Wheeler se paró y bebió agua con avidez, se acabó el vaso entero de un solo trago o más bien de varios lentos y prolongados, como beben los niños cuando tienen mucha sed pero no les cabe tanto líquido de una vez y han de hacer altos para recuperar el aliento, sin apartar los labios del borde en ningún instante, como si temieran que de otro modo alguien fuera a arrebatarles el vaso. Luego llamó a la señora Berry, le pidió mas agua y que me trajera a mí unas aceitunas para acompañar mi cerveza. 'Así bebéis aún en España, ¿no?, picando algo para que no se os suba a la cabeza', dijo. 'Tengo unas de allí, de tu país, machacadas al limón, creo que son andaluzas. Muy buenas. Se pueden comprar en Taylor's, casi enfrente de donde tú viviste, tengo entendido.' Sí, me acordaba bien de aquella tienda de comestibles. Aunque era bastante cara, me había alimentado de sus productos frivolos en gran medida, durante mis años de Oxford (nunca fui cocinero). Le dije a la señora Berry que por mí no se molestara, que no hacía falta, pero Wheeler ya se las había pedido y ella lo complacía. Cuando ya se hubo marchado y yo tuve mis aceitunas delante —pero nunca se iba del todo, seguía entrando y saliendo cada poco rato, silenciosa y atareada—, le pregunté a Wheeler:
—¿Y a eso fue a lo que se acostumbró su mujer, Peter? ¿A lo que usted ha llamado esas vilezas? Supongo que en su momento no se veían como tales. Y puede que lo sean ahora pero que entonces ni siquiera lo fueran. Sólo parte de la lucha. —Me quedé pensando con un poco de perplejidad, porque no acababa de entender lo que yo mismo había dicho. Así que añadí—: No sé si tal cosa es posible. Que algo esté bien cuando se hace, o sea justificable al menos, y que no lo esté cuando ya se ha hecho, siendo siempre la misma cosa. Quiero decir: no sé si una misma cosa puede ser distinta cuando es presente o ya es pasado, cuando aún es acto o es recuerdo... Bueno, en fin, no me haga caso.
Wheeler me miró como si efectivamente se hubiera perdido en mi lío, y no me contestó de inmediato, es decir, pareció nó hacerme caso.
—En uno de los volúmenes de su autobiografía —dijo—, no recuerdo si el que se llamaba Trail Sinister o Black Boomerang (los leí cuando se publicaron en los años sesenta, en parte por ver si salía Valerie mencionada o aludida en algún momento; y no, no salía, ni tampoco el asunto en el que ella tuvo mayor participación e iniciativa), Sefton Delmer contaba que viajó a Alemania a finales de marzo del 45 y que vio el espectáculo con sus propios ojos, el mismo que había visto con anterioridad en España en los últimos días de vuestra Guerra (también había estado allí de corresponsal) y en Polonia y en Francia: las gentes huyendo sin saber dónde iban y atravesando sucesivos paisajes de ruinas, arrastrando consigo lo poco que les había quedado o que habían podido meter en sus precarios vehículos que no funcionaban, o marchando a pie por las carreteras y campos con niños muy pequeños a cuestas y las miradas ausentes o aterrorizadas, a veces con niños ya muertos que no se decidían a enterrar en mitad de un sendero, o de los que no se atrevían a desprenderse y que seguían cargando como si fueran efigies, sin el menor sentido... Y decía Sefton Delmer que no se paró a preguntarle a nadie si lo que los había impulsado a lanzarse a los caminos y a emprender sus recorridos sin rumbo habían sido por ventura mensajes de Radio Colonia o de Radio Francfort, cuyas frecuencias él había ocupado. 'No quería saberlo. Temía que la respuesta pudiera ser "sí"', escribió, recuerdo. Él mismo se daba cuenta entonces, por tanto. Pero lo había hecho y lo habría vuelto a hacer, como casi todo el mundo hacía todo, como casi todo el mundo hace todo en las guerras. Lo que va surgiendo, son muy pocas las ideas que en ellas no se ponen en práctica. Lo que a alguien se le ocurre para dañar al enemigo, casi siempre acaba por tener vía libre, aunque luego no se reconozca públicamente. La cosa fue tan eficaz y tan grave que las autoridades nazis se vieron obligadas a renunciar a las ondas para dar órdenes e instrucciones a la población. Tuvieron que recurrir a la radiotransmisión por cable telegráfico, algo en lo que nosotros no podíamos colarnos, pero mucho más dificultoso y restringido en su alcance. Ya lo creo que contribuyeron Delmer y su juego negro. No sé si a ganar la Guerra, pero desde luego sí a ganarla más rápido.
