Justo en los límites de la legalidad, Eladio Monroy, jefe de máquinas retirado, sobrevive en la ciudad de Las Palmas, moviéndose con soltura entre el lumpen, mirando con sonrisa cínica a los poderosos y metiéndose inevitablemente en asuntos que le vienen grandes. Como en esta ocasión, en que un encargo acabará complicándole en una oscura y peligrosa trama que hará peligrar su seguridad y la de quienes le rodean.
Alexis Ravelo
Tres funerales para Eladio Monroy
Eladio Monroy - 1
ePUB v1.0
fjpalacios30.03.12
Título original:
Tres funerales para Eladio Monroy
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© Alexis Ravelo, 2008.
Pese a que el autor de este libro es un mal bicho y, por ende, bastante proclive a la ingratitud, hay ciertas personas a quienes debe dar las gracias. La primera de ellas es la actriz Carmen Sánchez María, que asistió al proceso de escritura de esta novela e hizo agudas y útiles observaciones acerca de su argumento. La segunda es el cantautor José Manuel Pérez «El Patillas», lector del primer borrador. Otras son: Toñín Barrera, quien sigue dejando entrar en Cuasquías a Eladio Monroy, aunque no se lo merezca, el pintor Paco Sánchez, mi querido Pancho, que me ha mostrado de qué colores es la ciudad que habita Eladio, y Jorge Liria, que nos brinda a todos una oportunidad con su fe en que una industria editorial en Canarias es posible.
Last but not least
, Antonio Becerra, que soportó las diversas intoxicaciones etílicas a lo largo de las cuales fue pergeñándose la trama de
Tres funerales para Eladio Monroy
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Los camiones de la basura, las cubas municipales, los vehículos de desinfección, los taxis vacíos van dando paso a los turismos, a las guaguas, a los camiones de reparto, a los taxis ocupados.
El alumbrado público va muriendo al tiempo que el cielo acaba por sucumbir a la explosión mansa del alba. La metralla luminosa lo invade todo. La luz se derrama sobre los barrios altos (que aquí son los barrios bajos); sobre las instalaciones portuarias; sobre los bloques de viviendas con paredes de cartón; sobre los riscos nimbados de pequeñas casas que se amontonan en multicolor cascada; sobre el empedrado y los muros de piedra de las calles del barrio colombino; sobre las céntricas avenidas; sobre las playas desoladas que acogen a bañistas prematuros; sobre oficinas bancarias y sedes oficiales; sobre cuarteles y hospitales; sobre colegios y cocheras; sobre plazas diáfanas y sombríos callejones sin salida.
De nuevo se ha producido el milagro del amanecer sobre esta ciudad santificada y putrefacta. La mañana vuelve a poner en marcha el hormiguero como si una descarga eléctrica lo hubiese sacudido y sus habitantes corriesen de un lado a otro sin saber exactamente el cómo, el cuándo y, sobre todo, el porqué de su actividad frenética.
De nuevo el amanecer está ahí: casi cuatrocientos mil actores regresan al escenario.
A media mañana, como casi siempre, los yonquis tuvieron que levantarse porque Casimiro abrió las puertas del bar Casablanca. Aún tranquilos (no empezarían a inquietarse y a entrar y salir del barrio hasta cerca de mediodía), ocuparon, unos metros más allá, el trozo de acera protegido por la sombra que daba el balcón de la vivienda de Casimiro, no sin antes dar los Buenos días, jefe al propietario y único camarero-cocinero-freganchín-encargado de la limpieza y administrativo a sus horas. Éste, pequeño, calvo, entrado en los sesenta y con su eterna camisa azul celeste mezcla de poliéster y cartón piedra, les miró de medio lado con su único ojo y masculló un Buenas mientras terminaba de elevar la puerta metálica y encendía la máquina de tabaco y las tragaperras. Después, también como acostumbraba, fue hasta la barra, conectó el televisor y se puso a zapear de forma compulsiva a la espera de clientes.
