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Authors: John Varley

Trueno Rojo (9 page)

BOOK: Trueno Rojo
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—Bueno, ¿vas a contarme qué ha pasado aquí, o es un terrible secreto?

Dak se volvió y me sonrió desde el interior de su casco.

—Nada, solo me pasé hace unos días para ver cómo le iba al pobre capullo —dijo—. El primo Jubal le había contado lo que pasó aquella noche y Travis quería darnos las gracias. Creo que estaba bastante sorprendido de que no lo hubiéramos dejado en calzoncillos. Es un hombre que posee cierta experiencia en la materia.

—Seguro que sí —me reí.

—Oh, sí —dijo Alicia—. No sería la primera vez que lo dejan sin blanca.

Conducía en su pequeño y convulso BMW Escarabajo de 1965 por delante de nuestras motos. Dak la había ayudado a restaurarlo. De hecho, el pequeño Escarabajo era la razón de que se hubieran conocido. La parte exterior estaba recubierta de pintura base, a excepción de los dos parachoques delanteros, que, según mi madre, "gritaban amarillo y aullaban naranja". Alicia no había decidido todavía por qué color decidirse.

—Nos tomamos unas cervezas y nos sentamos bajo la brisa, haciendo que el cocodrilo de goma caminara por el fondo de la piscina.

—¿Y se ofreció a hacernos los deberes?

—Al principio no —admitió Dak—. Me dijo que si había alguna cosilla que pudiera hacer por nosotros, solo teníamos que pedírsela. Puede que el tío sea un borracho pero conoce a un montón de gente y me da la impresión de que a muchos de ellos todavía les cae bien. Es la clase de tío que puede dar consejos discretamente o pedir favores a las personas correctas en el momento adecuado. Nos queda un enorme camino por recorrer de aquí a la Luna, amigo Manny. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir.

—No te lo discuto, colega —dije—. Lo que digo es que podrías haberme avisado. Me sentí como si estuviéramos interrumpiendo la fiesta de alguien.

—Lo siento, tío.

Hubo un silencio momentáneo en nuestros auriculares.

—Fue un héroe, hace tiempo —dije.

—¿En serio?

Así que les relaté la historia que me había contado el Cerdo sobre el salvamento de la tripulación y los pasajeros de la California. A Dak le gustó tanto como a mí.

—¡Joder! —dijo—. Pagaría por ver eso. Vamos a alquilar un avión a África, Alicia.

—Por mí encantada, en cuanto puedas pagarlo.

—Ya... ¿Dónde puedo encontrar información sobre eso, Manny? Yo también estuve en el sitio de la NASA, igual que tú. Pero no encontré nada.

—Por alguna razón, la NASA quiere fingir que el coronel Broussard nunca ha existido. No pueden borrarlo del todo, pero sí que pueden echarle tierra encima. No sé por qué, el Cerdo no me lo quiso contar.

—¿Nos ha invitado a volver?

—Si no te importa tomar solomillo para desayunar...

—Hay otra cosa que me gustaría averiguar.

—Dale.

—Alicia, ¿cómo te enteraste de que Dak venía aquí?

—Porque soy una cotilla. —Se echó a reír.

—Y que lo digas —dijo Dak—. Mira que saquearle la despensa al tío...

—Se ha comido tres raciones de ensalada.

—¿Ensalada? ¿Eso era una ensalada?

—No es necesario que tenga lechuga, Dak.

—En mi casa sí. Y tomates.

—Alicia, no has contestado a mi pregunta —dije.

—Oh, eso. Ya sabes que Dak instaló aquel rastreador inercial... y nunca supe por qué, puesto que ya tenía la unidad de NavStar.

—Un cacharro más al que no pudo resistirse, imagino —dije.

—Eh, Manny, Alicia, que estoy aquí, no os olvidéis.

—Bueno, pues Dak se olvidó de que la máquina almacena tu localización y tu ruta en un archivo...

