No se trataba sin embargo de una actitud preventiva, no exacta o exclusivamente, sino más bien punitiva o recompensadora según los casos y los sujetos, que él ya veía y juzgaba en seco y sin necesidad de ponerse en mojado, por utilizar las expresiones de Don Quijote al anunciarle a Sancho las locuras que haría por causa de Dulcinea sin que ella le diera quebrantos ni celos, luego cuántas más si se los daba. O bien los entendía, los casos, con la página sin aún escribirse, y quizá por eso para siempre en blanco. 'La vida no es contable', había dicho asimismo Wheeler, 'y resulta extraordinario que los hombres lleven todos los siglos de que tenemos conocimiento dedicados a ello... Es una empresa fallida', había añadido, 'y que quizá nos haga menos favor que daño. A veces pienso que más valdría abandonar la costumbre y dejar que las cosas sólo pasen. Y luego ya se estén quietas.' Pero la página en blanco es la mejor de todas, la más creíble eternamente y la que más cuenta porque nunca se acaba, y en la que todo cabe, eternamente, hasta sus desmentidos; y lo que ella no diga o diga, por tanto (porque al no decir ya dice algo, en un mundo de infinitos decires simultáneos, superpuestos, contradictorios, constantes, y agotadores e inagotables), podrá ser creído en cualquier tiempo, y no sólo en su tiempo único para ser creído, que a veces es nada, un día o unas horas fatales, y otras veces es muy largo, un siglo o varios, y entonces nada es fatal porque ya no hay quien averigüe si la creencia es verdadera o falsa, y además no le importa a nadie, cuando todo está nivelado. Así, ni al abandonar la costumbre, como dijo Wheeler, ni al renunciar a contar y no contar nunca nada, nos libramos de contar algo. Ni dejando la página en blanco. Y ocurre entonces que las cosas, aunque no se cuenten ni tan siquiera pasen, jamás logran estarse quietas. 'Es horrible’, pensé. 'No hay manera. Aunque ni siquiera se cuenten. Y aunque ni siquiera pasen.'
Así que me levanté y aparté mi silla un poco a un lado y, sin disculparme con Manoia ni hacerle un gesto ni decirle nada, me encaminé con andar ligero hacia los lavabos, eso era lo primero de todo, me había indicado Tupra. No estaban cerca y hube de recorrer un buen trecho en su busca, miraba a derecha e izquierda y también al frente, por si mis ojos captaban durante el trayecto a la pareja evadida y así cumplía mi encargo sin más tardanza, aunque iba demasiado de prisa y atareado —el andar se me dificultó en seguida— para ver entre la muchedumbre que debía ir sorteando y que me cerraba el paso, a esa hora la discoteca ya estaba muy llena, de gente chic y no tanto, la noche mezcla cuanto más avanza, y de hecho nuestra zona —que abarcaba a los españoles y la pista semirrápida— era con diferencia la menos abarrotada, la música semilenta atraería a pocos (luego no duraría), y en cambio se veían masas danzantes en el otro escenario o pista o como llamen a éstas ahora, aquella sí era frenética, vi de refilón a esas masas sudando prietas, a unos metros de mí o eran yardas, las bordeé y no hice incursión en ellas, me habría llevado forcejeo y rato y lo urgente eran los lavabos, Tupra sabía que allí estaban los mayores riesgos para dos que se escabullen, es así desde la adolescencia, cuando se fuma a escondidas en el colegio.
Había un poco de cola ante el de señoras, eso no es raro, no sé si es que van más despacio porque toman asiento y cada una, cada vez, limpia el que va a ocupar bien a fondo; había dos o tres mujeres aguardando a la puerta y ante el de caballeros no había nadie, luego entré en éste primero para echar un vistazo, más bien para inspeccionarlo hasta el menor recodo, no quería fallarle al señor Reresby en esto,
'Bring her back. Don't linger or delay’
esas órdenes claras resonaban en mi cabeza. Vi a tres tipos de pie, dos orinando con seriedad o con cara de malas pulgas, el uno al lado del otro aunque no parecían amigos ni desde luego se hablaban, era extraño que se hubieran juntado cuando había otros seis puestos libres, uno tiende a poner distancia en menesteres tales; el tercero frente al espejo, peinándose y tarareando. De los seis retretes, dos estaban ocupados, pero ambos mostraban (me incliné bastante, por la perspectiva escasa) sus correspondientes pares de perneras convertidas en sendos fuelles, asomaban bajo las portezuelas truncas, no estoy seguro de por qué motivo no llegan casi nunca hasta el suelo ni tampoco hasta el techo, las de esas cabiñas públicas, como si fueran las de
saloons
del Oeste, o bueno, por suerte no son de vaivén ni tan cortas (no son chalecos sino gabardinas). Me miraron con suspicacia los orinantes, giraron el cuello como sincronizados y se les acentuó el gesto hosco, fui abriendo las demás portezuelas para comprobar que estaban vacíos los gabinetes, si alguien se sube a la taza sus pies ya no se ven por el hueco de abajo y el sitio parece desocupado, aunque dos personas a la vez encima traerían peligro de hundimiento probable, más aún si una de las dos llevaba fieros postizos de roble o injertos de plomo líquido o lo que fueran. El peinador no se volvió, en cambio, se hacía la raya con agua y con extremado esmero y no dejaba de canturrear muy contento y ajeno a todo ('Nanná naranniaro nannara nanniaro', así sonaba), era
