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Authors: Henning Mankell

Tags: #Drama

Un ángel impuro (5 page)

BOOK: Un ángel impuro
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Forsman se percató del apuro en que se encontraba y rugió, dirigiéndose a todos, que la muchacha que lo acompañaba se llamaba Hanna Renström y que había ido a la ciudad a visitar a su familia. Pero que aquella noche, la última del año, la acogería bajo su techo.

Cerca de la medianoche, Forsman había reunido a toda su familia y a la servidumbre, incluso los caballerizos, los braceros y las criadas. Abrió de par en par una ventana de lo que Hanna comprendió que llamaban «el salón» y les gritó a todos que guardaran silencio. Sonaba el reloj de la iglesia de Sundsvall. Hanna se dio cuenta de que Forsman contaba las campanadas en silencio al tiempo que se le llenaban los ojos de lágrimas.

Hanna vio con horror que estaba a punto de echarse a llorar. Jamás en su vida habría podido imaginar que un hombre adulto fuese capaz de llorar. Se le hizo un nudo en la garganta al comprender que para él era verdaderamente importante lo que sucedía cuando las campanadas, llevadas en volandas por el frío, entraban por la ventana abierta. Cuando dejaron de sonar, Forsman entonó un salmo y todos los allí reunidos lo corearon con él, incluso Hanna, aunque ella cantaba con timidez y como escondiéndose.

Aquella noche durmió en una habitación junto con tres de las criadas mayores. Compartía cama con una muchacha que se llamaba Berta y tenía su misma edad. No podía decirse que oliera a limpio y Hanna sospechaba que ella misma tampoco olería mucho mejor. Berta dio varias vueltas antes de acomodarse a codazos, ocupó la mayor parte de la cama y le confesó a Hanna en tono lúgubre que tenía que levantarse a las cinco de la mañana pese a que era el día de Año Nuevo, que casi contaba como un domingo. Pero debía encender el fuego de las estufas con la leña que trajeran los braceros.

Berta no tardó en dormirse. Pero Hanna seguía despierta pensando que faltaba algo. Tardó un buen rato en caer en la cuenta de qué era.

Las paredes de piedra no crujían. El frío no traspasaba aquellos muros como hacía con los maderos de su casa.

Y en aquel momento, en la cama junto al muro de piedra, comprendió por primera vez que se hallaba en un mundo desconocido. Ya no podría extender el brazo y tocar a sus hermanos, ni oír la respiración pesada de Elin cuando ésta dormía profundamente.

Se hallaba lejos, en medio de algo que le era del todo nuevo e ignoto.

Posó la mano con sigilo en el cuerpo cálido de Berta. Echaba de menos a sus hermanos, con los que siempre había estado.

Ahora se encontraba sola, y no sabía cómo iba a enfrentarse al vacío que crecía a su alrededor.

11

Al día siguiente Forsman mandó a Jukka, el más fiable de sus empleados, que acompañase a Hanna a buscar a sus parientes. Elin le había dado la dirección donde se suponía que vivían. Pero eran unas indicaciones imprecisas; y Sundsvall, una ciudad donde las calles y los números de las casas no siempre coincidían.

Más difícil aún se presentó la situación cuando Forsman, que aseguraba conocer a todos en la ciudad, no había oído hablar de los Wallén. Claro que eso no se lo dijo a Elin. Pensó que tal vez vivían en las proximidades de alguna de las serrerías de los alrededores de Sundsvall.

El frío se había suavizado. Hanna notaba que ya no le mordía la piel como durante el largo viaje en trineo.

Forsman los acompañó hasta la calle.

—Si no encuentras a la familia, te la traes de vuelta a casa —le ordenó a Jukka, que aguardaba con el gorro de cuero en la mano.

Hanna pensó que Jukka parecía sumiso e inseguro ante aquel hombre corpulento envuelto en unas pieles gigantescas. Debía de tener sesenta años, pero se comportaba como un niño que temiese una zurra.

