Read Un barco cargado de arroz Online

Authors: Alicia Giménez Bartlett

Un barco cargado de arroz (23 page)

BOOK: Un barco cargado de arroz
12.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Inspectora, ¿va a tardar mucho rato en volver?

—Parece usted un marido, Fermín.

—No, es que tiene usted una visita. Está aquí su amigo Ricard.

—Póngale una cerveza, en seguida llegaré.

¡Joder, lo que me faltaba, Ricard y su manía de presentarse por sorpresa! Es obvio que un policía tiene dos opciones en su vida personal: o cuenta con una familia perfectamente organizada donde todo obedece a un orden o carece de familia por completo. Yo me había decantado por la segunda posibilidad, pero si seguía acumulando hombres en mi casa, aquello tenía visos de convertirse en un harén masculino. Puse precipitado punto final en el ordenador y acudí a casa preguntándome con qué iba a encontrarme.

La estampa no resultaba demasiado sugestiva ni original, tampoco demasiado inquietante. Ricard Crespo y Fermín Garzón veían aburridamente un partido de fútbol en la tele. Sobre la mesita descansaban un par de cervezas a medio consumir. Los saludé con más emoción de la que sentía.

—¡¿Qué tal, caballeros, cómo están?!

Respondieron con un par de desvaídos monosílabos. Entonces Garzón, comportándose como el hombre de la casa, se ofreció a traerme una cerveza. Pero, ante mi pasmo, Ricard terció en el ofrecimiento.

—Mejor un té, ¿no? Creo que Petra suele preferirlo a estas horas.

—¿Un té antes de cenar? No me parece muy adecuado.

—Bueno, quizá no lo sea en teoría, pero cuando Petra está cansada siempre le gusta tomar un té.

—¡Hombre, amigo Ricard!, la inspectora y yo llevamos trabajando juntos muchísimo tiempo. ¡Anda que no hemos tomado tés, cafés, cervezas y todo tipo de bebidas!, y yo le puedo asegurar que...

Levanté la voz intentando sonar lo más coloquial posible:

—No, no se preocupen, en realidad, lo que me apetece es un zumo de tomate que voy a ir a prepararme yo misma.

—No es eso —dijo Ricard—. Me fastidia que por la insistencia del amigo Garzón tengas que prepararte tú misma algo cuando llegas cansada.

—Oiga, Ricard, si es ése el problema, ya se lo prepararé yo, porque ha de saber que...

Me puse en pie de golpe y en un movimiento rápido tomé el bolso y el abrigo. Fui deprisa hasta la puerta de la calle. Di la vuelta y pude observar cómo ambos contendientes me miraban con expresión de estupor.

—Amigos, he cambiado de parecer. Lo que me apetece es tomar un whisky doble en un bar de copas y, desde luego, en estado de total soledad. Buenas noches, siéntanse como en su casa.

Sonreí y cerré procurando no dar ningún portazo. Mientras caminaba hacia la Villa Olímpica me acometió un ataque de risa. Sí, las caras que habían puesto me parecieron todo un poema. Afortunadamente, la noche era joven aún. No tomé ningún whisky, pero me comí una deliciosa hamburguesa casi cruda y después entré en los cines Icaria. Vi un documental sobre las grandes migraciones de pájaros a lo largo y ancho de todo el mundo. Bajo las silenciosas bandadas se veían las inmensas estepas rusas, solitarias, los enormes montes americanos, solitarios, los paisajes gélidos de Noruega, solitarios también. Me encantó aquella sobreabundancia de soledad.

A la una de la madrugada regresé a casa reconciliada con el mundo, que no acababa en las estrecheces de mi sala de estar. Todo estaba en silencio y a oscuras. Di gracias a Dios por aquel regalo de paz. Sin embargo, el olor del tabaco de Ricard impregnaba fuertemente el ambiente. No debía de hacer mucho que se había marchado. Fui a la cocina y me serví un vaso de leche. Entonces apareció Garzón y me dio un susto morrocotudo. Llevaba un pijama estampado con pequeños motivos heráldicos y una elegante y nueva bata de seda azul que no me cupo la menor duda de que había comprado para estar en mi casa.