Ahora Wheeler pareció fatigado de veras. En cualquier momento podía abandonar su relato, dejar el resto para otro día, callarse, quizá echar el cierre definitivamente. Hasta podía arrepentirse de haber empezado. Yo no quería arriesgarme a eso, porque tal vez ya nunca más lo encontrara en aquella disposición habladora —para él la palabra sería 'talkative'—, dado como era por norma a guardarse lo suyo. 'En realidad quién sabe si volveré a encontrarlo de ninguna forma', pensé, 'si ya dentro de poco me voy de aquí y regreso a España. Lo más probable es que después no vuelva a verlo'. Así que osé insistirle, y aun meterle prisa.
—¿Y qué pasó con Valerie? —Ya no me importaba pronunciar su nombre—. ¿Qué fue eso en lo que ella tuvo mayor parte? Mayor iniciativa, ha dicho.
Wheeler inclinó un poco el torso hacia adelante, apoyó las dos manos juntas en el mango de su bastón, que había colocado verticalmente entre sus piernas, y la barbilla sobre las dos manos, tuve la sensación de que era una manera de coger ímpetu, o de prepararse para un esfuerzo. Los ojos se le avivaron y la voz le salió más fuerte, se le había ido debilitando a medida que hablaba. Se me ocurrió que acaso no había contado nunca, o hacía mucho tiempo y a muy pocas personas, lo que seguramente iba a contarme. Aún no lo daba por cierto.
—Bueno, no sé hasta qué punto estás familiarizado con las leyes raciales nazis —dijo.
—Poco, la verdad —le contesté en seguida; ahora no deseaba que se produjeran pausas—. Tengo una vaga idea general, como casi todo el mundo.
—Eran muy detallistas, casi enrevesadas, y además fueron cambiando, desde 1933 en adelante. También variaba su aplicación según los intérpretes y los organismos. La del Ministerio del Interior era menos estricta que la del Doctor Adolf Wagner, principal autoridad del Partido Nazi en la materia, y la de éste era a su vez menos exigente que la de las SS, por ejemplo. Pero lo que viene a cuento es esto: se consideraba 'judíos' a quienes tuvieran tres o los cuatro abuelos de esa raza, sin que ningún otro factor importara; 'medio judíos', y por lo tanto 'judíos' en la práctica (acababan por ser tratados como tales, salvo rarísimas excepciones), a quienes tuvieran dos abuelos judíos y pertenecieran a esa religión o estuvieran casados con alguien judío en la fecha de entrada en vigor de las Leyes; en cambio eran Mischlinge de primer grado, mestizos, quienes igualmente tuvieran la mitad de sus abuelos judíos pero no profesaran la religión ni tuvieran cónyuge de esa raza; por último, eran Mischlinge de segundo grado quienes descendieran de un solo abuelo 'contaminante' y de tres 'gentiles', es decir, 'arios' o lo que los nazis llamaban 'alemanes'. La diferencia era fundamental, porque a los de segundo grado por lo general se los dejó en paz, e incluso algunos obtuvieron el Certificado de Sangre Alemana, previo estudio de cada caso por parte de Hider en persona, quien al parecer juzgaba el asunto lo bastante importante como para encontrar y dedicar tiempo a examinar esos expedientes y pronunciarse sobre la 'recalificación' o no de cada individuo que la solicitase, y fueron unos cuantos millares. Lo haría a su ritmo, claro está, supongo que dictaminar no le correría mucha prisa, a diferencia de a los interesados: unos pedían pasar de 'judíos' a Mischlinge de primer grado, los del primero serlo del segundo, y los del segundo aspiraban a la 'arianización' y al Certificado. No fueron pocos los que se suicidaron al verse finalmente adscritos a la 'judería'. La gente dudosa tenía tanto pánico a eso que hubo numerosas tentativas, algunas con éxito, de falsificación, sustitución, ocultamiento y destrucción de viejas partidas de nacimiento de abuelos, sobre todo entre 1933 y 1939, luego ya fue casi imposible. Muchos funcionarios de ayuntamientos, o de registros, o de donde se guardasen, hacían desaparecer documentos comprometedores a cambio de abusivas sumas de dinero o aun de propiedades; a veces, incluso, mediante oportunos incendios parciales de archivos o plagas de ratas muy selectivas. O bien, si la falsificación que les traían era perfecta, con papel antiguo y todo, aceptaban dar el cambiazo y convertir a un abuelo o abuela judíos en católicos o protestantes, con alteración del apellido incluida. En las poblaciones no muy grandes fue frecuente, era más fácil. Claro que esos funcionarios casi nunca destruían de veras el documento reemplazado o sustraído, a menos que el pagador exigiera que se le entregara para encargarse él de su desaparición. No solía ser así, los judíos no podían poner muchas condiciones, y el funcionario se lo guardaba por lo que pudiera haber en el futuro. Las pruebas, por así decir, se volatilizaban temporalmente tan sólo. Anda, sírveme un poco de jerez ahora —añadió Wheeler, como si relatar todo aquello lo hubiera animado. Hablar de historia anima a los viejos, a menudo.
