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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

Un antropólogo en Marte (37 page)

BOOK: Un antropólogo en Marte
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Pequeño esbozo ejecutado a vuela pluma: un paisaje de Arizona.

Pequeño esbozo ejecutado a vuela pluma: un elefante del zoo de Londres.

Pequeño esbozo ejecutado a vuela pluma: San Basilio.

UN ANTROPÓLOGO EN MARTE

Era julio, y yo acababa de regresar a casa tras pasar unos días con Stephen Wiltshire. Había ido en coche hasta Massachusetts para visitar a otro artista autista, Jessy Park (cuya madre la describe en una hermosa e inteligente narración personal, «El asedio»), y había visto sus dibujos intensamente coloreados y salpicados de estrellas (muy distintos de los de Stephen), y parte de su mundo mágico y laberíntico de correlaciones (entre números, colores, ética y fenómenos atmosféricos). Había efectuado visitas rápidas a varias escuelas para niños autistas y había pasado una semana extraordinaria en Camp Winston, un campamento para niños autistas en Ontario. Allí trabajaba como ayudante un amigo mío, Shane, que padece el síndrome de Tourette, quien, con sus embestidas y toques, sus extensiones de brazo y golpes con la cabeza, su enorme vitalidad e impulsividad, parecía capaz de penetrar la corteza de los niños más profundamente autistas de una manera que al resto de nosotros nos está vedada. Desviándome hacia el este, había visitado a toda una familia autista de California: el padre y la madre, extraordinariamente dotados, y sus dos hijos; los cuatro eran aficionados (para relajarse de los asuntos serios de la vida) a saltar en una cama elástica, aletear con las manos y gritar. Y ahora, por fin, iba camino de Fort Collins, Colorado, para ver a Temple Grandin, una de los autistas más extraordinarias: a pesar de su autismo, es licenciada en zoología, enseña en la Colorado State University y lleva su propio negocio.

El autismo fue descrito casi simultáneamente por Leo Kanner y Hans Asperger en la década de los cuarenta, aunque Kanner parecía verlo como un desastre tremendo, mientras que Asperger le encontraba ciertos rasgos positivos o compensatorios: una «particular originalidad de pensamiento y experiencia que bien podría conducir a logros excepcionales en fases posteriores de la vida».

Ya en esos primeros testimonios queda claro que en el autismo existe una amplia variedad de síntomas y fenómenos, y aún pueden añadirse muchos más a los que Kanner y Asperger enumeraron. La mayoría de los niños descritos por Kanner son retrasados, a menudo mucho; un porcentaje importante sufre ataques epilépticos y puede presentar «leves» síntomas neurológicos: toda una gama de movimientos repetitivos y automáticos, como espasmos, tics, balanceo, rotación, jugar con los dedos o dar palmadas; problemas de coordinación y equilibrio; extrañas dificultades, a veces, al iniciar los movimientos, parecidas a las que se observan en pacientes con la enfermedad de Parkinson. También puede haber, de manera muy prominente, una gran variedad de respuestas sensoriales anormales (y a menudo «paradójicas»), en las que algunas sensaciones se agudizan y se vuelven casi intolerables, mientras que otras (entre las que puede incluirse la percepción del dolor) se amortiguan o parecen desaparecer. Caso de que se desarrolle el lenguaje, éste puede sufrir extraños y complejos trastornos: tendencia a la verbosidad, cháchara hueca, y un discurso estereotipado y lleno de frases hechas; la psicóloga Doris Allen describe este aspecto del autismo como un «déficit semántico-pragmático». Por contra, los niños descritos por Asperger a menudo son de una inteligencia normal (y a veces muy superior), y generalmente tienen muy pocos problemas neurológicos.