—¡Caray, subinspector, ¿qué hace despierto?!

—La he oído llegar y... en realidad, Ricard acaba de marcharse.

—¡Ah, perfecto!, ¿han estado practicando boxeo?

—Creo que le debo una disculpa. Él también ha dicho que le debe una disculpa.

—¡Magnífico!, pues es importante que cada uno me la pague por separado, no vaya a ser que se pongan a discutir sobre qué disculpa me conviene más.

—¡No, qué va, ahora somos amigos! Encima ha ganado la selección española. Ha estado muy bien. Lo que ocurre es que los dos nos hemos comportado como unos imbéciles. Bueno, mucho más yo.

—Él ha estado a su altura, no crea...

—Sí, nos hemos dado cuenta de que intentando ayudarla lo único que conseguimos es que se sienta incómoda.

—Ya me imaginaba que con una pequeña indicación sutil como largarme de casa llamaría su atención sobre ese punto.

—Insisto en que la culpa es mía, me acoge usted aquí y sólo se me ocurre ponerme impertinente con otro de sus invitados. Creo que lleva usted razón, Petra, estoy convirtiéndome en un viejo fósil.

—Yo dije un dinosaurio.

—Lo mismo da.

—¡No vaya a comparar!

—En fin, me voy a dormir. Por cierto, inspectora, el jabón y las lociones que tiene en el lavabo huelen como las que usaba mi mujer y me traen muchos recuerdos. No sé si buenos o malos.

—¿Quiere que los quite?

—No, no, está muy bien así. Buenas noches.

En ese momento llamó Ricard por teléfono. Quería disculparse, se sentía el hombre más ridículo de la creación, el más miserable, el más absurdo. Se sentía como Adán vestido sólo con calcetines, como Freud con un
piercing
en la nariz. Me eché a reír y quedamos citados para el día siguiente.

Permanecí bebiendo la leche en silencio. «Los hombres son extraños —pensé—, territoriales y olfativos como las alimañas, pero capaces de una gran ternura y afectividad. A veces se comportan como cachorros de cocker y otras como lobos enfurecidos.» Pero era inútil sacar sobre ellos un balance negativo, porque la verdad era que me resultaban más fascinantes que cualquier otro ser vivo, excepción hecha del colibrí.

9

A las ocho de la mañana ya había recibido un mensaje amoroso en mi móvil. Ricard atacaba sin tregua. Sería ridículo decir que no me hizo ilusión, empezaba a tener una edad en la que ese tipo de urgencias provocan un halago inmediato; pero quizá justamente a causa de mi edad, también me había vuelto enormemente desconfiada. ¿Por qué aquel psiquiatra experimentado y ligón insistía tanto en que viviéramos juntos? Ninguno de los dos parecíamos embarcados en una pasión amorosa irrefrenable, ¿no sería entonces un simple apaño lo que tentaba a mi pretendiente? Algo así como verse de repente viviendo de modo solitario y vulgar y ser consciente de que un cambio de planes a tiempo es a veces una victoria. Justo, y yo crucé en ese momento por allí, Ricard me miró, pensó que no estaba mal y decidió reclutarme para la nueva etapa de su existencia. Y bien, ¿qué había de malo en ese planteamiento? Pues, en principio, resultaba poco reconfortante para mí. A pesar de que madurar significa contener el narcisismo que hay en nosotros, a mí seguía importándome la impresión que causaba en el otro. ¿Por qué no intentaba centrarme en lo que quería y sentía yo? Peor, si pensaba en eso, el lío se me antojaba mayúsculo. Ya no era una jovencita de las que pintan corazones en el margen de las libretas. Bien podía haber descartado el amor romántico de la lista de mis prioridades, pero me resistía a hacerlo. Hasta los que han decidido vivir sin amor rechazan reconocerlo de modo abierto, porque es terrible, es como renunciar al mayor protagonismo que la vida puede brindarnos. Pero el tan cacareado realismo, que no es sino la aceptación de la fealdad de la vida, me obligaba a considerar si sería agradable volver a convivir con un hombre. ¿Daría mi brazo a torcer a aquellas alturas?, ¿vendería mi soledad por un plato de lentejas compartidas?, ¿qué primaría: el descanso de poder contarle a un compañero que algo ha ido mal a lo largo del día, o la sensación autosuficiente de capear en solitario los pequeños temporales cotidianos? ¡Dios!, ¿cuándo queda uno libre por completo de las sombras y dudas que proyecta el otro sexo sobre nosotros, a los ochenta años, tras una mala experiencia, después de haber pasado por un desastre natural? Nunca, supongo. Ni la vejez, ni el fracaso, ni un terremoto devastador son capaces de hacer caer de la mano del diablo la manzana más lustrosa del mundo.