Eladio Monroy entró, como casi siempre, a las doce. Pidió un cortado y se sentó a leer el periódico en una de las dos mesas de chapa galvanizada. Alto, corpulento, con la cabeza rasurada, una letra K tatuada en el antebrazo izquierdo y un chirlo en la mejilla derecha, dejaba que sus ojos castaños y cansados merodearan por las páginas, paseando letra arriba ilustración abajo, todavía demasiado aletargado para entender a fondo las informaciones que le ofrecía el matutino. Casimiro vino hasta la mesa y le puso delante el cortado, en un vaso castigado por años y años de servicio.
—¿Algo nuevo? —preguntó Casimiro, más por oír una voz humana, aunque sólo fuera la propia, que por otra cosa.
Monroy le respondió sin alzar la vista:
—Sí. La comisión del 11-M cierra por vacaciones y hace un calor de la hostia.
—Entonces, como siempre —repuso Casimiro, volviéndose a la barra.
—Pues sí.
Mientras el bar iba llenándose de parroquianos que venían a tomar la cerveza de antes de comer y de taxistas que llegaban para gastarse la recaudación jodiendo con el ruido de las dichosas tragaperras, Monroy se tragó enteritos los artículos de fondo, olisqueó los titulares, echó un vistazo a la cartelera y saboreó, como postre, el chiste de Forges, que para eso está. El Chapi entró justo en ese momento, con su mono grasiento, las gafas de montura de pasta llenas de huellas, sus uñas negras y su hedor habitual.
—Buenos días, caballeros y caballeras… Casi, ponme un carajillo, que me invita Monroy… —gritó desde la puerta antes de sentarse junto a Eladio—. ¿Qué tal, bichillo?
—Aquí, echando días para atrás… Oye, ¿a ti quién te ha dicho que te voy a invitar el cortado?
Los ojos miopes del Chapi le miraron con suficiencia. Se llevó el índice a la punta de su enorme nariz antes de contestar.
—Mi intuición… Porque después del bisnes que te he conseguido, lo mínimo es un cortado…
—No sé… Habrá que ver de qué va el bisnes.
El Chapi se limpió las manos en el mono (con lo cual, probablemente, sólo consiguió ensuciárselas más) y sacó del bolsillo del pecho una tarjeta, tendiéndosela a Monroy.
Monroy leyó la tarjeta mientras Casimiro servía el carajillo del Chapi, en un vaso aún más castigado que el anterior.
—Gerardo, el del rentacar, me preguntó si conocía a alguien de confianza para esto —dijo el Chapi, sacudiendo el sobre de azúcar—. Mira, esta tarde llamas a Gerardo a ese teléfono, porque viene un tío de Madrid, que es representante o no sé qué ocho cuartos y viene a hacer un negocio, pero, ni conoce esto ni se fía demasiado… —sin preocuparse de la grasa que le cubría la piel de las manos, se echó hacia atrás el pelo, descuidado y lacio—. Llega mañana, creo. El tipo va a estar aquí un día o así. Tú lo recoges en el aeropuerto, lo llevas en coche a hacer sus gestiones, te pasas el día por ahí con él y lo acompañas otra vez al aeropuerto. Y te ganas veinte billetes. ¿Qué te parece?
—¿Dónde está la pega?
—No hay pega.
—Y una mierda. No me van a regalar veinte talegos por la cara.
—Que no, Monroy, que no hay pega. El tipo nunca ha estado en Las Palmas. Conoce a Gerardo por teléfono, porque cuando mandan a algún empleado le alquilan los coches a él. Pero el nota debe venir a hacer algún negocio importante, con mercancía valiosa, o vete tú a saber… Y quiere a alguien que lo lleve y lo traiga.
—Gerardo hace servicios con chófer, ¿no?
—Sí, pero el tío no sólo quiere un chófer. También quiere que el que sea le cubra un poco las espaldas.
Monroy apuntó a la frente del Chapi con su dedo índice:
—Y ahí está la pega.
—Que no es pega, joder…
—Seguro que es algo sucio…
—Que no, coño… Que es un tío legal…
—O peligroso. ¿Qué mercancía…?
