Un árbol crece en Brooklyn (39 page)

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Authors: Betty Smith

Tags: #Histórico

BOOK: Un árbol crece en Brooklyn
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Sí, ése era el matrimonio que había soñado. Pero se había casado con Mae. Ella había sido una muchacha sensual, con sus buenas curvas, pelirroja y boca grande. Pero después de un tiempo se había convertido en una mujer obesa y descuidada, en una de las que en Brooklyn llamaban «chicas de bar». La vida de casado había sido agradable durante un año o dos, hasta que un día McGarrity comprendió que era inútil: Mae no deseaba ser la esposa de sus sueños. Le gustaba el bar. No quería una casa en un barrio apartado, no quería tareas domésticas. Le gustaba sentarse en la sala detrás del bar, día y noche, y beber y reír con los parroquianos. Y los hijos que Mae le dio vagaban por las calles como vagabundos y alardeaban de que su padre era dueño de un bar. Para colmo de su desilusión se enorgullecían de ello.

Sabía que Mae le era infiel. Le tenía sin cuidado mientras no llegase al punto de convertirle en el hazmerreír de la gente. Hacía ya años que no sentía celos. Ansiaba una mujer con quien pudiera hablar, contarle lo que pasaba por su mente, y ansiaba que ella le hablase con calidez, sabiduría e intimidad. Si encontrase una mujer así, pensaba, retornaría su virilidad. En su modo torpe y titubeante, ansiaba la unión de cuerpo y alma. A medida que pasaban los años, su necesidad de conversación íntima con una mujer iba tornándose en obsesión.

En su negocio aprovechaba el trato continuo de sus semejantes para observar la humanidad, y llegaba a ciertas conclusiones. Sus conclusiones carecían de originalidad y de sabiduría; en resumidas cuentas, eran aburridas. Aunque para McGarrity tenían mucha importancia por ser concepciones propias. En los primeros años de matrimonio intentó comunicar a Mae lo que pensaba, pero todo lo que ella le había respondido era: «Sí, entiendo». Algunas veces variaba, diciendo: «Qué cosa. ¿No?».

Poco a poco, porque no podía compartir su vida interior con ella, fue perdiendo el poder de ser marido y ella comenzó a serle infiel.

McGarrity llevaba en su alma un gran pecado: aborrecía a sus hijos. Su hija Irene era de la edad de Francie, tenía ojos caoba claro, y la melena pelirroja tan desteñida que también podía decirse que era caoba clara. Era estúpida y mezquina. Repitió tantas veces los cursos que a los catorce años todavía estaba en sexto. Su hijo Jim, de diez años, no destacaba en nada, su única peculiaridad era que sus nalgas resultaban siempre demasiado voluminosas para sus pantalones.

McGarrity tenía una ilusión: que Mae algún día le confesaría que los niños eran hijos de otro padre. Ese sueño le hacía feliz. Le parecía que si fuesen de otro padre podría quererlos. Entonces podría analizar su maldad y su estupidez objetivamente, y aconsejarles y compadecerlos. Mientras los sabía suyos, los odiaba porque veía sus propios defectos y los de Mae reproducidos en ellos.

Durante los ocho años que Johnny frecuentó el bar conversó diariamente con él, de Katie y los niños. McGarrity se ilusionaba imaginando que él, McGarrity, era Johnny; y él, McGarrity, quien hablaba de su mujer y sus hijos.

—Quiero mostrarte algo —le dijo en cierta ocasión Johnny, rebosante de orgullo, y sacó un papel de su bolsillo—. Mi hija escribió esta redacción para el colegio y sacó un sobresaliente. Date cuenta de que no tiene más que diez años. Te la leeré, escucha.

Mientras Johnny leía, McGarrity se imaginaba que el cuento era de su hijita. Otro día Johnny instaló sobre el mostrador unos toscos portalibros de madera y exclamó:

—Mira. Los hizo Neeley en la escuela.