—¿Tiene alguna preferencia? —le pregunté, señalando hacia un estante alto con botellas, a mi derecha.
—Cualquiera de esas —dijo. Me levanté, le serví su copa, se la entregué, bebió dos sorbos y continuó (ahora no temía que se ínterrumpiese)—: Cuando al cabo del tiempo se descubría a un 'judío' o 'medio judío' disfrazado de 'cuarto de judío', o a uno de primer grado, a un Mischling, disfrazado de mestizo de segundo grado o de 'ario', contaba poco lo que estipularan las Leyes: su destino dependía, sobre todo, de quién fuera el descubridor y de su capricho, y de a quién lo denunciara. No era lo mismo irle con la historia a la policía local o a un mero alcalde que a las SS o a la Gestapo. Podía no pasarle nada en absoluto, que se hiciera la vista gorda, o ir a parar a un campo de concentración con su familia entera, en represalia por el engaño. No sé si sabes lo que dijo en una ocasión Goring o Goebbels, uno de los dos, no recuerdo, debió de ser Goring: 'Es judío quien yo digo que lo es, eso es todo'. Al parecer cuando dijo eso no fue para 'judaizar' a alguien, sino para lo contrario, porque le convenía. En contra de lo que comúnmente se cree, y de la propia propaganda nazi, hubo muchos Mischlinge e incluso 'medio judíos', que sirvieron con lealtad al Reich, hasta en el Ejército o en cargos de responsabilidad, administrativos o del Partido. Hace unos años salió un libro titulado Hitler's Jewish Soldiers, de un tal Bryan Rigg, ¿lo has leído?, en el que se contaban unos cuantos casos de lo más llamativo. Un 'medio judío' llamado Goldberg, que era rubio y de ojos azules, apareció fotografiado y ensalzado en la prensa propagandística como 'El soldado alemán ideal', qué te parece. Hubo coroneles, generales y almirantes que eran 'medio judíos' o 'cuarto', aunque Hitler se ocupó de declararlos convenientemente 'arios'. Con un Teniente Coronel, sin embargo, Ernst Bloch de nombre, como el filósofo, veterano de la Primera Guerra, hubo de rectificar y destituirlo por una protesta personal de Himmler. Qué fue de él tras eso, lo ignoro o no lo recuerdo: quién sabe si pasó de mandar tropas a consumirse en un campo, si cayó totalmente en desgracia. Mucho dependía del azar, o de si se contaba con la amistad o el favor de algún alto dirigente. Al Mariscal de Campo Milch, por ejemplo, en cambio, que era 'medio judío', su amigo Goring le aportó una prueba falsa (se la fabricó) demostrativa de que en realidad no era hijo de su padre oficial 'plenamente judío', sino del amante 'ario' de su madre, la cual, si vivía, no se sabe qué opinaría de la revelación extraordinaria, hubiera tenido o no aquel amante. A Milch se lo recalificó como 'ario' y se lo condecoró con la Ritterkreuz por su actuación en Noruega. Ya ves, una bendición ser bastardo, en Alemania en aquellos tiempos. —Y Wheeler volvió a reír brevemente, con una risa burlona que me recordaba a la tan característica de su hermano Toby—. ¿De dónde veníamos ahora, Jacobo? Lamento estos hiatos de memoria, me pasa sólo con la inmediata. Entre ellos y esos momentos de afasia, pronto ya no podré contar nada.