—¡Pero bueno, tía...! —explotó Dak.

—... y conserva los datos dos semanas a menos que alguien se acuerde de borrarlos...

—¿Cómo iba yo a saber que necesitaba borrarlos? Joder, estoy rodeado de espías.

La gran noticia en el sitio web de la NASA era la partida de la misión norteamericana a Marte.

La tripulación había ascendido a la estación espacial la noche que casi matamos a Travis. La construcción de la nave había concluido al llegar los últimos componentes, dos semanas antes. El capitán Aquino había utilizado estas semanas para llevar a cabo todas las pruebas y simulaciones posibles en el limitado tiempo de que disponía antes de que la estrecha ventana de lanzamiento se cerrara.

Observé la cuenta atrás y la nada impresionante ignición del reactor de plasma que tenía en su cola la alargada, bulbosa y completamente desprovista de encanto congregación de módulos de aterrizaje, de propulsión, paneles solares (y casetas de perro y fregaderos, por lo que yo sabía) y su partida hacia Marte.

Fue una partida muy leeeeeeenta. Lo que demostraba una vez más que, ahora que los lanzamientos no se realizaban desde la superficie de la Tierra, el viaje espacial no era, y probablemente nunca lo sería, una fiesta para los sentidos. Aparte de aquella quietud mortal, todo cuanto yo había presenciado alguna vez en relación con el espacio ocurría a una velocidad que conseguiría que el desplazamiento de un glaciar pareciera una avalancha. No importaba que lo que estaba viendo estuviera desplazándose por la órbita a una velocidad de unos veinticinco mil kilómetros por hora. No veías ningún movimiento. Era imposible.

El motor de plasma era lento pero constante. Pasarían quince minutos antes de que empezara a verse la misión en movimiento.

No me importó. Para mí fue algo precioso.

Capítulo 8

Terminé las tareas en casa y luego me senté delante del ordenador para repasar las lecciones de cálculo. Ahora que todo tenía mucho más sentido, hice en unas tres horas el trabajo de tres semanas. De hecho, me encontré dos días por delante del programa recomendado, por vez primera desde mi ingreso. Cuando apagué el ordenador, lo hice con un sentimiento de satisfacción que no había sentido desde la graduación.

Entonces volví toda mi atención hacia la pequeña burbuja plateada.

Llevaba carcomiéndome por dentro todo el día y la curiosidad estaba matándome.

La había guardado en uno de los cajones de la mesa, porque no parecía querer quedarse en un mismo sitio. A la menor corriente de aire, empezaba a flotar, como si estuviera hecha de humo. ¿Cómo podía algo tan liviano ser tan duro?

Empecemos definiendo el problema. Es liviana y es dura. ¿Cuánto?

La mejor balanza a la que tenía acceso era la balanza postal de la oficina y no me hacía falta intentarlo para saber que no podría pesar la burbuja en aquel trasto. Ni siquiera podría conseguir que permaneciera en el fiel el tiempo necesario para llevar a cabo una medición. Por extensión, no veía cómo iba a realizar la medición en la balanza analítica del colegio. Pero no podía carecer de peso, ¿verdad?

No, espera, estaba confundiéndome con la masa, como le ocurre a tanta gente.

La razón me decía que si la burbuja se movía, debía de tener inercia, ¿no? Y si podía arrojarla contra la balanza, esta tendría por fuerza que registrar algo, ¿verdad? Pero no podía hacer la prueba en casa, porque no había forma de crear un vacío en el que llevar a cabo el experimento. Solo la densidad del aire parecía bastar para frenar la pompa y detenerla en cuanto dejaba mi mano.

Vale, así no voy a llegar a ninguna parte. Pasemos a la siguiente pregunta.

¿Tiene rozamiento la burbuja?

