Un árbol crece en Brooklyn (27 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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—Tienes que aprender a aceptar una broma, Francie, de otro modo la vida te resultará penosa.

—Navidad no es un día apropiado para dar consejos —dijo Johnny.

—Pero para emborracharse sí, ¿eh? —replicó ella encolerizada.

—Sólo he bebido dos vasos. Dos vasos que me ofrecieron por ser Navidad.

Francie se fue a su cuarto y cerró la puerta. No podía soportar que su madre regañara a su padre.

Poco antes de la cena Francie distribuyó los regalos que había comprado para cada uno. Un portaalfiler de sombrero para su madre. Lo había hecho con un tubo que compró por un centavo en la perfumería de Knipe. Lo había forrado con un trozo de cinta de raso celeste, fruncida por los lados. Arriba le había cosido otro pedacito de cinta. Así se podía colgar y guardar dentro los alfileres de sombrero.

Para su padre tenía un portarreloj. Lo había confeccionado con un carrete al que había fijado cuatro clavos en un extremo, con dos cordones que iban trenzados alrededor de los clavos y que pasaban por el interior del carrete, iba formándose en el extremo inferior de éste el portarreloj de cordón trenzado. Johnny no tenía reloj, pero le colocó una arandela y lo usó todo el día fingiendo que era su reloj. Para Neeley, Francie tenía un regalo muy bonito: una «puntera», que más que una canica parecía un gran ópalo. Neeley tenía una caja llena de canicas de arcilla que costaban un centavo la veintena, pero no tenía «puntera», y no podía competir en partidas importantes. Francie observó cómo acomodaba la bolita en el doblez del dedo índice y la recostaba contra el pulgar. Parecía tan natural y quedaba tan bien allí, que se alegró de haberla comprado en vez de la pistola de un níquel que había pensado regalarle.

Neeley se guardó el regalo en el bolsillo y anunció que él también tenía algo preparado. Corrió a su cuarto, buscó debajo del catre y regresó con una bolsa pegajosa. Se la arrojó a su madre diciendo:

—Tú lo repartes. —Neeley esperó en un rincón. Su madre abrió la bolsa y sacó un caramelo para cada uno.

Ella, extasiada, dijo que era el regalo más lindo que había recibido en su vida, y besó tres veces al niño.

En aquella misma semana Francie dijo otra gran mentira. Tía Evy llevó dos entradas. Un centro protestante celebraba una fiesta para los pobres de todas las religiones. Había un árbol decorado, se haría una representación alusiva a la Navidad, se cantarían villancicos y darían un regalo para cada niño. Katie objetó: «Niños católicos en una fiesta protestante». Evy aconsejó tolerancia. Katie cedió por fin, y Francie y Neeley fueron a la fiesta.

Era una gran sala. Los muchachos debían sentarse a un lado y las niñas al otro. La fiesta fue excelente, excepto que la obra representada, de carácter religioso, era aburrida. Terminada la representación, las damas organizadoras se pasearon por el corredor entregando a cada niño un obsequio. A las niñas les dieron juegos de damas, y a los chicos, de lotería. Después de cantar algunos himnos, una señora subió al escenario y anunció una sorpresa especial.

La sorpresa era una preciosa niñita, exquisitamente ataviada, que llevaba una hermosa muñeca. La muñeca medía treinta centímetros de altura, tenía cabello dorado auténtico y ojos azules que se abrían y cerraban, con pestañas de verdad.

La señora guió a la pequeña e hizo un corto discurso.

—Esta pequeña se llama Mary. —Mary sonrió y se inclinó. Las niñas del auditorio le sonrieron y algunos de los muchachos que iban ya acercándose a la adolescencia silbaron con fuerza—. La mamá de Mary compró esta muñeca y la hizo vestir con un traje exactamente igual al de Mary.

La pequeña Mary se adelantó unos pasos y levantó la muñeca. Después la entregó a la señora para desplegar su falda y hacer una reverencia.

Francie vio que era verdad. El vestido de seda azul, con adornos de encaje, el lazo rosa en el cabello, los zapatos charolados y las medias de seda blanca eran una copia exacta de los que llevaba la hermosa Mary.

—Bien —dijo la señora—, esta muñeca se llama Mary, como la pequeña niña que desea regalarla. —Nuevamente sonrió la niñita—. Mary desea regalar la muñeca a una niña pobre de este auditorio que se llame Mary. —Como el viento que pasa sobre un maizal, un escarceo de murmullos vagó entre las niñas—. ¿Hay alguna niñita pobre que se llame Mary?

Se produjo un gran silencio. Había, por lo menos, cien Marys en aquel auditorio. Era el adjetivo pobre lo que las enmudecía. Ninguna Mary se pondría en pie, por más que anhelara la muñeca, para convertirse en una especie de símbolo de todas las niñas pobres allí presentes. Empezaron a cuchichear entre ellas que no eran pobres y que tenían en casa mejores muñecas y mejores trajes que los de aquella niña, sólo que no deseaban usarlos. Francie permanecía muda, ansiaba con toda el alma poseer la muñeca.