Kanner y Asperger enfocaron el autismo clínicamente, y nos proporcionaron descripciones tan completas y exactas que incluso ahora, cincuenta años más tarde, apenas pueden mejorarse. Pero hubo que esperar a la década de los setenta para que Beate Hermelin, Neil O’Connor y sus colegas de Londres, formados en la nueva disciplina de la psicología cognitiva, se centraran en la estructura mental del autismo de una manera más sistemática. Su trabajo (y el de Loma Wing, en concreto) sugiere que en todos los individuos autistas hay un problema central, una coherente tríada de deterioros: deterioro de la interacción social con los demás, deterioro de la comunicación verbal y no verbal y deterioro de la actividad lúdica e imaginativa. La aparición de estos tres factores, opinan, no es fortuita; son todos expresión de un único y fundamental trastorno en el desarrollo. Sugieren que los autistas no poseen verdadera noción de las mentes de los demás ni sensibilidad hacia ellas, y a veces incluso ni siquiera hacia la suya propia; en la jerga de la psicología cognitiva, no tienen ninguna «teoría de la mente». Sin embargo, ésta es sólo una hipótesis entre otras muchas; ninguna teoría, hasta hoy, ha conseguido abarcar toda la gama de fenómenos que se observan en el autismo. Kanner y Asperger, en la década de los setenta, todavía reflexionaban sobre los síndromes que habían esbozado más de treinta años antes, y los estudiosos más destacados de hoy en día se han pasado veinte años meditando sobre ello. El autismo es un tema que roza las cuestiones más profundas de la ontología, pues comporta un desvío radical en el desarrollo del cerebro y la mente. Cada vez sabemos más del autismo, aunque avancemos con una lentitud exasperante. La comprensión definitiva del autismo puede que exija avances técnicos y conceptuales que superan cualquier cosa que podamos soñar.

La imagen del «autismo clásico infantil» es desalentadora. Casi todas las personas (y de hecho casi todos los médicos), si se les pregunta por el autismo, conciben la imagen de un niño profundamente discapacitado, con movimientos estereotipados, que quizá da golpes con la cabeza, se expresa con un lenguaje rudimentario y es casi inaccesible: una criatura a la que le aguarda muy poco futuro.

De hecho, y extrañamente, casi todo el mundo habla siempre de niños autistas, y nunca de adultos autistas, como si al dejar de ser niños se desvanecieran de la faz de la tierra. Pero aunque puede que, ciertamente, la imagen a los tres años sea terrible, algunos jóvenes autistas, contrariamente a lo esperado, pueden alcanzar un desarrollo aceptable en el lenguaje, módico en sus relaciones sociales, e incluso elevado en el aspecto intelectual; pueden convertirse en seres humanos autónomos, capaces de llevar una vida al menos aparentemente plena y normal, aun cuando, detrás de todo ello, persista una permanente e incluso profunda singularidad autista. Asperger tenía una idea más clara que Kanner en cuanto a esta posibilidad; de ahí que ahora, al hablar de autistas «altamente funcionales», digamos que padecen el síndrome de Asperger. La diferencia fundamental quizá es ésta: quienes sufren el síndrome de Asperger pueden hablamos de sus experiencias, de sus sentimientos y su estado interior, mientras que los que padecen el autismo clásico no pueden. En el autismo clásico no hay ventanas, y sólo podemos inferir. En el síndrome de Asperger hay conciencia de uno mismo y al menos cierta capacidad de introspección y comunicación.

Si el síndrome de Asperger es radicalmente distinto del autismo clásico infantil (en un niño de tres años, todas las formas de autismo pueden parecer la misma) o si es un eslabón más de esa cadena que va de los casos más graves de autismo infantil (acompañado, quizá, de retraso y diversos problemas neurológicos) hasta los de autistas más dotados, individuos «altamente funcionales», es una cuestión controvertida. (Isabelle Rapin, una neuróloga especializada en el autismo, remarca que ambos estados pueden ser distintos a nivel biológico, aunque sean a veces parecidos en el campo del comportamiento.)