Todo esto lo cavilaba a primera hora frente a mi ordenador, justo en los momentos en los que debería haber estado entregada a una planificación perfecta de los siguientes pasos de mi trabajo. Por eso cuando el comisario Coronas metió la cabeza en mi despacho me invadió la misma oleada de culpabilidad que si hubiera estado consultando una página erótica en internet. Intenté recuperarme a toda velocidad, probablemente a una velocidad excesiva, porque en cuanto Coronas me espetó:

—No sé si está indicado darle los buenos días.

Yo le solté de corrido:

—Sí, ya sé, comisario, los periodistas atacan y nosotros seguimos igual, todo va lento y ahora, encima, han agredido a Yolanda, y sus padres han presentado una reclamación en mi contra. Pues bien, ¿qué quiere que le diga? Todo eso ya lo sé.

Frunció los ojos hasta que parecieron maliciosos y profundos y sonrió con suficiencia.

—¡Diga que sí, inspectora, la mejor defensa en un buen ataque! Como Agustina de Aragón, un francés le dice «bonjour» y usted le arrea un cañonazo por si acaso. Bueno, pues se equivoca, ya ve, o se equivoca en parte. Es verdad que los periodistas siguen agobiando y el caso está en pelotas aún, pero de reclamaciones paternas, nada de nada. No sólo eso, sino que, además, acaba de llamarme el jefe de Yolanda en la Guardia Urbana. Esa chica ha pedido el cambio al cuerpo de la Policía Nacional con vistas a ser destinada al grupo de Homicidios. ¿Qué le parece, eh?

Estaba tan ufano como si se encontrara en la fiesta de graduación de un hijo muy querido. Yo no entendía bien cuál era el objetivo de aquella conversación.

—¡Ah!, pues eso es bueno, ¿no?

—Me fastidia reconocerlo, pero me siento orgulloso de usted. Creo que esa chica la ha tomado como modelo, y que la gente joven se pase a nuestro cuerpo es algo que nos prestigia y demuestra las posibilidades de futuro que tiene la policía. Está muy bien.

—¡Pobre chica!, y eso considerando que participa en un caso del que no logramos salir.

—Pero saldrán, inspectora, saldrán, tengo muchas esperanzas depositadas en ustedes. ¡En fin, no dirá que hoy he venido a pegarle la bronca! ¡En esta comisaría somos un buen equipo, vaya que sí! ¡Sigan trabajando sin desfallecer!

Dio media vuelta con aire atlético, incluso insinuando unos leves saltitos al andar. No podía salir de mi asombro. ¿De verdad creía en todo aquello de nuestra proyección de futuro y nuestro prestigio entre la juventud? ¡Qué barbaridad, debía de estar envejeciendo! ¡Y aquel tonillo de político en campaña, de padre satisfecho en la sobremesa dominical! Pensé en lo inelegante que era mostrar públicamente un sentimiento de orgullo, en realidad, cualquier sentimiento, fuera del tipo que fuera. De pronto volvió a asomarse por la puerta.

—Como usted no suele enterarse de nada, le recuerdo que esta noche es la cena de comisaría en honor a nuestro santo patrón.

