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Authors: Clifford D. Simak

Un anillo alrededor del Sol (26 page)

BOOK: Un anillo alrededor del Sol
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—No hay problemas.

—¿Volverás?

—Volveré.

—¿Sabes bien lo que estás haciendo?

—Ahora sí —respondió Vickers—. Ahora sé lo que hago.

Capítulo 48

Crawford señaló con un ademán la silla que estaba junto a su escritorio. Vickers notó con sorpresa que era la misma en la cual se había sentado hacia sólo pocas semanas, al visitarlo con Ann.

—Me alegra volver a verlo —dijo Crawford—. Es una suerte que podamos entendernos.

—Sus planes deben estar dando buenos resultados —observó Vickers—. Se le ve más afable que la última vez.

—Siempre soy afable. Aunque a veces me sienta preocupado o afligido, suelo ser afable.

—No ha hecho atrapar a Ann Carter.

—No hay razones para hacerlo —respondió el gordo, meneando la cabeza—. Todavía no.

—Pero la tiene bajo observación.

—Todos ustedes están bajo observación. Al menos, los pocos que quedan.

—Podemos venir sin ser vistos cuantas veces se nos ocurra.

—No lo pongo en duda —admitió Crawford—. Pero ¿por qué se quedan por aquí? Si yo fuera mutante no lo haría.

—Es que ustedes están derrotados y lo saben —dijo Vickers, aunque le habría gustado sentir realmente esa confianza.

—Podemos declarar una guerra. Con sólo alzar un dedo comenzarán los disparos.

—No lo harán.

—Ustedes nos están apretando demasiado. Tendremos que hacerlo como última defensa.

—¿Se está refiriendo usted a la idea del otro mundo?

—Exactamente.

Crawford miró fijamente al escritor; sus ojillos claros parecían asomar entre los rollos de carne.

—¿Qué pretende que hagamos? —preguntó— ¿Dejar que ustedes nos arrollen sin mover un dedo? Probaron con los chismes y pudimos detenerlos, aunque con métodos bastante violentos, lo admito. Pero ahora han salido con algo nuevo. Como los chismes no servían fabricaron una idea, una religión, una especie de fanatismo barato. Dígame, Vickers: ¿qué nombre dan ustedes a esto?

—Verdad desnuda.

—Sea lo que fuere, es efectivo. Demasiado efectivo. Hará falta una guerra para conjurarlo.

—Supongo que ustedes lo denominan subversión.

—Es subversión —respondió Crawford—. Ya está dando resultados, aunque hace pocos días que comenzó. La gente renuncia al empleo, abandona la casa y regala su dinero. Dicen que la pobreza es la llave para entrar al otro mundo ¿Qué truco es el que se tienen ustedes entre manos, Vickers?

—Dígame, Crawford: ¿ha averiguado usted qué pasa con quienes renuncian a los empleos y regalan su dinero?

Crawford se inclinó hacia adelante al responder:

—Eso es lo que nos asusta. Esas personas desaparecen. Antes de que podamos rodearlos han desaparecido.

—Pasan al otro mundo —explicó Vickers.

—No sé dónde van, pero si sé lo que ocurrirá si permitimos que esto prosiga. Nos abandonarán todos los trabajadores; unos pocos al principio, cada vez más y más, hasta que al cabo...

—Si quiere provocar esa guerra vaya oprimiendo el botón.

—No podemos permitir que ustedes nos hagan esto —dijo Crawford—. De algún modo los detendremos.

Vickers se puso de pie y se inclinó sobre el escritorio.

—Ustedes no tienen salvación, Crawford. Somos nosotros quienes no les permitiremos continuar. Somos nosotros quienes...

—Siéntese —indicó Crawford.

Vickers lo miró fijamente por un instante. Después, lentamente, volvió a ocupar la silla.

—Hay algo más —dijo Crawford—. Sólo una cosa más. Ya le hablé de los analizadores que hay en este cuarto. Bien, no están sólo aquí. Los hay por doquier: en las estaciones de ferrocarril, en las terminales de ómnibus, en los vestíbulos de los hoteles, en los restaurantes...

—Lo imaginaba. Así es como logró detectarme.

—Ya se lo advertí antes. No nos desprecie por ser meramente humanos. Esto es una organización de la industria mundial; podemos hacer cualquier cosa y hacerla con mucha celeridad.

—Pero se han pasado de listos —observó Vickers—. Esos analizadores les han revelado una serie de cosas que preferían no saber.

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, que los industriales y los banqueros de esta organización son precisamente los mutantes contra quienes luchan.

—Como dije, tengo que poner todo en sus manos, Vickers. ¿Le molestaría decirme cómo hicieron para infiltrarlos?

—No son infiltrados, Crawford.

—Que no son...

—Comencemos por el principio. Quiero preguntarle qué entiende usted por mutante.

—Bueno, supongo que es un hombre común dotado de ciertos talentos extraordinarios: una mejor comprensión, la comprensión de ciertas cosas que nosotros no captamos.