—¿Y yo qué cojones sé, Monroy? Yo sé lo que te estoy diciendo. Joder, tanta desconfianza… Yo sólo te estoy intentando hacer un favor… Si te interesa el trabajo, bien… Si no, me das la tarjeta, busco a otro y, a ti, que te frían un paraguas…
El Chapi extendió la mano, pero Monroy no se la devolvió. Se quedó pensando un momento, mirando alternativamente al Chapi y a la tarjeta. Al fin, dijo:
—Está bien… Aunque sé que si yo me llevo veinte trompos seguro que tú te llevas por lo menos diez…
—Que no, coño… Además, te vas a pasar todo el día por ahí con un Audi… Con la misma, hasta mojas y todo.
—Como si me hiciera falta a mí un Audi para mojar…
—Joder, pues nadie lo diría, con la mala follá que te gastas,…
—Vete a la mierda.
—A eso voy —dijo el Chapi levantándose—. Me piro, porque dejé al pibe preparándome un coche para darle el pistolazo y seguro que ahora me lo encuentro escaqueado.
—¿El pibe nuevo? ¿Qué pasa, que no se mueve mucho?
—¿Mucho? Ése trabaja menos que la Gallina Caponata, que estuvo tres temporadas y no puso ni un huevo.
Monroy soltó una sonrisa mientras el Chapi se iba al taller, despidiéndose a voz en cuello de la concurrencia del Casablanca y del resto de los bares desde allí hasta el Paseo de Lugo.
En pocos minutos, los clientes fueron desapareciendo, rumbo al trabajo o al potaje de lentejas. Monroy vio pasar a los yonquis, discutiendo a gritos sobre quién había recaudado más dinero, mientras uno de ellos hacía tintinear en su mano el montoncito miserable de monedas que habían logrado acumular aparcando coches. Caminaban con prisa, en dirección al Polvorín, por lo cual Monroy calculó que debían ser ya casi la una menos cuarto, así que decidió subir a casa a preparar el almuerzo. Dejó dos euros sobre la barra de zinc y le hizo un gesto de despedida a Casimiro, afanado en la plancha.
—Hasta la tarde, viejo…
—Nos vemos, Monroy…
Salió al mediodía ardiente y ruidoso de la calle León y Castillo y caminó lentamente en dirección a la Plaza de La Feria. Allí, un par de jóvenes combinaban la capoeira, el skate board y el cannabis en proporciones desiguales. Se paró un momento a observarles desde lejos y logró reconocer al hijo de Roquito, el luchador, que liaba un porro con singular destreza y rapidez. Continuó caminando un par de calles más y subió la calle Murga hasta su portal. Entró y llamó al ascensor pensando en el negocio que el Chapi le había propuesto. No era nada que no hubiera hecho antes. No era la primera vez que hacía de chófer o le tocaba guardarle las espaldas a alguien o llevar un paquete de un lado a otro o suplir a algún conocido en la puerta de una discoteca. Aquellos trabajos le permitían llevar una vida bastante cómoda, complementando su pensión. Monroy no tenía un físico de gimnasio y los años comenzaban a pesar sobre sus energías. Sin embargo, era un hombre duro. Eso se adivinaba con su sola mirada. Por si cabía alguna duda, el chirlo de su mejilla y el tatuaje de su antebrazo hablaban por sí mismos. Y, de cualquier forma, era lo suficientemente conocido en los ambientes adecuados como para que casi todos supiesen que con él no convenía bromear.
No obstante, como a los leones cuando están saciados, le gustaba vivir y dejar vivir, y no tenía (al menos que él supiese) demasiados enemigos.
El ascensor llegó hasta el cuarto piso y Monroy salió. Tocó en la puerta de la izquierda con los nudillos y esperó a oír el arrastrar de pantuflas para gritar:
—Matías, soy yo.
Matías entreabrió la puerta y asomó su cabeza de cabellos blancos y enormes bolsas bajo las dos lucecitas cansadas de sus ojos. Como siempre a esa hora, aún no llevaba la dentadura postiza (se la pondría media hora más tarde, cuando su hija le trajera el almuerzo). Por la rendija abierta, Monroy le tendió el periódico ya leído.