—Amigo, los hizo mi hijo Jimmy en el colegio —dijo McGarrity con orgullo mientras los examinaba.

En otra ocasión, para iniciar la conversación, McGarrity le había preguntado:

—Dime, Johnny, ¿tú crees que entraremos en guerra?

—Qué casualidad. Katie y yo nos hemos quedado discutiendo este tema hasta la madrugada y finalmente conseguí convencerla de que Wilson lo evitaría.

«¿Qué tal sería —pensó McGarrity— si Mae y yo pasáramos la noche conversando? ¿Y qué tal si al final ella dijera: "Tienes razón, Jim"?». Pero él no podría saber qué tal sería, porque eso nunca sucedería.

De modo que con la muerte de Johnny se desvanecieron los ensueños de McGarrity. Intentó continuar solo la semblanza, pero fue inútil. Necesitaba alguien como Johnny para iniciarla.

Casi al mismo tiempo que las tres hermanas deliberaban en la cocina de Katie, a él se le ocurría una feliz idea. Tenía más dinero del que podía gastar, pero fuera de eso nada tenía. Tal vez por medio de los hijos de Johnny podría comprar otra vez su vida imaginaria. Sospechaba que Katie estaría pasando penurias. Quizá pudiera ofrecer algún trabajo liviano a los hijos de Johnny para después del colegio. Sería un modo de sacarlos de apuros… ¡Vaya si podía! Y tal vez resultase beneficiado. Tal vez quisieran conversar con él como, de seguro, lo hacían antes con su padre.

Comunicó a Mae su intención de entrevistarse con Katie para proponerle emplear a los chicos. Con toda jovialidad, ella le contestó que le echarían con malos modos. McGarrity no creyó ser mal recibido. Mientras se afeitaba para la visita recordó el día que Katie fue para agradecerle la corona que él había enviado al entierro.

Después del funeral de Johnny, Katie hizo visitas para dar las gracias personalmente a todos aquellos que habían enviado flores. Entró con decisión por la entrada principal del bar de McGarrity desdeñando el rodeo hacia la puerta lateral que lucía el letrero «Entrada para señoras».

Indiferente a las miradas de los parroquianos apostados contra el mostrador, se dirigió hacia donde estaba McGarrity. Al verla, éste metió una punta del delantal por detrás del cinturón, lo que significaba que por el momento estaba fuera de servicio, y salió a su encuentro.

—Vengo para darle las gracias por la corona.

—¡Oh! ¿Solamente para eso? —dijo dando un suspiro de alivio. Había creído que iba a recriminarle.

—Fue una amable atención de su parte.

—Yo estimaba mucho a Johnny.

—Lo sé —respondió Katie ofreciéndole su mano.

Embobado, McGarrity miró un momento la mano antes de comprender que deseaba darle un apretón. Al estrecharle la mano preguntó:

—¿No me guarda rencor?

—¿Por qué había de guardarle rencor? Johnny era libre, blanco y mayor de veintiuno —dijo. Se volvió y se fue por donde había entrado.

No, pensó McGarrity, esa mujer no le echaría con malos modos, siempre que él demostrase buenas intenciones.

Se sentía incómodo, sentado en la cocina frente a Katie, conversando con ella. Aparentemente, los chicos estaban ocupados con sus estudios. Pero Francie, con la cabeza inclinada sobre el libro simulando leer, escuchaba lo que decía McGarrity.

—He consultado con mi esposa y está de acuerdo en emplear a su hija. No se trata de ningún trabajo pesado, tendrá que hacer las camas y lavar unos cuantos platos. Al muchacho podría ocuparle abajo para descascarar huevos y cortar el queso en trozos para los bocadillos del copeo vespertino. No tendrá que arrimarse siquiera al bar. Trabajará en la antecocina. Le llevará una hora más o menos después de la escuela y medio día del sábado. Les pagaré dos dólares semanales a cada uno.