'The Bard of Armagh',
una canción irlandesa, o
'The Streets of Laredo'
se prefiere, que es del Oeste (son la misma melodía con distinta letra y acompañamiento), la reconocí en seguida, la he oído cien veces en películas y en algunos discos, y aquel local no era tan abusivo como para tener altavoces en los cuartos de baño, así que la música de las pistas era apenas un eco lejano tras la doble puerta de los lavabos ingleses, y así se me metió en la cabeza al instante la bien audible balada o quizá es una nana, me sabía más o menos las palabras de la versión vaquera, mucho más conocida que la irlandesa,
'I spied a young cowboy all wrapped in white Unen, all wrapped in white Unen as cold as the clay'
('Divisé o espié a un joven vaquero todo envuelto en hilo blanco, todo envuelto en hilo blanco tan frío como la arcilla'), es la historia atisbada de un muerto que habla (o en realidad negada, es la no historia) y cuya muerte violenta él quiere que se oculte a su madre, a su hermana, a su novia, es decir, la mala vida que lo condujo a esa muerte,
'For I'm a poor cowboy and I know I've done wrong',
ese fue uno de los versos que acudieron a mi memoria, sueltos y salteados, sin orden, 'Porque soy un pobre vaquero y sé que he hecho daño', dice el verso; o 'que he hecho mal', si se quiere. Y a lo mejor no es un muerto sino un moribundo, queda ambiguo y confuso en la taciturna letra o quizá dependa de las variantes y de los intérpretes. Pero no lo creo. En mi recuerdo el pobre vaquero hablaba ya muerto.
Salí del lavabo de caballeros antes que los tres o cinco que allí estaban, fui rápido. Aún había una mujer esperando a entrar en el de las damas, mucho trasiego, así que pasé al de los discapacitados —estampada en su puerta la extravagante imagen de un garfio, tal vez una silla de ruedas habría resultado demasiado prosaica y sórdida para aquel sitio ufano—, o al de los tullidos, como lo había llamado Tupra —estuve a punto de convertirme en uno al resbalar en la rampa, son criminales para los aún enteros—, no por falta de respeto seguramente, sino porque debió de parecerle que la palabra inglesa correspondiente sería más difícil que la conociera Manoia. En efecto era mucho más amplio, en verdad espacioso, y estaba extrañamente vacío. No es que me extrañara que no hubiera en él minusválidos: ese lavabo era toda una deferencia, un rasgo de consideración o una mera medida hipócrita, o acaso obligaban las normativas para discotecas con la demagogia insistente de nuestra época. Pero lo normal es que en esos locales no abunden las sillas de ruedas ni las muletas ni tan siquiera los garfios. Lo que encontraba insólito, sobre todo con mirada española que nunca me ha abandonado, era que el resto de la gente no se colara allí con toda
sans-fagon
y holgura e hiciera uso de las instalaciones tan cómodas como si le estuvieran también destinadas, más aún si había aglomeración en otro. En mi país nadie habría hecho el menor caso de la viñeta en la puerta: ni se habría visto (pero es que nadie; pueblo incivilizado). No comprendí la función de unas barras de metal cilindricas que salían aquí y allá de las paredes, quizá eran apoyos para quienes caminaran con fragilidad o a duras penas, las toqué, eran cuatro, compactas, no huecas, frías, una estaba fija y las otras podían moverse lateralmente a derecha e izquierda, por tanto quitarse de en medio y dejarse pegadas a los elegantes azulejos falsos, no eran toalleros porque toallas no había, tampoco disponía de tiempo para especular al respecto ni para colgarme de ellas con el estómago encima (creo que asombrosamente los cronistas deportivos llaman a esa postura 'rodillo ventral'), como si fueran barras de ejercicios gimnásticos, para probar cuánto resistían de peso: no estaban altas, al nivel del hombro. Todavía no había encontrado a De la Garza ni a Flavia, todos estos pasos los di con celeridad, pero mi prisa aumentaba a cada segundo que transcurría sin aún avistarlos. Miré bien, miré el lujoso sitio de los inválidos hasta el último rincón por si acaso, y salí de allí, tocaba armarse de decisión y descaro y aventurarse en el de señoras sin más remedio, no podía arriesgarme a que el azaroso dúo se hubiera refugiado en él para incurrir en vicio ('No será posible') y yo no lo averiguara por falta de atrevimiento.
'But please not one word of all this shall you mention, when others should ask for my story to hear',
decían otros dos versos de la canción recordada de golpe, instalada en mi mente ahora pese al estruendo ambiente y aunque fuera a trozos, 'Pero ni una palabra de todo esto mencionarás, por favor, cuando otros te pidan escuchar mi historia'. Confiaba en no ver nada que me desagradase ver, en no descubrir historias que se me pidiese oír; confiaba en que no hubiera nada que yo pudiera o debiera contar después.