—Supongamos ahora que alguien fuera mutante sin saberlo, creyéndose hombre normal. ¿Qué pasaría entonces? ¿A qué se dedicaría? Médico, abogado, mendigo o ladrón, llegaría a la cumbre en su terreno. Sería un cirujano eminente, un gran legislador, un artista de fama. También podría ser industrial o banquero.

Los ojillos azules centellearon en el rostro de Crawford. Vickers prosiguió:

—Usted está al mando de un grupo de mutantes, uno de los mejores que existen en la actualidad. Son hombres que no podríamos tocar, porque están demasiado vinculados al mundo normal. ¿Qué piensa hacer al respecto, Crawford?

—Absolutamente nada. No pienso informarlo ante ellos.

—En ese caso lo haré yo.

—No, no lo hará —dijo Crawford—. Porque usted está acabado. ¿Por qué cree que se ha salvado hasta ahora, a pesar de todos los analizadores? Porque lo he dejado seguir, eso es todo.

—Pensaba llegar a un trato conmigo.

—Tal vez, pero ya he abandonado esa esperanza. En otros tiempos era un punto a nuestro favor. Ahora es un peligro.

—¿Y me arroja a los leones?

—Precisamente. Buenos días, señor Vickers. Ha sido un placer conocerlo.

Vickers se levantó.

—Nos volveremos a ver.

—Lo dudo —respondió Crawford.

Capítulo 49

Mientras bajaba en el ascensor Vickers trataba de estudiar aceleradamente el problema. Crawford demoraría una o dos horas en divulgar la noticia de que le había retirado su protección y era lícito disparar contra él. Si se hubiera tratado sólo de él las cosas habrían sido sencillas, pero estaba Ann de por medio. Ann quedaría también sin protección, a no dudarlo. Pues ahora la suerte estaba echada, y Crawford no era hombre de andarse con miramientos una vez lanzado a la batalla.

Tenía que ponerse en contacto con Ann y explicarle todo en seguida. Evitar que hiciera preguntas, pero hacerle comprender cómo eran las cosas.

Ya en la planta baja salió del ascensor con los otros pasajeros; al alejarse notó que el ascensorista salía a la carrera en busca de una cabina telefónica.

"Va a denunciarme", pensó Vickers. En el ascensor había un analizador, sin duda, y lo había individualizado con alguna señal inadvertida para todos, salvo para el operador. Había analizadores por doquier, según había dicho Crawford: en las estaciones de ferrocarril, en las terminales de ómnibus, en los restaurantes.

Una vez que los analizadores detectaban a un mutante habían de enviar mensaje a cierto sitio (tal vez a una patrulla de exterminación), para que se cazara al individuo. Tal vez lo individualizaran con analizadores portátiles o por otros medios. Una vez detectado ya no tenía posibilidades. Sobre todo porque no estaba enterado del peligro. Si dispusiera de un segundo de preaviso, de un instante para concentrarse, podría desaparecer, tal como desaparecían anteriormente, cuando Crawford trataba de conseguir entrevistas con ellos.

"Uno toca el timbre y aguarda. Hace antesala y aguarda". Pero ya nadie tocaba el timbre. Se manejaban por emboscadas, atacaban en la oscuridad. Ellos sabían dónde estaba cada mutante y decretaban la muerte. Y nadie tenía oportunidad, porque no había aviso.

Así habían muerto Eb y los otros, atacados sin defensa porque los hombres de Crawford no podían permitirse el lujo de un segundo perdido ante quienes debían morir. Pero hasta ese momento Jay Vickers figuraba entre los pocos que no podían ser molestados: él, Ann y tal vez uno o dos más. A partir de ese momento todo sería distinto; pasaban a ser simples mutantes, ratas perseguidas, como los demás.

Llegó a la acera y se detuvo para mirar a ambos lados. Lo conveniente sería tomar un taxi, pero los transportes públicos estarían provistos de analizadores. De cualquier modo los habría en todas partes. Debía haber uno en el edificio donde vivía Ann, de lo contrario Crawford no habría podido enterarse de su llegada. No había modo de esquivar a esos artefactos, no había modo de ocultarse ni de evitar que averiguaran el sitio al cual se dirigía.

Vickers se acercó a la calzada para llamar a un taxi. En cuanto lo hubo ocupado indicó al conductor la dirección. El hombre le echó una mirada sorprendida.

—Tranquilo —ordenó Vickers—. A usted no le pasará nada mientras no me juegue sucio.

El conductor no respondió. Vickers, con los músculos en tensión, seguía sentado en el borde del asiento.

—Está bien, compinche —dijo el hombre al fin—. Me quedaré tranquilo.

—Magnifico. ¡Ahora en marcha!

El coche avanzó. Vickers no aflojaba su vigilancia, observando todos los movimientos del conductor para detectar cualquier señal sospechosa, pero no observó ninguna. De pronto se le ocurrió una idea alarmante: ¿y si lo estaban esperando en el departamento de Ann? ¿y si se habían dirigido directamente allá para atraparlos a los dos? Era un riesgo y se veía forzado a correrlo.