No lo comprendía.

Echaron a andar. En cuanto Forsman desapareció, Jukka se convirtió en otra persona. Escupía y caminaba con gesto osado, abriéndose paso a codazos cuando la gente no se apartaba, como si fuese el amo y señor de la calle cubierta de nieve.

A la pálida luz del invierno, Hanna pudo contemplar la ciudad a la que había llegado. Por cada casa de piedra que dejaban atrás, parecían haber surgido diez chabolas de madera a punto de derrumbarse. «Como las setas», pensó. Las casas de piedra eran las comestibles, las chabolas, las que uno pisa y no se molesta en recoger.

La embargaba el desasosiego. ¿Encajaría allí o sería una de esas personas que jamás armonizaban con la ciudad?

Aparte de todo aquello, también le quedaba por descubrir el mar, que tampoco fue como ella se lo había imaginado. Había un puerto lleno de grandes embarcaciones, unas con mástiles, otras con chimenea. Pero el agua no era infinita, como le había dicho su padre. Veía tierra por todas partes, desde ningún punto se adivinaba el mar abierto más allá de los surcos y las grietas heladas.

Jukka la instaba a seguir cada vez que se detenía. Parecía andar tan escaso de tiempo como su señor, tener la misma prisa.

Fueron siguiendo la orilla del puerto, cubierta de hielo. Hanna estuvo a punto de resbalar y caer en varias ocasiones. Los zapatos que llevaba, confeccionados por un zapatero lapón de Fjällnäs, eran poco apropiados para el adoquinado cubierto de hielo de las calles.

Llegaron a un batiburrillo de cabañas de madera que parecían abrazarse unas a otras para conservar el calor.

Jukka se detuvo y le preguntó a un hombre que tiraba de un trineo cargado de leña. ¿Qué dirección? ¿Wallén? El hombre, que tenía una quemadura enorme en la mejilla y que tosía estrepitosamente, señaló al tiempo que intentaba explicar el camino. Jukka lo apremió impaciente y se llevó la mano al gorro de piel en señal de agradecimiento antes de reemprender la marcha.

—Aquí no hay quien coño encuentre nada —masculló en aquel dialecto suyo tan cantarín—. Aquí no hay quien se oriente, pero creo que es ahí.

Se detuvo ante una casa de madera de dos plantas, con el techo abuhardillado, las ventanas llenas de apañas y una puerta que parecía fuera del marco. Jukka la aporreó. Enseguida abrió una anciana tan arropada con pañuelos que Hanna sólo podía verle los ojos y la nariz.

—Wallén —le espetó Jukka—. ¿Vive aquí alguna familia con ese apellido?

La anciana dio un respingo, como si la hubiese golpeado. Y acto seguido dijo algo que él no entendió.

—Quítate el pañuelo, vieja —rugió—. Vengo de parte del comerciante Jonathan Forsman. Él es quien quiere saber si vive aquí alguien que se apellide Wallén. ¡Y con tantos andrajos como te tapan la boca y esa voz tan chillona no entiendo lo que dices!

La anciana se quitó los pañuelos que le cubrían la cara. Hanna vio que tenía el rostro picado, y que parecía que hubiese pasado hambre.

—La familia Wallén —repitió Jukka, sin reprimirse a la hora de mostrar su impaciencia.

—Se han ido de viaje —dijo la anciana.

—¿Qué significa eso? ¿Se han ido al cielo o al infierno? Responde como es debido antes de que pierda la paciencia.

La anciana dio un paso atrás ante la amenaza, pero Jukka interpuso su bota gigantesca entre la puerta y el marco.

—Sólo queda un viejo en la casa —admitió al final la mujer—. Lo dejaron aquí. Y no sé adónde se fueron.

Jukka se mordía los labios mientras pensaba qué decir a continuación.

—Pues entraremos y hablaremos con él —dijo al cabo—. Llévanos a su casa.

