Última Roma (48 page)

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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

BOOK: Última Roma
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Sin palabras. Solo esa indicación. Los romanos han debido pasar por situaciones parecidas en otras ocasiones, porque nadie titubea ni pregunta. Entre cuatro
comites
fuertes agarran al caído. Le desatan las manos, aunque dejan las ligaduras colgando de la muñeca derecha.

Le arrastran. El otro se debate, les grita lo que deben de ser insultos en su lengua. Pero entre los cuatro le llevan hasta un tronco muerto, a pocos pasos. Le propinan unos cuantos golpes para doblegarle.

Mientras, el
semissalis
Gregorio ha recogido de la nieve un hacha perdida por los atacantes. Un arma tosca pero poderosa, de hoja ancha y filo mellado. Dos de los romanos sujetan al vascón por los pelos y el brazo izquierdo. Los otros dos tiran del cuero de las ligaduras hasta forzarle a que su brazo repose estirado sobre el tronco.

Mayorio se recoloca el gorro panonio de piel. Se encara con el caristio.

—Dile que si sigue dándonos problemas, no le mataremos. Le cortaremos primero la mano derecha. Luego la izquierda. Después la lengua. Y le dejaremos ir, para que malviva de la caridad de los de su pueblo.

El prisionero deja de forcejear. Enmudece. Con el brazo estirado a la fuerza sobre el tronco, la cabeza girada, observa por entre las greñas a Gregorio, que aguarda hacha en mano. Ha perdido el disfraz de bravura. Solo queda un guerrero muy joven y muy asustado. El
comes
vuelve a hablar, sin mirarle siquiera.

—Pregúntale por qué nos han atacado.

—Por el tesoro que dicen que llevamos.

El
comes
echa una mirada rápida a Gregorio. Pero el
semissalis
mantiene la vista al frente, con el gorro panonio encasquetado y esa hacha formidable empuñada a dos manos.

—El tesoro. Ya. ¿Y no sabían que el oro es para aquellos que sean capaces de entregarnos a unos criminales a los que venimos persiguiendo?

—Dice que lo sabían.

—¿Qué puede contarnos sobre ellos? Recuérdale que se está jugando las manos.

—Dice que solo sabe que se encuentra más al oeste. Lo jura por la diosa madre. Te pide que no le mutiles.

Resopla el
comes
, ceñudo.

—Pregúntale a qué gens pertenecen él y los suyos.

Esta vez el guía no traduce. Se echa a reír. Sacude la melena, contenida mediante una tira de cuero que pasa por nuca y frente.

—Estos forajidos no son parientes entre ellos. Son una banda de jóvenes pobres. Hijos menores a los que, por los usos vascones, no les corresponde herencia, ni tierras ni ganado. Se echan al bosque, al latrocinio. Seguro que oyeron contar que éramos pocos, que llevábamos mucho oro. Y pensaron que podrían hacer una ganancia fácil.

Ahora sí que gira Mayorio la cabeza para observar al prisionero. Su humor varía de golpe. No muda de gesto, pero lo advierte de inmediato Hafhwyfar, gracias a esa sensibilidad a sus estados de ánimo que parece estar desarrollando. O recuperando.

Le da la espalda. Alza el arco y habla por encima del hombro.

—Soltadlo. Que se vaya.

Gregorio depone el hacha. Los soldados fuerzan al prisionero a incorporarse. Mayorio vuelve a levantar el arco como el que agita un bastón.

—Guía. Dile que puede hacer un buen servicio a su gente. Que corra la voz de lo que ha ocurrido aquí y advierta a quien quiera oírle de que la próxima vez no seremos tan indulgentes. Por una vez, pase. Hemos venido a estas tierras en son de paz. Perseguimos a unos ladrones, asesinos y sacrílegos que profanaron un lugar santo y mataron a un anciano venerable. Cualquiera que trate de estorbarnos, tendrá que asumir las consecuencias de sus actos.

El imperio romano de Oriente (Wpedia)

Vasconia Externa

Hafhwyfar no volverá a pensar en aquel cambio tan brusco de ánimo hasta dos jornadas más tarde. Tal vez porque hasta ese momento no logran la más mínima intimidad. Han sido dos días de cabalgar. Dos noches de acampar en la nieve entre los árboles. De pasar frío, comer poco y dormir con las armas junto a la mano.

Esta pernocta disponen de techo. Mejor todavía, cuentan con un cubículo para ellos dos solos.

