—¿Cómo que no puedes?
—Como que no puedo. Mírela usted, jefe. Es demasiado joven.
El diente de oro del portugués Almeida brillaba desconcertado.
—Anda la leche —dijo.
Porky se apartaba de la navaja y de la cama.
—Lo siento de verdad —sacudió la cabeza—. Disculpe, jefe, pero yo no le corto la cara a la chica.
—Todo lo que tienes de grande —le espetó la Nati desde su silla— lo tienes de maricón.
Como ven, la Nati siempre estaba dispuesta a suavizar tensiones. Por su parte, el portugués Almeida se acariciaba las patillas, silencioso e indeciso, mirando alternativamente a su guardaespaldas y a la niña.
—Eres un blando, Porky —dijo por fin.
—Si usted lo dice —respondió el otro.
—Un tiñalpa. Un matón de pastel. No vales ni para portero de discoteca.
El sicario bajaba la cabeza, enfurruñado.
—Pues bueno, pues vale. Pues me alegro.
Entonces el portugués Almeida dio un paso hacia la cama y la navaja. Y yo suspiré hondo, muy hondo, apreté los dientes y me dije que aquella era una noche tan buena como otra cualquiera para que me rompieran el alma. Porque hay momentos en que un hombre debe ir a que lo maten como dios manda. Así que, resignado y desnudo como estaba, me interpuse entre el portugués Almeida y la cama y le calcé una hostia de esas que te salen con suerte, capaz de tirar abajo una pared. Entonces, mientras el chulo retrocedía dando traspiés, la Nati se puso a gritar, Porky se revolvió desconcertado, yo le eché mano a la navaja, y en la habitación se lió una pajarraca de cojón de pato.
—¡Matarlo! ¡Matarlo! —aullaba la Nati.
Apreté el botón y la chuli se empalmó en mi mano con un chasquido que daba gloria oírlo. Entonces Porky se decidió, por fin, y se me vino encima, y yo le puse la punta
Albacete, Inox
, me acuerdo que leí estúpidamente mientras lo hacía— delante de los ojos, y él se paró en seco, y entonces le pegué un rodillazo en la bisectriz, el segundo en el mismo sitio en menos de ocho horas, y el fulano se desplomó con un bufido de reproche, como si empezara a fastidiarle aquella costumbre mía de darle rodillazos, o sea, justo en los huevos.
—¡A la calle, niña! —grité—. ¡Al camión!
No tuve tiempo de ver si obedecía mi orden, porque en ese momento me cayeron encima la Nati, por un lado, y el portugués Almeida por el otro. La Nati empuñaba uno de sus zapatos con tacón de aguja, y el primer viaje se perdió en el aire, pero el segundo me lo clavó en un brazo. Aquello dolió cantidad, más que el puñetazo en la oreja que me acababa de tirar por su parte el portugués Almeida. Así que, por instinto, la navaja se fue derecha a la cara de la Nati.
—¡Me ha desgraciado! —chilló la bruja. La sangre le corría por la cara, arrastrando maquillaje, y cayó de rodillas, con la falda por la cintura y las tetas fuera del escote, todo un espectáculo. Entonces el portugués Almeida me tiró un derechazo a la boca que falló por dos centímetros, y agarrándome la muñeca de la navaja se puso a morderme la mano, así que le clavé los dientes en una oreja y sacudí la cabeza a uno y otro lado hasta que soltó su presa gimiendo. Le tiré tres tajos y fallé los tres, pero pude coger carrerilla y darle un cabezazo en la nariz, con lo que el diente de oro se le partió de cuajo y fue a caer encima de la Nati, que seguía gritando como si se hubiera vuelto loca, mirándose las manos llenas de sangre.
—¡Hijoputa!… ¡Hijoputa!