La anciana los guió por la escalera. Unos niños paliduchos los miraban curiosos desde las puertas entreabiertas. Hanna se percató de que olía a agrio y amargo, como si no ventilasen jamás.

Continuaron hasta la última planta, donde la anciana se detuvo por fin ante una puerta, dio unos golpecitos y se apartó enseguida. Cuando Jukka la abrió, le dio a Hanna un empujón para que entrase.

—Venga, habla con tu pariente —le ordenó—. O te quedas a vivir aquí o te vuelves conmigo.

La habitación tenía una cama, una silla de palillería y un espejo quebrado que colgaba de una pared. Hanna se vio la cara reflejada en él, un rostro lleno de desasosiego, alguien a quien ella no reconocía. Luego miró al viejo que yacía en la cama y la miraba como si acabase de bajar de los cielos.

Y recordó las palabras de su padre, las últimas que le susurró en secreto. Sobre el ángel impuro. ¿Tendría razón su padre? ¿Creería el viejo estar viendo un ángel? ¿O sólo una sirvienta desconcertada venida de las montañas remotas?

12

Jukka se impacientaba.

—Pero habla con el viejo —masculló—. No hay tiempo para contemplaciones. —Se acercó y tiró de una ventana que parecía llevar cerrada tanto tiempo que costaba abrirla—. Esto apesta —declaró—. Hay un olor agrio a viejo. La tierra ha empezado a consumirte sin que te hayas dado cuenta. Tienes el cuerpo lleno de gusanos que te devoran.

Jukka acuciaba con la mirada a Hanna, que se acercó a la cama donde se encontraba el viejo. Tenía restos de comida en la barba, la camisa de dormir sudada y sucia. Hanna le dijo quién era, cómo se llamaba y quiénes eran sus padres. El viejo no parecía comprender, o quizá no la oía. Ella repitió lo que acababa de decir, pero un poco más alto.

El anciano alzó una mano temblorosa por respuesta y Hanna pensó que querría saludarla. Pero la mano señaló a la ventana.

—Tengo frío —dijo el viejo—. Cierra la ventana.

Jukka, que esperaba como haciendo guardia, se apresuró a dar un paso hacia delante, igual que si fuese a atacar.

—Huele muy mal en la habitación —dijo—. Hay que ventilarla un poco. Pero, abuelo, ¿sabe usted quién es esta muchacha, Hanna Wallén? ¿Es pariente suya o no? En cuanto sepamos la respuesta nos iremos.

Pero el viejo no entendía. Empezó a suplicar comida, tenía hambre, ya nadie le daba de comer.

Hanna lo intentó de nuevo. Volvió a explicarle quién era y estuvo un buen rato hablándole de Elin. Pero era obvio que de nada servía. El anciano que yacía en aquella cama mugrienta vivía en otro mundo donde lo único que tenía algo de trascendencia era el hambre que estaba pasando.

—Nos vamos —dijo Jukka—. Es tiempo perdido. Hablaremos con la mujer, ella quizá sepa algo.

De haber podido, Hanna habría abandonado aquel edificio, habría echado a correr sin parar hasta hallarse de nuevo en casa con Elin y sus hermanos. Allí no había quien la acogiera, aquel largo viaje había sido en vano. Ella no tenía nada que hacer en la ciudad. El único que podía darle la bienvenida era un viejo desquiciado, nadie más.

Cuando Forsman supo del malogrado viaje, reprendió a Jukka, de nuevo sumiso. ¿Ni siquiera pudo averiguar adónde había ido la familia? ¿Tan difícil era?

Sin embargo, Forsman fue calmándose poco a poco y le dijo a Hanna, de nuevo con su voz más amable, que se encargaría de las indagaciones personalmente. Hanna no debía preocuparse. La gente no solía desaparecer sin dejar rastro. Él encontraría a aquellos a quienes ella buscaba.

—Entretanto, te quedarás aquí —anunció—. Harás algo de provecho en la casa. ¡Ayuda a las otras muchachas!