Una gens de vascones les ha dado hospitalidad, por muy impensable que esa contingencia les resultase cuando entraron en lo que Basilisco llama la
Vasconia Externa
. Pero las noticias sobre su avance por esas tierras boscosas les preceden y no solo por la fama del oro acuñado que transportan. También ha cundido la historia de que persiguen a unos profanadores, asesinos de un hombre santo cristiano y ladrones de máscaras sagradas.

Y, sobre todo, ha corrido de castro en castro la especie de que con los perseguidores cabalga una mujer de cabellos rubios que maneja armas y luce un dragón dorado en su escudo. De boca en boca, las habladurías han debido ir distorsionándose y elaborándose.

Según los guías, la deidad principal de este pueblo pagano es justo una diosa solar. Y uno de los atributos de tal diosa es un dragón. Cabellos rubios, un dragón, una misión sagrada. Todo eso ha debido irse trenzando en la imaginación de estas gentes aisladas y apegadas a sus mitos para forjar una leyenda que les precede.

Gracias a ella es por lo que están hoy aquí, bajo techo. Esta noche han banqueteado con los anfitriones, que no han escatimado el pan de bellota, ni la carne de venado ni la sidra. Y además ahora tienen un cuarto para ellos dos solos.

En realidad, más bien cuartucho. Esos vascones son pobres, viven la existencia dura de los pobladores de los bosques y no pueden ofrecer comodidades de las que no disponen. ¿Pero qué más da? Tienen un techo, están juntos y gozan de intimidad. Eso es todo lo que importa.

Hafhwyfar está ahora sentada con las rodillas juntas y los ojos cerrados. Se abraza las piernas. Siente en el rostro el calor del brasero y en la espalda la tibieza del cuerpo de Mayorio. Oye cómo chisporrotean los carbones al rojo. Siente cómo los dedos de su acompañante le acarician el hombro derecho, al tiempo que sus labios le besuquean en la nuca.

Esas yemas recorren con lentitud su piel. Es como si siguiesen el relieve del tatuaje de la serpiente enroscada en su omóplato. ¿Podrá ser que en la oscuridad lo sienta al tacto? Adormilada, se dice que no puede ser casualidad que dedos y labios se concentren sobre sus dos tatuajes de
ghaobela
. Conoce la curiosidad tremenda que esas dos marcas despiertan en Mayorio. Sobre todo el de la nuca, que nunca ha podido llegar a ver bien, ya que lo oculta la cabellera larga.

Ya le explicó ella que los tatuajes señalan a los miembros de las distintas sociedades guerreras britonas. Solo las
ghaobelas
tienen el derecho a lucir tatuajes de ese tipo, ya que son la única sociedad bélica femenina. Poco más puede saber él, al menos de sus labios. Nunca preguntó nada. No sabe Hafhwyfar si por desinterés, por discreción o por miedo a violar alguna prohibición casi sagrada.

Quizá sea esto último. Hafhwyfar sabe que los soldados romanos tienen sus propios secretos de clase. Arcanos que se transmiten de veteranos a novatos. Conocimientos ocultos al que acceden al ingresar en sus unidades y que juran no revelar bajo ningún concepto a los profanos.

Siente cómo ahora el humor de Mayorio cambia. Sus labios le buscan el hombro al tiempo que le enreda los dedos de la mano izquierda en los cabellos de la nuca. Con la derecha le rodea el tórax. Le oprime con suavidad un pecho. Ella deja escapar un suspiro muy hondo. Los labios de Mayorio navegan por el trazo curvo de la serpiente azul oscuro de su escápula. Siente ella el calor de las brasas en el rostro. Siente cómo otro calor nace abajo y muy adentro para subirle por el cuerpo.

Es como si no estuviera del todo presente en ese cuartito. Como si el alma se le hubiese despegado del cuerpo en parte. Tal vez ayuda a esa sensación el calor del brasero, el que no haya más resplandor que el rojo de las ascuas, la estrechez de la habitación, esas caricias sobre su piel desnuda.

Puede que este lugar no sea más que un hueco entre cuatro paredes. Pero para ella vale más que todos los palacios del mundo. Justo sus pequeñas dimensiones refuerzan esa intimidad tan agradable en la que su espíritu flota en estos momento.

Siente a Mayorio apretado contra su espalda. Oye cómo golpean las ráfagas de aguanieve contra las paredes y el techo. Y es feliz.

Feliz de que su hombre y ella estén juntos de nuevo. Juntos como ya lo han estado en anteriores ocasiones, en existencias previas. Juntos como lo estarán en otras del futuro. ¿Qué más se puede pedir? ¿Acaso no es este el destino que comparten? Viajar durante una eternidad a través de vidas que se van sucediendo, el uno al encuentro del otro. Reunirse para vagabundear juntos. Separarse por último, pero solo para comenzar a buscarse otra vez y reiniciar así el ciclo.