'No está tan mal como para no darse cuenta', pensé, 'algo es algo. Pero no se le habrían producido estos vacíos hace un año ni hace unos meses. Parece como si él y mi padre marcharan al mismo tiempo, al mismo paso, aunque Peter está más entero. Pese a ser un año mayor, durará más seguramente. Qué lástima los dos cuando ya no estén. Qué lástima.'
—Seguía teniendo que ver con su mujer —le contesté—. Usted sabrá mejor. Con su muerte. Eso creo.
—Oh sí —me respondió—, tiene mucho que ver, o todo. Sí. Sí. —Y al repetir esta palabra pareció enhebrar de nuevo el hilo—. En la sección negra del PWE, como te he dicho, había gente que ni siquiera sabía que trabajaba para ella, ni de su existencia. Valerie desde luego lo ignoraba. Pero había un sujeto que probablemente lo sabía muy bien, y que aparecía por Woburn o por Milton Bryant sólo de vez en cuando, con una batería de ideas y aparente autonomía, hasta de Delmer. Se llamaba Jefferys, un alias casi seguro, y su mente era diabólica, o eso me contaba Valerie cuando yo venía de Jamaica o de Costa de Oro o de Ceilán, donde estuviera destinado, y nos veíamos durante un par de semanas o unos días. La misión de aquel Jefferys era idear trastornos, problemas a los que, por secundarios o peregrinos que fuesen, los alemanes se vieran obligados a prestar atención y a intentar poner remedio. Y también espoleaba al personal, por lo visto era único en eso.
—¿Esparcir brotes de cólera? —No pude evitar preguntárselo. Pero él no se dio por aludido, quizá no recordaba ya sus palabras al respecto.
—Exacto, O aunque fueran sólo de varicela. Todos teníamos el convencimiento, en todas las divisiones, secciones, unidades y grupos, en el SIS en general, en el SOE, en el PWE, en el OIC y en la NID, en la PWB y por supuesto en el SHAEF, de que cualquier contrariedad que los distrajera de lo importante, que los apartara de sus quehaceres bélicos o los hiciera descuidarlos o se los entorpeciera, que mermara en lo más mínimo su eficacia, nos favorecía enormemente y nos ayudaba a ganar tiempo cuando aún esperábamos a que los americanos (qué pesados y dubitativos fueron; luego presumen) se decidieran a entrar en la Guerra. Se trataba de mantener ocupado al mayor número posible de hombres con minucias molestas o de peligroso aspecto. Cada vez que los nazis debían desplazar a un soldado o a un miembro de la Gestapo hacia alguna tarea inesperada y ajena a la propia Guerra, eso valía la pena y nos daba alguna ventaja, o ese era nuestro sentimiento: el de nuestra absoluta desesperación hasta diciembre del 41, más de dos años resistiendo solos. Aquel Jefferys llegaba, se instalaba una semana, daba multitud de instrucciones, desplegaba una energía frenética y azuzaba a la gente de allí a que también concibiera artimañas y trucos para causar el mayor daño. Era un tipo entusiasta, hiperactivo, febril y contagioso, que elevaba mucho los ánimos porque a todo le daba importancia. Según él, cualquier cosa, cualquier empellón o zancadilla podía ser útil. Si en una ciudad alemana o de la Europa ocupada, por ejemplo, se producían asesinatos o continuos robos en las casas; si ardían edificios y hoteles o se declaraba una epidemia, aunque fuera de gripe, o fallaba el suministro de lo que fuese, de la electricidad, el gas, el carbón o el agua; si faltaban las medicinas en los hospitales o los alimentos se corrompían, todo eso servía. La acumulación de inconvenientes y calamidades, de crímenes, crea inseguridad, desconfianza y zozobra, y tener que ocuparse de muchas cosas a la vez es lo que más desgasta y exaspera. Cuanto más descentrados estuvieran los nazis, cuanto más atareados con asuntos no vitales, más posibilidades teníamos nosotros de golpearlos en los vitales.