Parecía que sí. La sensación que me provocaba cuando la sostenía en la mano era muy extraña. Podía sentir la presencia de su forma pero la verdad es que no sentía nada. Ni textura, ni irregularidades, ni cavidades. Era imposible cogerla o sostenerla sencillamente entre las puntas del índice y el pulgar.

Era, en cambio, posible sostenerla utilizando dos dedos y el pulgar. Pero solo con las yemas de los dedos, no. Si la sostenías con los dedos flexionados a su alrededor, se establecían múltiples puntos de contacto, de modo que finalmente se rendía. Más o menos. Si la apretaba demasiado, se me escurría entre los dedos, como cuando aprietas mucho una pastilla de jabón.

De modo que, ¿dónde me encontraba ahora?

Resultado de la primera ronda de experimentos.

Parece carecer de peso.

Parece carecer de rozamiento.

No me hizo falta consultar los libros de física para saber que estas cosas eran imposibles, en el mundo real. Peso nulo, rozamiento nulo: eran conceptos útiles en matemáticas, para definir condiciones perfectas que nunca se alcanzaban en el mundo real.

Conclusión provisional: probablemente se me haya pasado algo por alto. Sin peso, sin rozamiento... ¿Y la resistencia?

Traje un martillo y unos cuantos clavos. Hice un agujero en un trozo de una vieja sábana, no lo bastante grande como para que pasara por él la pompa. A continuación utilicé unas chinchetas para clavar la tela a la mesa con la burbuja atrapada en su interior. Solo una parte de ella se veía.

Coloqué la punta de uno de los clavos en la superficie de la pompa. Le di un martillazo suave en la cabeza. La punta resbaló por la superficie de la pompa. Examiné la burbuja con una lente de aumento. No había abolladuras ni arañazos visibles. Volví a intentarlo, esta vez un poco más fuerte. La punta volvió a resbalar. Ni abolladuras, ni arañazos.

Me retiré para reflexionar.

Ya sé que se supone que un científico ha de disfrutar con el desafío, ha de extasiarse con los resultados inexplicables e inesperados... pero apuesto a que a muchos de ellos no les pasa. Apuesto a que muchos de ellos tratan de ignorarlos, en especial cuando ven que no se ajustan a sus teorías. Tenía la sensación de que si aquello terminaba por hacerse público alguna vez, habría que rescribir un montón de teorías.

Al infierno con todo. Empecé a golpearla con todas mis fuerzas.

Después de siete u ocho martillazos, el trozo de lino se rasgó y la burbuja volvió a ascender flotando sobre la mesa, dando vueltas en los remolinos de aire creados por el movimiento de mi brazo. La cogí antes de que pudiera flotar hasta algún escondrijo y la metí debajo de un vaso de cristal.

Aproximé el rostro a la mesa. Había una depresión nueva, de forma circular, en la superficie de madera. Y en la burbuja... ni abolladuras ni arañazos.

Respuesta: muy dura.

Descubrí que no podía dormir. Salí a mi pequeño balcón y me dediqué a ver pasar los coches. No es tan aburrido como puede parecer, pues muchos de ellos iban llenos de estudiantes que gritaban y reían. Pasaban descapotables cuyos pasajeros me veían en el balcón y me saludaban con gestos, y a veces hasta me invitaban a unirme a ellos.

No había demasiada gente por las calles. Antes había algunas putas en las esquinas próximas al Despegue, pero entonces abrieron el Manatí Dorado y la policía las echó a todas. Ahora, la mejor forma de comprar sexo en el barrio es alquilar una habitación en el Manatí y llamar a uno de los servicios de escoltas. Supongo que las putas son mejores, pero seguro que también cuestan mucho más. La propina que le das al recepcionista por meter a la chica por la puerta de atrás es más de lo que habrías pagado por una noche entera con una de las chicas de las calles a las que echaron.