Dos días más tarde ya tenía información que revelarle. Llamó a Hanna a su biblioteca, donde ella lo halló sentado tras el escritorio masticando una colilla.

—El viejo al que conociste no es más que una especie de inquilino —le explicó—. Ni siquiera sois familia. Le permitieron que se quedara allí hasta su muerte. Entonces serán otros quienes ocupen la habitación. Se mudará allí un estibador con toda su familia. Esperan que muera a la mayor brevedad, puesto que ahora viven todos en un establo. Pero sobre el paradero de los demás nadie ha sabido decirme una palabra.

Forsman la escrutó con la mirada. Hanna comprendió que debería estar asustada, pero se armó de valor.

—He pensado que puedes quedarte aquí hasta nueva orden —declaró Forsman al fin—. Necesitamos otra criada en la casa.

Hanna cerró los ojos, respiró. Ignoraba si por el alivio que sentía o de pura alegría. Intentó evocar los sonidos de la casa y del río, pero todo estaba en silencio, tan sólo interrumpía sus cavilaciones un carro que chirriaba en la calle.

Forsman pareció intuir lo que estaba pensando. Sonrió. Hanna le hizo una breve reverencia y salió de la biblioteca.

Una vez fuera, pensó para sus adentros: «Algo he venido a hacer aquí, después de todo».

13

A partir de entonces trabajó con Berta. Andaba siempre pisándole los talones, con ella compartía las tareas y fue ella quien le enseñó la ciudad en los escasos ratos libres de que disponían. La mayor parte del tiempo la empleaban en lavar la ropa blanca de la casa. En el patio interior de la vivienda había una bomba donde cogían el agua para el lavadero, que estaba junto al establo. Hanna no comprendía cómo Berta aguantaba un trabajo tan pesado, que rara vez duraba menos de doces horas al día. Había comenzado a servir con Forsman a la edad de trece años. Según le contó a Hanna, su padre falleció en un accidente en la serrería de Essvik, su madre murió tísica al año siguiente y sus hermanos se buscaron la vida cada uno en un lugar distinto. Berta repetía una y otra vez la suerte que había tenido al conseguir trabajo en casa de Forsman. Aunque era duro e interminable, tenía un techo bajo el que cobijarse, una cama donde dormir y tres comidas al día. ¿De qué podía quejarse? ¿Quién le daba derecho a tal cosa?

—Si me marchara, se formaría enseguida una cola de diez aspirantes a mi trabajo —le aseguró Berta una mañana, junto a la bomba, mientras llenaban los cubos—. ¿Por qué no habría de seguir aquí?

—Pero ¿seguirás aquí dentro de diez años? Berta meneó la cabeza y se echó a reír. A pesar de su juventud, había perdido varios dientes de la mandíbula superior.

—Me resulta imposible pensar a tan largo plazo —confesó—. ¿Diez años? Quién sabe si estaré viva siquiera.

Pero Hanna no se rendía. Algún sueño debía de tener Berta, se decía.

—Hijos —admitió la muchacha vacilante—. Supongo que quiero tener hijos. Pero para eso debo encontrar antes un marido. Y por ahora no lo tengo. Quiero uno que no beba y que no me pegue. ¿Dónde se encuentra a un hombre así?

A cada pregunta que le hacía a Berta, Hanna se daba en silencio su propia respuesta. ¿Qué quería ella? Dentro de diez años, ¿seguiría con vida o habría muerto ella también? ¿Quién sería el hombre al que esperaba conocer un día? Si es que en verdad era eso lo que esperaba…

¿Y los hijos? ¿Podía plantearse tener hijos cuando ella misma era todavía una niña en muchos sentidos?

A finales de febrero llegó un deshielo inopinado. Por las tardes, cuando les quedaban fuerzas para ello, salían a pasear por la ciudad. Berta le iba mostrando todos los rincones llena de orgullo, con una sensación de posesión y de responsabilidad. Ella sabía algo que Hanna ignoraba, la ciudad era suya.

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