, aunque diferentes y varias, son inherentes a la misma substancia y mantienen en sí mismas sus características de distinción sin comunicarlas al sujeto en que son inherentes. El mismo substrato, si así se puede hablar, sostiene las modificaciones más diferentes sin diferencia alguna en sí mismo y las hace variar sin ninguna variación propia. Ni el tiempo, ni el lugar, ni toda la diversidad de la naturaleza son capaces de producir alguna composición o cambio en su perfecta simplicidad e identidad.

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