El corazón de Katie dio un vuelco. «Cuatro dólares por semana —pensó— y otro dólar y medio del reparto de periódicos». Ambos podrían continuar en la escuela. Habría suficiente para alimentarse. Saldrían del paso.

—¿Y qué me dice, señora Nolan?

—Son ellos quienes deben decidir —contestó Katie.

—Bueno, ¿y qué decís vosotros? —les preguntó McGarrity.

Francie simuló interrumpir el estudio.

—¿Me ha dicho usted algo?

—¿Quieres venir a trabajar a mi casa, ayudando a mi esposa en sus quehaceres domésticos?

—Sí, señor.

—¿Y tú, niño?

—Sí, señor —respondió Neeley haciendo eco.

—Entonces, todo arreglado —y dirigiéndose a Katie añadió—: Claro que esto es provisional hasta que consiga una mujer que se ocupe permanentemente de toda la casa y la cocina.

—Yo prefiero que sea provisional —respondió Katie.

—Tal vez esté usted pasando apuros en este momento —dijo él metiendo la mano en el bolsillo—, les pagaré la primera semana por adelantado.

—No, señor McGarrity. Si ellos ganan el dinero, de ellos será el privilegio de cobrarlo y traerlo a casa al final de la semana.

—Como a usted le parezca.

Pero en vez de sacar la mano del bolsillo, la cerró sobre el grueso fajo de billetes. Pensó: «Tengo tanto dinero, y no me proporciona ninguna satisfacción. Ellos, en cambio, nada tienen». Se le ocurrió una idea.

—Señora Nolan, usted está enterada del trato que Johnny tenía conmigo. Yo le daba crédito y él me entregaba sus propinas. Bien, cuando murió yo le debía a él…

El hombre sacó del bolsillo el grueso fajo de billetes. A Francie se le saltaban los ojos de las órbitas al ver tanto dinero junto. McGarrity pensaba decir que le debía a Johnny doce dólares y entregar esa suma a Katie.

Quitó la banda de goma que sujetaba el fajo, pero cuando miró a Katie y vio cómo fruncía el entrecejo, comprendió que no le creería y optó por decir como de pasada:

—Después de todo, no es gran cosa, sólo dos dólares. Pero considero que le pertenecen a usted. —Y apartando dos billetes se los ofreció.

Katie negó con la cabeza.

—Sé que no nos los debía. Si usted dijese la verdad, diría que Johnny era deudor suyo.

Avergonzado al verse descubierto, el hombre volvió a guardar el dinero en el bolsillo, donde notaba que le apretaba la nalga.

—De todos modos, señor McGarrity —dijo Katie—, le estoy muy agradecida por sus bondadosas intenciones.

Estas palabras de Katie le destrabaron la lengua y empezó a conversar con locuacidad. Contó lo que había sido su infancia en Irlanda, habló de sus padres, sus hermanas y hermanos. Le habló de sus sueños sobre el matrimonio. Le contó todo lo que había en su alma desde hacía años, pero sin llegar a criticar a su mujer ni a sus hijos. Se contentó con omitirlos de su relato. Finalmente, narró sus charlas diarias con Johnny, en las que él le hablaba de su mujer y sus hijos.

—Ahí tienen estas cortinas —dijo tocando con sus toscas manos el percal amarillo salpicado de flores rojas—. Johnny me contó que usted había utilizado un vestido viejo para hacer estas cortinas tan bonitas. Me dijo que la cocina quedaba espléndida, como el interior de un carreta de gitanos.

Francie, que ya no simulaba estudiar, oyó la comparación.

«Carreta de gitanos —pensó mirando la cocina con renovado interés—. Así que papá había dicho eso. Y pensar que yo creía que ni se había fijado en ellas… Nunca comentó nada, y sin embargo le gustaron hasta el punto de explicárselo a ese hombre».

Oír hablar así de Johnny casi le hacía olvidar que su padre había muerto.