Aún había una mujer, distinta de la anterior, a la espera de entrar en el concurrido lavabo reservado a ellas y no sé si a los travestidos (había visto por allí a un par, ignoro dónde los mandan ir, en los lugares públicos). Pasé a su lado con tanta presteza y resolución que sólo pudo reparar en mi quebrantamiento cuando ya la primera puerta se cerraba a mi espalda.
'Hey, you',
llegué a oír que intentaba exclamar, pero demasiado tarde y sin convicción, la segunda palabra casi abortada como si se le hubiera ido la electricidad —luego no fue exclamación—, no me seguiría dentro, ella no. Henchí el pecho, tomé aliento, ensanché los hombros y abrí la segunda puerta con el mismo desparpajo (una actuación), la que ya daba al cuarto de baño, una visión repentina de un montón de damas ante los espejos o cerca de ellos aguardando turno o aprovechando un hueco entre dos cabelleras para recomponerse a distancia; se hizo un semisilencio, hubo un movimiento de caras vueltas en mi dirección, distinguí algún ojo perplejo, alguno divertido, alguno asustado y hasta alguno de apreciación. Murmuré varias veces con seguridad el absurdo vocablo 'Seguridad. Seguridad', y cada vez me estiraba o levantaba una de las solapas de la chaqueta, como si en ella llevara una insignia que no llevaba: pero da lo mismo, lo que cuenta es el gesto o el señalamiento aunque nada haya que señalar, como cuando uno apunta con el índice al cielo y todo el mundo mira hacia arriba, al azul y a las nubes, tan vacíos y en calma como el instante anterior; ni siquiera sabía si la repetida palabra,
'Security'
en realidad, era en inglés plausible o una tontería aún mayor que en español, si eso sería lo que dirían un policía o un matón británicos en persecución de alguien o en tareas de registro urgente.
Paseé la mirada veloz, rostros agraciados en general, si Rafita y la señora Manoia se habían introducido allí eran unos insensatos si no unos imbéciles (bueno, él lo era del todo pero aun así no tanto: meterse en un lavabo atestado, teniendo cerca y desierto el de los mutilados); pero ya que estaba dentro tenía que cerciorarme, así que me acerqué a las cabinas con paso firme de inspector o de esbirro (cumplir órdenes, hacer algo por encargo de otro y no por interés ni iniciativa propios, eso ayuda y exime de responsabilidades al ánimo, prestar servicio, eso infunde desenvoltura y desconsideración y hasta puede que crueldad); eran ocho, ocupadas todas como era de prever por la permanente cola en el exterior. Eché una ojeada panorámica bajo las portezuelas cojas, dos pantalones arrugados y seis faldas, o más bien no —las faldas estarían subidas y no asomaban—, sino seis pares de piernas con las medias y las bragas caídas (algún tanga había y una de las mujeres no vestía medias, cosa rara en Inglaterra incluso en verano, sería una extranjera seguro. 'Cuánta lata cada vez', pensé; 'cuánta pequeña complicación, nosotros lo tenemos más cómodo'), ninguno de los ocho en postura irregular, quiero decir ningún par de piernas, todos parecían estar a lo mismo normal, en fin, a lo esperable y a lo regular. Fue un instante, el barrido del ojo, a lo sumo dos, pero no pude evitar recordar la imaginada imagen de un cuento que mi madre me contaba de niño: una de las siete pruebas que debía superar el héroe para rescatar a su amada —campesina o princesa raptada, cautiva en un castillo, no sé— consistía en reconocerla por sus piernas precisamente, el resto del cuerpo y la cara ocultos detrás de un largo biombo corrido o de la correspondiente puerta asimismo truncada, al igual que los de seis o trece o veinte mujeres más puestas en fila, una rueda de reconocimiento como las de las comisarías sólo que con fines liberadores y no acusatorios y nada más que de piernas, no en posición sedente como las de los retretes sino bien erguidas, al héroe le resultaban visibles sólo los seis, trece o veinte pares de pantorrillas y muslos, tenía que adivinar cuáles pertenecían a su pastorcilla o a su damisela; si no me equivoco había algún truco o detalle —no una cicatriz, demasiado pobre hasta para la imaginación de un niño— que le permitían acertar y salvar la prueba, aunque sólo para pasar a otra más ardua. Ya no estaba mi madre en el mundo para preguntarle cuál era la clave del reconocimiento, y seguro que mi padre no recordaría ese cuento, puede que él nunca lo oyera ni lo pidiera al no ser hijo sino marido, tal vez mi hermana o mis dos hermanos, sin embargo era improbable, yo tenía por lo general mejor memoria para las cosas de nuestra infancia, y si la mía fallaba... 'Nunca lo sabré, pero tampoco importa, la mayoría de la gente no se da cuenta de que no importa nada no saberlo todo, aun así demasiado es sabido siempre, tanto que olvidamos gran parte sin querer o queriendo, en todo caso sin preocuparnos ni lamentarlo, aunque averiguarlo en su día nos costara lágrimas y sudor y denuedo y sangre.'