Yo seguía en pelotas, con todo bailándome, y no saben lo vulnerable que se siente uno de esa manera. Vi que la niña, con el vestido puesto y su mochila en la mano, salía zumbando hacia la puerta, así que salté por encima de la pareja, y como Porky rebullía en el suelo agarré la silla donde había estado sentada la Nati y se la rompí en la cabeza. Después, puesto que aún me quedaban en las manos el respaldo, el asiento y una pata, le sacudí con ellos otro sartenazo a la Nati, que a pesar de la mojada en el careto parecía la más entera de los tres. Después, sin detenerme a mirar el paisaje, me puse los tejanos, agarré las zapatillas y la camiseta y salí hacia el camión, cagando leches. Abrí las puertas y la niña saltó a mi lado, a la cabina, con el pecho que le subía y bajaba por la respiración entrecortada. Puse el contacto y la miré. Sus ojos resplandecían.
—Trocito —dije.
La sangre del taconazo de la Nati me chorreaba por el brazo encima del tatuaje cuando metí la primera y llevé el Volvo hasta la carretera. La niña se inclinó sobre mí, abrazándose a mi cintura, y se puso a besar la herida. Introduje a los Chunguitos en el radiocassette mientras la sombra del camión, muy alargada, nos precedía veloz por el asfalto, rumbo a la frontera y al mar.
De noche no duermooo…
Amanecía, y yo estaba enamorado hasta las cachas. De vez en cuando, un destello de faros o el VHF nos traían, de nuevo, saludos de los colegas.
«El Ninja de Carmona informando. Cuentan que ha habido esparrame en el Pato Alegre, pero que el Llanero Solitario cabalga sin novedad. Suerte al compañero.»
«Ginés el Cartagenero a todos los que estáis a la escucha. Acabo de ver pasar a la parejita. Parece que todo les va bien.»
«Te veo por el retrovisor, Llanero, y te cedo paso… Guau. Vaya petisuis llevas ahí, colega. Deja algo para los pobres.»
—Hablan de ti —le dije a la niña.
—Ya lo sé.
—Esto parece uno de esos culebrones de la tele, ¿verdad? Con todo el mundo pendiente, y tú y yo en la carretera. O mejor—rectifiqué, girando el volante para tomar una curva cerrada— como en esas películas americanas.
—Se llaman
road movies
.
—¿Roud qué?
—
Road movies
. Significa películas de carretera.
Miré por el retrovisor: ni rastro de nuestros perseguidores. Quizá, pensé, se habían dado por vencidos. Después recordé el diente de oro del portugués Almeida, los gritos de odio de la Nati, y supe que verdes las iban a segar. Pasaría mucho tiempo antes de que yo pudiera dormir con los dos ojos cerrados.
—Para película —dije— la que me ha caído encima.
En cuanto a la niña y a mí, aún no tenía ni idea de lo que iba a ocurrir, pero me importaba un carajo. Tras haberme estado besando un rato la herida, se había limpiado mi sangre de los labios con un pañuelo que me anudó después alrededor del brazo.
—¿Tienes novia? —preguntó de pronto.
La miré, desconcertado.
—¿Novia? No. ¿Por qué?
Se encogió de hombros observando la carretera, como si no le importase mi respuesta. Pero luego me miró de reojo y volvió a besarme el hombro, por encima del vendaje, mientras apretaba un poco más el nudo.
—Es un pañuelo de pirata —dijo, como si aquello lo justificase todo.
Después se tumbó en el asiento, apoyó la cabeza sobre mi muslo derecho y se quedó dormida. Y yo miraba los hitos kilométricos de la carretera y pensaba: lástima. Habría dado mi salud, y mi libertad, por seguir conduciendo aquel camión hasta una isla desierta en el fin del mundo.
—¡El mar! —exclamó Trocito, emocionada, con los ojos muy abiertos y fijos en la línea gris del horizonte.
Pero no era el mar, sino el Tinto y el Odiel cuando circunvalamos Huelva, y otra vez falsa alarma con el Guadiana en Ayamonte, así que para cuando nos acercamos realmente al mar la niña ya empezaba a pasar mucho del tema. Y es que eso es la vida; estás dieciséis tacos soñando con algo, y cuando por fin ocurre no es como creías, y vas y te mosqueas.