—¿Cómo, ninguna Mary? —preguntó la señora. Esperó un instante y repitió el anuncio, nuevamente, sin resultado. Habló con pesar—: Es una lástima que no haya ninguna Mary. La pequeña Mary tendrá que llevarse la muñeca de vuelta.

La niñita sonrió, hizo una reverencia y se volvió para abandonar el escenario con la muñeca.

Francie no pudo aguantarse. Le fue imposible evitarlo. Ocurrió lo mismo que aquel día que la maestra estaba a punto de tirar el pastel de calabaza a la papelera. Se puso en pie y levantó la mano bien alta. La señora la vio y detuvo a la niñita para que no se fuese del escenario.

—¡Ah! Sí tenemos una Mary, una Mary muy tímida, pero Mary al fin. Ven al escenario, Mary.

Excitada por el aturdimiento, Francie hizo el largo trayecto por el corredor y subió al escenario. Tropezó en el último peldaño y las chicas rieron disimuladamente y los muchachos lanzaron risotadas.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó la señora.

—Mary Frances Nolan —articuló Francie con un hilo de voz.

—En voz alta y de cara al auditorio.

Desesperada, Francie se encaró al público y dijo en voz alta:

—Mary Frances Nolan.

Las caras le parecían globos inflados sujetos con gruesas cuerdas. Pensó que si las seguía mirando las vería ascender hacia el techo.

La niñita se acercó y puso la muñeca en manos de Francie. Los brazos de Francie formaron una cuna con toda naturalidad alrededor de la muñeca. Era como si sus brazos hubieran esperado y crecido así justamente para aquella muñeca. La hermosa Mary extendió su mano para estrechar la de Francie. A pesar de su confusión Francie notó la delicadeza de la mano blanca con su leve trazado de venas azules y los óvalos de las uñas que relucían como conchas rosadas.

La señora siguió hablando mientras Francie regresaba a su asiento.

—Han presenciado un ejemplo del verdadero espíritu de la Navidad. La pequeña Mary es una niñita adinerada a quien han regalado muchas muñecas en Navidad. Pero no fue mezquina. Quiso alegrar el corazón de alguna Mary pobre, que no es afortunada como ella. Así que le dio la muñeca a esa niñita que también se llama Mary.

Las lágrimas escaldaron los ojos de Francie.

«¿Por qué? —pensó con amargura—. ¿Por qué no la ha podido regalar sin decir que soy pobre y ella rica? ¿Por qué no la ha podido regalar sin que se hablara de ello?».

No era ésa toda la vergüenza de Francie. A medida que avanzaba, oía los sibilantes susurros de las demás:

—Mendiga, mendiga, mendiga.

Así era: mendiga, mendiga, mendiga, todo el camino. Las otras se sentían más ricas que Francie. Eran tan pobres como ella, pero tenían algo que a ella le faltaba: orgullo. Y Francie lo sabía. No tenía escrúpulos por la mentira y por haber conseguido la muñeca con una argucia. Estaba pagando la mentira y la muñeca con su orgullo.

Recordó a la maestra que le dijo que escribiese sus mentiras en vez de decirlas. Quizá no debería haber subido a buscar la muñeca, sino que debería haber escrito el cuento. Pero no, ¡no! Tener la muñeca era mejor que poseerla en un cuento. Cuando se pusieron en pie para cantar el himno nacional al final del espectáculo, Francie inclinó la cara y la apoyó contra la de la muñeca. Sentía el olor delicado y fresco de la porcelana pintada, el maravilloso, e inolvidable olor a cabello de muñeca, el tacto celestial de las telas del vestido. Las auténticas pestañas de la muñeca rozaron sus mejillas y se estremeció de placer. Los demás cantaban:

Sobre la tierra de los libres

y el hogar de los valientes…

Francie apretujaba una de las minúsculas manos de la muñeca. La pulsación en una vena de su pulgar le hizo creer que la mano de la muñeca se encogía. Casi llegó a creer que la muñeca tenía vida.

Le dijo a su madre que había recibido la muñeca como premio. No se atrevió a decirle la verdad, porque Katie odiaba todo aquello que supiera a caridad y, de saberlo, le tiraría la muñeca. Neeley no la delató. Ahora Francie tenía una muñeca, pero en el alma llevaba otra mentira. Por la tarde escribió un cuento sobre una niña que deseaba una muñeca hasta el punto de ceder su alma inmortal al purgatorio para toda la eternidad con tal de conseguirla. Era un cuento muy bien escrito y, cuando lo releyó, Francie pensó: «Muy bien para la chica del cuento, pero a mí no me alivia nada».

Pensó en la confesión del sábado siguiente y resolvió que triplicaría cualquier penitencia que le diera el confesor. Ni siquiera así se sintió aliviada.

De pronto se le ocurrió una idea. ¡Tal vez pudiese convertir la mentira en verdad! Sabía que cuando los católicos celebraban la ceremonia de confirmación les ponían el nombre de algún santo. Qué solución más sencilla. Ella elegiría Mary como nombre de confirmación.