«Así que papá contaba este tipo de cosas a ese hombre».

Observó más detenidamente a McGarrity. Era un hombre bajo, rechoncho, de manos gruesas, cuello corto y enrojecido y cabello ralo.

«¿Quién diría —pensó Francie— al ver su aspecto que en su fuero interno sea tan diferente?».

McGarrity habló dos horas sin parar. Katie escuchaba atentamente. No escuchaba porque hablara McGarrity. Escuchaba porque hablaba de Johnny. A cada pausa le hacía preguntas: «¿Sí?», «¿Y qué más?», «¿Y después?». Si titubeaba buscando una palabra, ella le sugería alguna que él aceptaba agradecido.

Y mientras McGarrity hablaba, le sucedía algo sorprendente. Sintió que su perdida virilidad empezaba a revivir en él. No era el factor físico de la presencia de Katie en la habitación. Ella tenía el cuerpo abultado y deforme y no podía mirarlo sin un estremecimiento interior. No era la mujer. Era la conversación con ella lo que estaba produciendo aquel fenómeno.

Oscurecía en la habitación. McGarrity dejó de hablar. Estaba ronco y cansado. Pero era una lasitud pacífica. Pensó con pena que tendría que retirarse. A aquella hora el bar estaba repleto de parroquianos que, al salir de sus empleos, hacían un alto para tomar una copa antes de cenar. No le gustaba que Mae estuviese sola detrás del mostrador cuando se llenaba de hombres. Se puso en pie lentamente.

—Señora Nolan —dijo revolviendo su sombrero—, ¿me permite volver de vez en cuando para conversar con usted?

Katie negó con la cabeza.

—Para conversar, nada más —insistió él.

—No, señor McGarrity —le contestó Katie con toda la suavidad que pudo.

Él suspiró y se fue.

A Francie le venía bien estar tan atareada. Le ayudaba a no echar tanto de menos a su padre. Ella y Neeley se levantaban a las seis de la mañana y ayudaban a Katie a hacer la limpieza durante un par de horas antes de prepararse para ir a la escuela. Katie ya no podía trabajar tanto, Francie lustraba los bronces de los tres vestíbulos y limpiaba cada una de las balaustradas con un trapo aceitado. Neeley barría los sótanos y las alfombras de las escaleras. Entre los dos subían de los sótanos los cubos de cenizas. Habían tenido problemas, porque entre los dos apenas si alcanzaban a mover los pesados cubos. Francie tuvo la idea de inclinarlos y volcar las cenizas en el suelo, subir los cubos vacíos y volver a llenarlos transportando las cenizas en baldes. Les resultó bien, aunque significaba hacer más viajes hasta el sótano. A Katie le quedaba sólo fregar el piso de linóleo en los vestíbulos. Tres de las inquilinas se ofrecieron para limpiar su parte de vestíbulo hasta después del parto, benévolo acto que la ayudó mucho.

Al salir de la escuela iban a catequesis, porque se preparaban para recibir la confirmación. Luego trabajaban en casa de McGarrity. Francie hacía las cuatro camas, lavaba los pocos platos del almuerzo y barría las habitaciones. Todo eso en menos de una hora.

En general Neeley tenía el mismo horario, al que se sumaba el reparto de periódicos. A menudo llegaba a cenar a las ocho de la noche. En casa de McGarrity trabajaba en la cocina. Su tarea consistía en descascarar unas cuatro docenas de huevos duros, cortar queso en cubos, pinchar un mondadientes en cada trozo y cortar los encurtidos en delgadas rodajas.

McGarrity esperó unos días hasta que se acostumbrasen a trabajar para él. Luego intentó que conversaran con él como lo había hecho Johnny. Fue a sentarse en la cocina y observó a Neeley mientras trabajaba.

«Es el vivo retrato de su padre», pensó.

Permaneció un rato silencioso para que el muchacho se acostumbrara a su presencia, y luego, componiendo la garganta, le preguntó:

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