—Pues el mar me parece una mierda —decía ella—. R. L. Stevenson exageraba mucho. Y las películas también.
—Ese no es el mar, Trocito. Espera un poco. Sólo es un río.
Fruncía las cejas igual que una cría cabreada.
—Pues como río también es una mierda.
Total. Que de río en río cruzamos la frontera sin problemas por Vila Real de Santo Antonio, donde cuando vio el mar de verdad ella preguntó qué río es ése, y después tomamos la carretera de Faro en dirección a Tavira. Allí, ante una de esas playas inmensas del sur, paré el camión y le toqué el hombro a la niña.
—Ahí lo tienes.
Habría querido recordarla siempre así, muy quieta en la cabina del Volvo 800 Magnum, a mi lado, con aquellos ojos tan grandes y oscuros que daba vértigo asomarse, fijos en las dunas que deshilachaba el viento, en la espuma rizada sobre las olas.
—Me parece que estoy enamorada de ti —dijo, sin apartar la vista del mar.
—No jodas —dije yo, por decir algo.
Pero tenía la boca seca y ganas de echarme a llorar, de hundirle la cara en el cuello tibio y olvidarme del mundo y de mi sombra. Pensé en lo que había sido hasta entonces mi vida. Recordé, como si pasaran de golpe ante mis ojos, la carretera solitaria, los cafés solos dobles en las gasolineras, la mili a solas en Ceuta, los colegas del Puerto de Santa María y su soledad, que durante año y medio había sido la mía. Si hubiera tenido más estudios, me habría gustado saber de qué maneras se conjuga la palabra soledad, aunque igual resulta que sólo se conjugan los verbos y no las palabras, y ni soledad ni vida pueden conjugarse con nada. Puta vida y puta soledad, pensé. Y sentí de nuevo aquello que me ponía como blandito por dentro, igual que cuando era un crío y me besaba mi madre, y uno estaba a salvo de todo sin sospechar que sólo era una tregua antes de que hiciera mucho frío.
—Ven.
Le pasé en torno a la nuca el brazo derecho aún vendado con su pañuelo, y la atraje hasta mí. Parecía tan pequeña y tan frágil, y seguía oliendo como un crío recién despierto en la cama. Ya he dicho que nunca fui un tío muy instruido ni sé mucho de sentimientos; pero comprendí que ese olor, o su recuerdo recobrado, era mi patria y mi memoria. El único lugar del mundo al que yo deseaba volver y quedarme para siempre.
—¿Dónde iremos ahora? —preguntó Trocito.
Me gustaba aquel plural. Iremos. Hacía mucho tiempo que nadie se dirigía a mí en plural.
—¿Iremos?
—Sí. Tú y yo.
El libro de R. L. Stevenson estaba en el suelo, a sus pies. La besé entre los ojos oscuros y grandes que ya no miraban al mar, sino a mí.
—Trocito —dije.
En el VHF, los compañeros españoles y portugueses enviaban recuerdos al Llanero y su Petisuis o pedían noticias. O Terror das Rutas, un colega de Faro, pasó en dirección a Tavira, reconoció el Volvo parado junto a la playa y nos envió un saludo lleno de emoción, como si aquello fuese una telenovela. Apagué la radio.
El día era gris y las olas batían fuerte en la playa cuando bajamos del camión y anduvimos entre las dunas hasta la orilla. Había gaviotas que revoloteaban alrededor haciendo cric-cric y ella las miraba fascinada porque nunca las había visto de verdad.
—Me gustan —dijo.
—Pues tienen muy mala leche —aclaré—. Le pican los ojos a los náufragos que se duermen en el bote salvavidas.
—Venga ya.
—Te lo juro.
Se quitó las zapatillas para meter los pies en el agua. Las olas llegaban hasta ella rodeándole las piernas de espuma; algunas le salpicaron los bajos del vestido, que se le pegaba a los muslos. Se echó a reír feliz, como la niña que aún era, y mojaba las manos en el agua para hacérsela correr por la cara y el cuello. Había gotas suspendidas en sus pestañas.