—¿Y quién es nuestro patrón?

Soltó una carcajada divertida.

—Me gusta su estilo, Petra, aunque es verdad que nunca se entera de nada. Hasta luego.

Me di cuenta de que prefería a mi jefe cuando se dedicaba a ladrar agresivamente. ¡Vaya por Dios!, aquella cena institucional era justo lo que me faltaba. Todos los años me olvidaba de ella y todos los años alguien me daba la desagradable sorpresa de que el homenaje a nuestro santo era inminente. No me cupo la menor duda de que aquél era uno de los motivos a los que debía achacar la euforia paternalista de Coronas. Se entrenaba para los discursitos nocturnos, para representar con propiedad el papel de cabeza visible de nuestra comunidad de guripas. ¡Otra distracción más del trabajo, como si no tuviera suficiente con mis dudas sentimentales acerca de Ricard! En ese momento comprendí que debía avisarle, quedaba descartada cualquier cita esa noche. Tomé el teléfono para hacerlo pero entró Garzón, como siempre, sin llamar.

—¿Qué coño hace, inspectora? La estoy esperando. ¿No había prisa por ir a ese restaurante?

Me puse la gabardina y eché a andar. Lo mío consistía siempre en enfrentarme a rompecabezas: personales, profesionales... y eso que cuando era pequeña no me gustaba jugar con ellos, reconstruir algo ya hecho con anterioridad me parecía perder el tiempo. Claro que yo tenía fama de niña práctica y segura de sí misma, cualidades que he ido perdiendo con la edad.

La Gàbia era un bar colosal, uno de esos restaurantes baratos inaugurados hace un montón de años, que llenaba todos los días su inmensa nave central con obreros que iban a comer. Una barra de tamaño en consonancia se extendía en un lateral. Me inquietó ver que había al menos tres mujeres trabajando allí. ¿Cuál de las tres sabía algo que nos interesaba? Me precipité en mi inquietud, la que debía hablar con nosotros era la de más edad, deduje que la esposa del patrón, una chicarrona fuerte y de gestos enérgicos que nos invitó a sentarnos. Llevaba el pelo recogido en un moño y aún no se habían borrado de su rostro todos los trazos de la belleza que alguna vez debió de tener. Se secó las manos en el delantal, nos miró abiertamente a la cara. Su boca no dibujaba ni un atisbo de sonrisa.

—De modo que son policías ¿Quieren un café? ¡Clara, tráenos tres cafés!

No fue necesario preguntar, ella empezó a hablar con estilo franco, seco y decidido:

—Miren, antes de cualquier cosa quiero que sepan que éste es un bar muy normal. Lo heredé de mis padres, y mi marido y yo llevamos veinte años sirviendo comidas aquí. Como ustedes comprenderán, un negocio que no sea legal o donde pasan cosas raras no lleva tanto tiempo funcionando, ¿me explico?

—Se explica muy bien.

—Eso no quiere decir que aquí no entre mucha gente, y que entre toda esa gente siempre pueda haber algún mangante.

—Está perfectamente claro. Hemos venido porque Juan de Dios Llorens...

No me dejó terminar. Calló mientras nos ponían los cafés y continuó con la energía y las dotes de mando que me hubiera gustado tener a mí.

—Para empezar, les diré que conozco a ese subnormal de Juan de Dios porque fue novio de mi hermana hace muchos años. Afortunadamente, ella lo largó porque era un don nadie y un desgraciado. Pero no es mal tío. Se pasó un tiempo haciendo el burro, pero no servía ni para timador profesional. Lo engancharon a la primera. Ahora hace un trabajo honrado, una mierda de trabajo, pero no está metido en nada malo.

BOOK: Un barco cargado de arroz
12.74Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Dressmaker by Kate Alcott
Paper Doll by Janet Woods
Twice Blessed by Jo Ann Ferguson
Ill Will by J.M. Redmann
Stolen by John Wilson
The First Church by Ron Ripley
The Azalea Assault by Alyse Carlson