Se está deslizando hacia el sueño, mecida por todas esas ideas deslavazadas. Flota en un ensueño de eternidades e infinitos. ¿Cuánto? ¿Cuánto tardarán la próxima vez en volver a encontrarse?

Tal vez ha formulado esas preguntas, entre murmullos, porque Mayorio le responde al oído.

—Las encontraremos, descuida. No te preocupes.

Se ha equivocado y eso le saca a ella de la duermevela. Sonríe como una gata con los ojos cerrados. Siente el calor de la lumbre en la cara, en los pechos, en el vientre.

—¿Cómo no me voy a preocupar, querido? Han estado a cargo de mi línea materna desde hace cinco generaciones. Y yo las he perdido. Perdido.

»Son únicas, irreemplazables. Son máscaras de antepasados. Están benditas por obispos ya muertos.

Sonríe despacio. Una sonrisa que él, de haber visto, no habría podido conjugar con sus palabras. No sabe hasta qué punto cree ella en el destino que arrastra y subyuga. En que todo obedece a un porqué.

—Esas máscaras han estado a cargo de mi madre, mi abuela, mi bisabuela…

Él refriega la barba contra la base de su cuello, desconcertado por ese fatalismo tras la cólera de días pasados. La oye ronronear y huele su aroma a mujer. Piensa en las máscaras y se le vienen a la cabeza los
draconis
militares romanos. Un número nada despreciable de soldados siguen considerando genios tutelares a esas testas metálicas. Las veneran en secreto. Para ellos no son solo metal y tela, sino el soporte físico de númenes.

Eso le lleva a preguntarse si no les ocurrirá lo mismo a muchos britones con sus máscaras de héroes. ¿Las verán como algo más de lo que reconocen en público? ¿Hasta qué punto compartirá Hafhwyfar esos paganismos? Es obvio que para ella su pérdida es una herida abierta. Procura no exteriorizarlo pero se le nota, y él se duele por ella.

Van a capturar a los ladrones, tarde o temprano. De eso no le cabe duda. Andan errantes y sin encontrar quiénes los acojan. Subsisten gracias a lo que recolectan, mendigan y roban. Los vascones no han querido matarlos. Los cabezas vascones no han querido ofender a sus dioses con su muerte, ya que derramar la sangre de sacrílegos podría mancharles con sus culpas.

Esos temores religiosos han hecho a cambio que nadie haya querido entregarlos. Eso no preocupa a Mayorio y sí que algún jefe, por codicia, robe las máscaras a su vez, creyéndolas magia poderosa. Porque entonces va a ser casi imposible recuperarlas.

Le acaricia el pelo, la besa en el cuello.

—No te preocupes —repite—. Daremos con ellos aunque nos cueste el invierno.

Ella sonríe con los ojos cerrados.

—Si tardamos, mejor. Me gusta viajar a tu lado.

Él se limita a frotar la barba contra sus hombros. A veces ella deja caer frases que, aunque le son incomprensibles, le remueven por dentro. Ella pregunta.

—¿Por qué perdonaste la vida a ese vascón el otro día?

—¿Qué hubiera ganado matándolo?

—¿Y qué no haciéndolo? —Gira la cabeza—. A mí no me engañas. Algún motivo tuviste. ¿Cuál?

Él reposa el mentón sobre su hombro y ella echa la mano atrás para revolverle los cabellos. Tal vez esa caricia le hace abrirse y hablar con lentitud.

—Fue como si me viera a mí mismo.

—¿En ese bárbaro? ¿Qué dices?

—Hablo en sentido figurado. Lo que me hizo sentirme como ante un espejo fue saber que esos infelices nos atacaron porque creían que teníamos un tesoro. Murieron por una patraña.

»Yo entré en los
victores flavii
con quince años y no lo hice ni por deseo de gloria ni por hacer carrera en el ejército. Lo hice por culpa de los cuentos de mi padre sobre la restauración del imperio.

»Tenía tantos pájaros en la cabeza como esos vascones. Seguro que a ellos sus mayores les han contado cuentos sobre cómo un hombre resuelto puede abrirse paso en la vida con sus armas y su coraje. ¡Bah!

Se tumba casi airado sobre las pieles que hacen de lecho. Hafhwyfar se queda abrazada a sus rodillas. Contempla los carbones del brasero. Tentaciones siente de consultar a las ascuas, pero le entra miedo de que Mayorio note algo raro. Así que se contiene y cierra los ojos para al menos sentir su calor, tan confortante.

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