—Te quiero —dije por fin. Pero el viento nos traía espuma y sal sobre la cara y a cambio se llevaba mis palabras.
—¿Qué? —preguntó ella. Y yo moví la cabeza, negando con una sonrisa.
—Nada.
Una ola más fuerte nos alcanzó a los dos, y nos abrazamos mojados. Ella estaba tibia bajo el vestido húmedo y temblaba apoyada contra mi pecho. Mi patria, pensé de nuevo. Tenía mi patria entre los brazos. Pensé en los compañeros que en ese momento contemplaban un rectángulo de cielo sobre el muro y las rejas de El Puerto. En el centinela que, solo, allá en su garita del monte Hacho, estaría mirando el gatillo del Cetme como una tentación. En los vagabundos de cuarenta toneladas con sueños imposibles en color y doble página pegados en la cabina, junto al volante. Y entonces dije para mis adentros: os brindo este toro, colegas.
Después me volví a mirar hacia la carretera y vi detenido junto al Volvo un coche funerario negro, largo y siniestro como un ataúd. Me lo quedé mirando un rato fijamente, el coche vacío e inmóvil, y no sentí nada especial; quizá sólo una fatiga densa, tranquila. Resignada. Aún tenía a Trocito entre los brazos y la mantuve así unos segundos más, respirando hondo el aire que traía espuma y sal, sintiendo palpitar su carne húmeda, calentita, contra mi cuerpo. La sangre me batía despacio por las venas. Pum-pum. Pum-pum.
—Trocito —dije por última vez.
Entonces la besé muy despacio, sin prisas, saboreándola como si tuviese miel en la boca y yo estuviese enganchado a esa miel, antes de apartarla de mí, empujándola suavemente hacia la orilla del mar. Después metí la mano en el bolsillo para sacar la navaja —
Albacete Inox
— y le di la espalda, interponiéndome entre ella y las tres figuras que se acercaban entre las dunas.
—Buenos días —dijo el portugués Almeida.
Con la nariz rota y sin el diente de oro, su sonrisa no era la misma, sino más apagada y vulgar. Tras él, con un esparadrapo y gasa en la cara y los zapatos en la mano para poder caminar por la arena, venía la Nati despeinada y sin maquillaje. En cuanto a Porky, cerraba la marcha con una venda en torno a la cabeza y traía un ojo a la funerala. Tenían todo el aspecto de una patética banda de canallas después de pasar una mala noche, y eso es exactamente lo que habían pasado: la peor noche de su vida. Por supuesto, venían resueltos a cobrársela.
Empalmé la chuli, cuya hoja de casi dos palmos se enderezó con un relámpago gris que reflejaba el cielo. Cuando sonó el chasquido en mi mano derecha, llevé la izquierda hasta el otro brazo y desanudé el pañuelo para descubrir el tatuaje.
Trocito
, decía bajo la herida. La sentí detrás, muy cerca de mí, entre el ruido de la resaca que rompía en la playa. El viento salado me traía el roce de sus cabellos.
Y era el momento, y era toda mi vida la que estaba allí a orillas del mar en aquella playa. Y de pronto supe que habían transcurrido todos mis años, con lo bueno y con lo malo, para que yo terminase viviendo ese instante. Y supe por qué los hombres nacen y mueren, y siempre son lo que son y nunca lo que desearían ser. Y mientras miraba los ojos del portugués Almeida y la pistola negra y reluciente que traía en una mano, supe también que toda mujer, cualquier mujer con lo que de ti mismo encierra en su carne tibia y en la miel de su boca y entre sus caderas, que es tu pasado y tu memoria, cualquier hermoso trocito de carne y sangre capaz de hacerte sentir como cuando eras pequeño y consolabas la angustia de la vida entre los pechos de tu madre, es la única patria que de verdad merece matar y morir por ella.