Parecía que una chica no había captado el mensaje. Venía meneándose por la acera, más chula que un ocho, sobre unos zapatos de plataforma con ocho centímetros de tacón. Llevaba una blusa plateada anudada entre los senos y una llamativa minifalda de color naranja. Carmín en grandes cantidades, el cabello rubio recogido hacia arriba y unas enormes gafas oscuras con montura de color rosa a la una y media de la mañana. Levantó la mirada hacia mí y sonrió.

—¿Qué tal, vaquero? ¿Quieres que suba?

¿Vaquero?, repetí para mis adentros.

—No estoy seguro de poder permitírmelo —dije.

—Seguro que sí, cariño.

—Eh... Bueno, vale.

—Eso es lo que a mí me gusta. Entusiasmo. ¿Cuál es el número de tu habitación?

Se lo dije, y en menos de un minuto pude oír el repiqueteo de las enormes suelas de corcho de sus zapatos. Llamó a la puerta, apagué las luces y abrí.

—Veinte dólares por toda la noche.

—¿Toda la noche? Joder, si ya es la una y media.

—Vamos, machote. —Me puso la mano en la entrepierna—. Si se nota que te alegras de verme.

—Eso es un plátano para el mono. Y no tengo más que diez dólares.

—Entonces tendrá que bastar con eso, supongo. —Entró en la habitación y cerró la puerta. Me eché sobre ella en cuanto se volvió. La empujé contra la puerta.

—¡El carmín! ¡Cuidado con el carmín, animal!

—Olvídate del carmín —dije. O traté de hacerlo entre beso y beso.

Mientras le arrancaba la falda, ella dio con mi cremallera. No se sorprendió al descubrir que no llevaba ropa interior. Se lo hice allí mismo, en la puerta, luego en el suelo y finalmente de rodillas, con el cuerpo inclinado sobre la cama. Al cabo de una media hora, nos desplomamos al pie de la cama, apoyados sobre las sábanas y mantas que habíamos deshecho.

Llevaba todavía la blusa de lamé plateado y los zapatones. Mis pantalones estaban por alguna parte, cerca de la puerta. Recogí su falda y la sostuve frente a la luz azulada de las farolas que entraba por el balcón. Así resultaba aún más horrorosa.

—¿De dónde demonios has sacado esto? —le pregunté.

—De una tienda de saldos —dijo Kelly.

—¿De cuál? ¿"Zorras'R'Us"?

—Sí, creo que era esa. —Se quitó la peluca rubia y la tiró a mi papelera.

—¿Tenías permiso para cazar eso? —le pregunté.

Me dio un beso en la mejilla y a continuación se puso en pie de un salto y se dirigió al cuarto de baño. Los zapatos de tacón hacían que sus muslos desnudos hicieran cosas aún más interesantes de lo habitual. Entró, encendió la luz y, un segundo más tarde, la blusa salió despedida por la puerta, seguida por los zapatos, uno detrás de otro. Al cabo de un minuto me levanté y me reuní con ella.

Kelly tiene una piedra preciosa verde en el ombligo. Es lo bastante grande para tapar todo el botón y estoy casi seguro de que es una esmeralda auténtica, pero no pienso preguntárselo, ni llevarla a un joyero para que la tase. Estaba mirándola y jugueteando con los diminutos anillos de oro que la sostienen en su sitio. Levantó la mirada hacia mí.

—¿Pasa algo?

—¿Qué podría pasar? —Y, a decir verdad, ¿qué podría pasar? La esmeralda resaltaba maravillosamente el verde de sus ojos. Tenía una piel suave e inmaculada, con la única excepción de unas diminutas pecas esparcidas por todo el cuerpo, de esas que la gente rica suele llamar antojos y se hace insertar artificialmente. Su rubio cabello era muy largo, y en aquel momento estaba soltándoselo. Todo estaba donde tenía que estar, y en cantidades generosas. Digamos solo que cuando tenía que elegir un bikini o un pantaloncito corto no sufría ataques de ansiedad.

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