Aquella noche, después de leer la página de la Biblia y la página de Shakespeare, Francie le preguntó a su madre:

—Mamá, cuando haga la confirmación, ¿podré elegir el nombre de Mary?

—No.

A Francie se le paralizó el corazón.

—¿Por qué no, mamá?

—Porque cuando te bautizaron te pusieron el nombre de la novia de Andy: Frances.

—Eso ya lo sé.

—Pero también te pusieron Mary como mi madre. Te llamas Mary Frances Nolan.

Francie se acostó con la muñeca a su lado. Trató de permanecer muy quieta para no molestarla. Se despertó varias veces durante la noche y murmuró:

—Mary.

Le tocaba los diminutos zapatos con la punta del dedo. Temblaba al sentir la suavidad del cuero.

Aquella había de ser su primera y última muñeca.

XXVIII

El futuro era algo cercano para Katie, que solía decir:

—Cuando menos lo pienses, estaremos otra vez en Navidad. O cuando empezaban las vacaciones:

—Las clases volverán a comenzar antes de que te des cuenta.

En primavera, cuando Francie dejaba de usar los calzones largos de lana y feliz los tiraba lejos, su madre la obligaba a recogerlos diciendo:

—Los necesitarás muy pronto. Antes de que te des cuenta tendrás el invierno encima.

¿Qué necedades decía su madre? Si la primavera apenas empezaba. El invierno nunca más volvería.

Una criatura no tiene noción de lo que es el futuro. La semana próxima está tan lejos como el fin de su futuro, y el año entre una Navidad y otra es una eternidad. Aquélla era la impresión que albergaba Francie hasta llegar a los once años.

Entre los once y los doce las cosas cambiaron. Los días parecían más cortos y las semanas le parecían tener menos días. El futuro se acercaba con más rapidez. Henny Gaddis falleció y el suceso influyó en algo. Siempre había oído anunciar que Henny estaba a punto de morirse. Tanto lo oyó decir que terminó por creerlo. Aunque eso sucedería en un mañana lejano, muy lejano. Ahora había llegado aquel mañana. Lo que había sido el futuro se había convertido en el presente y pasaría a pertenecer al pasado. Francie cavilaba preguntándose si tenía que fallecer alguien para esclarecer la noción del tiempo en la mente de un niño. Pero no, no era eso, porque cuando el abuelo Rommely murió, ella tenía nueve años. Una semana después hizo la primera comunión y recordaba que desde aquella fecha hasta Navidad le había parecido muchísimo tiempo.

Las cosas estaban cambiando con tanta velocidad que Francie estaba confundida. Neeley, que tenía un año menos, creció repentinamente hasta sacarles una cabeza. Maudie Donavan se trasladó. Cuando fue de visita tres meses después, Francie la encontró muy cambiada. Durante aquellas doce semanas Maudie se había convertido en una muchacha.

Francie, que sabía que su madre siempre tenía razón, comprobaba que a veces se equivocaba. Descubrió que algunas de las cosas que tanto amaba en su padre eran risibles para los demás. La balanza del almacén donde compraba el té y las especias ya no tenía el mismo brillo y los platillos se veían averiados y rotos.

Dejó de observar cómo regresaba el señor Tomony de sus andanzas los sábados por la noche. De pronto se le ocurrió que era una estupidez que el hombre viviera como lo hacía, yendo a Nueva York y luego volviendo para echar de menos el lugar donde había estado. Si tenía dinero, ¿por qué no se instalaba definitivamente en Nueva York, puesto que tanto le gustaba?

Todo iba cambiando y Francie se aterrorizaba. Su mundo se le escurría, ¿y qué lo reemplazaría? Pero ¿en qué consistía esa diferencia? Como de costumbre, noche tras noche seguía leyendo una página de la Biblia y otra de Shakespeare. Estudiaba piano una hora todos los días. Seguía juntando centavos en la hucha. Aún existía el negocio del trapero. Los comercios no habían variado. Todo continuaba igual.

Era ella la que se estaba transformando.

Comunicó sus impresiones a su padre. Él le hizo sacar la lengua y le tomó el pulso. Moviendo la cabeza dijo con gravedad:

—Tu caso es grave, muy grave.

—¿Qué pasa?

—Pasa que estás creciendo.

Crecer echaba a perder muchas cosas. Arruinó el juego que inventaban cuando no tenían en casa comida para alimentarse. Los días que se terminaba el dinero y faltaban los alimentos, Katie y sus dos hijos simulaban ser exploradores en busca del Polo Norte y decían que los había sorprendido un huracán en una cueva, con pocos víveres. Tenían que hacerlos durar hasta que llegase ayuda. Katie dividía lo que encontraba en el aparador en raciones, y cuando, después de comer, los niños se quedaban con hambre, decía:

—Valor, compañeros, pronto nos llegará auxilio.

Cuando llegaba dinero y Katie compraba comida, les llevaba una torta a la que plantaba una bandera de un centavo, y les decía:

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