La causa del autismo también ha sido controvertida. Su incidencia es de uno entre mil, y ocurre en todo el mundo, con unos rasgos extraordinariamente constantes incluso en culturas enormemente distintas. A menudo no se reconoce en el primer año de vida, pero suele ser obvio en el segundo o tercero. Aunque Aspergen lo consideraba un trastorno congénito del contacto afectivo —innato, intrínseco, análogo a un defecto físico o intelectual—, Kanner lo veía más bien como un trastorno psicogénico, un reflejo de malos cuidados por parte de los padres, y muy especialmente de una madre gélidamente distante, a menudo entregada a su vida profesional: la «madre frigorífico». En esta fase, el autismo se consideraba a menudo de naturaleza «defensiva», o se confundía con la esquizofrenia infantil. Ello hizo que toda una generación de padres —y en concreto de madres— se sintiera culpable del autismo de sus hijos. Sólo en la década de los sesenta esta tendencia comenzó a invertirse, y la naturaleza orgánica del autismo fue totalmente aceptada. (El texto de Bernard Rimland
Infantile Autism,
publicado en 1964, desempeñó en esto un importante papel.)

Nadie pone en duda ya que la predisposición al autismo es biológica, ni la evidencia cada vez más aceptada de que, en algunos casos, es genético. Es mucho más común en los varones. La forma genética puede asociarse, en el individuo o la familia afectados, con otros trastornos genéticos, tales como la dislexia, el trastorno de déficit de atención, el trastorno obsesivo-compulsivo o el síndrome de Tourette. Pero el autismo también puede ser adquirido. Esto se descubrió en la década de los sesenta, con la epidemia de rubeola, cuando un gran número de bebés expuestos a la enfermedad antes de nacer desarrollaron autismo. No está claro si estas formas de autismo denominadas regresivas —con, en ocasiones, abruptas pérdidas de lenguaje y de comportamiento social en niños de dos a cuatro años que anteriormente se habían desarrollado con relativa normalidad— tienen una causa genética o ambiental. El autismo puede ser consecuencia de problemas metabólicos (tales como la fenilcetonuria) o mecánicos (como la hidrocefalia).
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El autismo, o los síndromes parecidos al autismo, pueden desarrollarse incluso en la vida adulta, especialmente tras ciertas formas de encefalitis, aunque no es frecuente. (Algunos de mis pacientes de
Despertares
, creo, también presentaban elementos de autismo.)

Y, sin embargo, los padres de un niño autista, que se encuentran con que su hijo retrocede ante ellos, se vuelve distante, inaccesible, insensible, todavía pueden sentir la tentación de echarse la culpa. Pueden embarcarse en una lucha para relacionarse y amar a un niño que, aparentemente, no corresponde a su amor. Puede que hagan esfuerzos sobrehumanos por llegar a comunicarse con él, por aferrarse a un niño que habita un mundo ajeno e inimaginable; y no obstante todos sus esfuerzos pueden parecer vanos.

La historia del autismo, de hecho, ha sido una búsqueda desesperada de diversos tipos de «conquistas». El padre de un muchacho autista me lo expresó con cierta amargura: «Cada cuatro años aparecen con un nuevo “milagro”: primero fueron las dietas por eliminación, luego el magnesio y la vitamina B
6
, más tarde la sujeción forzada, el condicionamiento operante y la modificación del comportamiento, y ahora todo este entusiasmo por la desensibilización auditiva y la comunicación facilitada». Este muchacho, a los doce años, todavía estaba irremediablemente mudo y ausente, y su estado desafiaba todas las formas de terapia intentadas, de ahí el pesimismo de su padre y su condena general. Las reacciones parecen ser en extremo variadas: algunos individuos pueden responder espectacularmente a algunos de estos métodos, mientras que en otros prácticamente no hay respuesta.
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No hay dos autistas iguales; su peculiar estilo o expresión es diferente en cada caso. Además, puede existir una interacción más intrincada (y potencialmente creativa) entre los rasgos autistas y las demás cualidades del individuo. Así, mientras una rápida ojeada puede bastar para el diagnóstico clínico, si deseamos comprender al autista como individuo precisamos ni más ni menos que una biografía total.

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