El coche se detuvo frente al edificio. Vickers abrió la portezuela y bajó de un brinco, mientras el conductor partía nuevamente a toda velocidad sin reclamar el pago. Corrió hacia la entrada y trepó las escaleras para evitar el uso del ascensor. Al llegar al departamento de Ann trató de abrir la puerta, pero estaba cerrada con llave. Tocó repetidas veces el timbre. No hubo respuesta. Al fin retrocedió hasta la pared opuesta y se lanzó por el corredor contra la puerta. La sintió ceder un poco. Repitió el golpe. Al tercer intento la cerradura se quebró, permitiéndole la entrada.

—¡Ann! —gritó, mientras recuperaba el equilibrio.

No hubo respuesta.

Recorrió todos los cuartos sin encontrar a nadie. Por un momento permaneció inmóvil, cubierto de sudor. ¡Ann se había marchado! Disponían de muy poco tiempo y Ann no estaba allí. Salió nuevamente a la carrera y bajó las escaleras como una tromba.

Cuando llegó a la acera había tres coches estacionados en fila. Otros tres aguardaban enfrente. Estaban atestados de hombres armados de revólveres.

Trató de volver al edificio, pero al girar sobre los talones chocó contra alguien. Era Ann, cargada con bolsas de compras; por una de ellas asomaba una planta de apio.

—Jay —dijo—, Jay, ¿qué pasa? ¿qué hacen aquí todos esos hombres?

—Pronto —exclamó él—, entra en mi mente. Como hacías con los otros. Trata de saber lo que pienso.

—Pero...

—¡Pronto!

La sintió entrar en su mente, buscando sus pensamientos y aferrándose a ellos. Algo dio contra la pared de piedra, precisamente sobre sus cabezas, y salió disparado hacia el cielo con un gemido de metal torturado.

—No aflojes —dijo él—. Vamos a salir de aquí.

Cerró los ojos y deseó estar en la otra tierra, con toda la urgencia y la voluntad que logró concentrar. Sintió el estremecimiento mental de Ann. Resbaló y cayó. La cabeza dio contra algo duro, encendiendo en su cerebro una multitud de estrellas. Algo le tironeó de la mano. Algo cayó sobre él.

Oyó el sonido del viento soplando entre los árboles. Abrió los ojos.

No había edificios. Estaba tumbado de espaldas al pie de una mole de granito gris. Sobre el estómago tenía una bolsa con verduras, de la cual asomaba una planta de apio. Se sentó.

—Ann...

—Aquí estoy —respondió ella.

—¿Estás bien?

—Físicamente si, pero no puedo decir lo mismo de mi mente. ¿Qué pasó?

—Caímos de ese canto rodado —explicó Vickers, señalando la mole de granito.

Se puso de pie y la ayudó a levantarse.

—Pero de ese canto rodado, Jay... ¿Dónde estamos?

—En la otra tierra.

Juntos contemplaron la pradera salvaje, desolada, cubierta por bosques, con algunos cantos rodados y crestas graníticas en las laderas de las montañas.

—La segunda tierra —repitió Ann—. ¿Esas locuras que han estado apareciendo en los periódicos?

Vickers asintió con gravedad.

—No es ninguna locura, Ann. Es verdad.

—Bien, no me importa dónde estemos —dijo Ann—. Hemos traído la cena. Ayúdame a recoger estas verduras.

Vickers se agachó a recoger las patatas que habían caído del saco, roto en la caída.

Capítulo 50

Aquello era Manhattan, tal como debió ser antes de que apareciera el primer hombre blanco y construyera la ciudad, medio maravilla y medio monstruosidad. Era la Manhattan primitiva, impoluta.

—Y sin embargo —observó Vickers— por aquí debe haber algo. Los mutantes han de tener algún depósito desde donde proveen de mercaderías a Nueva York.

—¿Y si no?

Él la miró con una sonrisa irónica.

—¿Qué tal eres para viajar?

—¿Hasta Chicago?

—Más lejos. A pie. Aunque tal vez podamos armar una balsa si encontramos un río que vaya hacia el oeste.

—Ha de haber otros centros de mutantes.

—Supongo que si, pero tal vez no tengamos la suerte de dar con uno de ellos.

Ann volvió a menear la cabeza.

—Todo esto es muy extraño.

—No es extraño, sólo repentino; si hubiésemos dispuesto de tiempo yo podría haberte explicado todo, pero no pude.

—¡Jay, estaban disparando contra nosotros!

Vickers asintió con gesto sombrío.

—Tratan de conservar lo suyo.

—Pero son seres humanos, Jay, igual que nosotros.

—No, no son iguales a nosotros —respondió Vickers—. Sólo humanos. Ese es el problema. En estos días no es suficiente ser humano.

Arrojó dos leños a la hoguera y se volvió hacia Ann.

—Vamos —dijo—. Debemos partir.

—Pero Jay, está oscureciendo.

—Ya lo sé. Si hay alguien en la isla podremos ver las luces desde esa colina. Si no vemos nada regresaremos aquí. Por la mañana volveremos a mirar.

—Jay, en muchos aspectos esto es como un picnic.

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