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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Histórico, Intriga

Un cadáver en los baños (24 page)

BOOK: Un cadáver en los baños
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—Soy Falco. ¿Tú eres…?

—Milcato. —Eran todos un puñado de cosmopolitas. Vete a saber de dónde era, con un nombre como ése. De África o Tripolitania, o posiblemente de Egipto. Tenía el cabello gris, entrecano, y la piel morena; también lo era su estrecha barba. Debía de ser originario de algún lugar donde los palmípedos fenicios dejaron su impronta. O, removiendo viejas heridas, digamos que de algún lugar cartaginense.

—Vale la pena el riesgo de un incendio… —le dije con una sonrisa al tiempo que él soplaba sobre el quemador de carbón y calentaba el vino en un cacillo plegable de bronce. Era un hombre que soportaba la vida en un campamento provisional trayéndose sus propias comodidades. Me recordó, con una punzada, a mi eficiente amigo Lucio Petronio. Fue en Britania donde él y yo servimos en el ejército. Añoraba mucho a Petro—. He estado mirando tus existencias. Yo pensaba que la mayor parte de la decoración planeada para el palacio sería cuestión de pintura, pero parece ser que a Togidubno también le gusta tener su mármol. Me alojo en la vieja casa; allí hay una gran variedad. ¿Seguro que no es de aquí?

—No todo. —Espolvoreó unas hierbas secas en dos tazas—. Verás una piedra britana de color azulado. Ligeramente áspera. —Hurgó entre el desorden y me lanzó un trozo—. Llega al oeste desde la costa sur. ¿Y qué más tiene el viejo? ¡Ah! Hay una roja del Mediterráneo… y un material con manchas marrones de la Galia, si no recuerdo mal.

—¿Trabajaste en la vieja casa?

—¡No era más que un muchacho! —dijo con una sonrisa.

Al igual que los demás artesanos, tenía un amplio despliegue de muestras esparcidas a su alrededor. Había trozos irregulares de mármol multicolor por todas partes. Algunos tenían debajo unas tablillas sujetas que debían de ser pedidos en firme para el nuevo proyecto. Apoyado contra el marco de la puerta de la choza, y utilizado como tope, había un magnífico panel ya terminado revestido de incrustaciones con un pentágono dentro de un círculo. Cogí una delicada moldura de brillo seductor. Parecía la barra de un friso o una cenefa de las que se colocan entre dos paneles.

—¡Filetes! —exclamó Milcato—. Me gustan unos cuantos filetes tallados.

—Esto es exquisito. Y pocas veces he visto tantas variedades de mármol en un mismo sitio.

Milcato improvisó una demostración. Provenían de lugares muy apartados: la piedra azul y otra gris muy similar, de Britania; y luego el blanco cristalino de las colinas centrales, de la lejana Frigia. Tenía uno verde y blanco, de ese tipo veteado, que era de las estribaciones de los Pirineos, uno amarillo y blanco de la Galia, más de una variedad de Grecia…

—¡Debes de tener unos gastos de importación increíbles!

Milcato se encogió de hombros.

—Por ese motivo habrá gran cantidad de pintura, incluyendo los veteados de imitación. —No parecía preocupado por ello—. Han traído a un muchacho para que lo haga; por supuesto, no es su campo, en realidad es un especialista en paisajes.

—¡Típico! —lo compadecí.

—Bueno…, Blando lo conoce. Trabaja esporádicamente para el gremio, ya sabes. Un sabelotodo de Estabias. No es ningún problema, puedo enseñarle el aspecto que tiene el mármol de verdad. El joven es un buen tipo, bastante inteligente… para ser pintor. —Milcato apuró su taza. Debía de tener una garganta capaz de engullir betún caliente—. Mi contrato es lo suficientemente importante como para mantenerme ocupado, y créeme, Falco, puedo comprar lo que quiera. Carta blanca. Autoridad para hacer uso de los recursos de cualquier lugar del imperio. No puedo pedir más.

Sin embargo, ¿podía ser que lo hiciera? ¿Inflaba su salario de alguna manera? Tendría que comprobar la cantidad de piedra que se estaba importando y si todavía estaba toda allí.

—Voy a serte franco —le dije—. Sabes que estoy aquí para ver si hay problemas. Podría ser que hubiera una estafa con el mármol.

Milcato me miró con los ojos abiertos de par en par. Consideró detenidamente con toda su atención esa teoría mía. Si la meditaba un poco más en serio, iba a pensar que se burlaba de mí.

—¡Caramba! ¿Eso crees?

—Si no, no te insultaría afirmándolo —respondí en tono adusto.

—Eso es terrible…, seguro que es un error. —Se pasó la mano por la barba, haciendo un ruido áspero como si tuviera el pelo duro y la piel seca.

—¿Tú lo descartas? —Sólo un idiota excluiría esa posibilidad nada menos que en una obra de construcción.

—Bueno, yo no diría eso, Falco. —Entonces fue sincero y útil—. No, es totalmente posible… De hecho, puede que tengas razón.

Fue fácil. Eso siempre me gustó.

—¿Alguna idea?

—¡Los aserradores! —gritó Milcato enseguida, casi con entusiasmo. Sí, fue muy fácil. La lealtad hacia sus trabajadores no era una de sus virtudes. Con todo, yo era el hombre de Roma; a mí todavía me iba a respetar menos—. Tienen que ser ellos. Hay algunos que utilizan de forma deliberada un grano de arena demasiado grueso cuando cortan. Desgasta las losas más de lo necesario. Tenemos que encargar más material. El cliente paga. Los aserradores se reparten la diferencia con el proveedor de mármol.

—¿Estás seguro de eso?

—Durante un tiempo tuve mis sospechas. Este amaño es famoso. Es el truco más viejo de todos.

—Milcato, eso es sumamente útil. —Me levanté para marcharme. Me acompañó hasta la puerta. Le di una palmada en el hombro—. Me alegro de haber venido a verte. ¿Sabes?, me ahorrará días enteros de trabajo. Ahora voy a dejarte con ello durante un tiempo; quiero que estés atento al truco y veas si puedes ponerle fin. Podría ordenar que mandaran de nuevo a casa a esos cabrones, pero la verdad es que aquí andamos cortos de personal. No puedo perderlos. Es demasiado difícil conseguir mano de obra nueva para una especialidad.

—Me pondré con ello, Falco —prometió con gravedad.

—¡Muy bien! —dije.

Era hora de irse. Él tenía otra visita. Un anciano vestido con una túnica romana, envuelto en una espectacular capa larga de color rojo escarlata y con un sombrero de viaje. Se comportó como si fuera alguien, pero, quienquiera que fuera, no me lo presentaron. Aunque Milcato y yo nos separamos de forma amigable, estaba seguro de que el maestro marmolista esperó a propósito a que me alejara de la zona. Sólo entonces saludó adecuadamente a su siguiente visita.

Fue muy amable por su parte admitir la culpa. Si todos los supervisores con obreros confabulados se lo tomaban tan bien, pronto volvería a casa.

Por otro lado, cuando cualquier testigo de una investigación reconocía su culpa sin demasiados reparos, yo tenía por costumbre echar un vistazo por ahí para ver qué era lo que en verdad escondía.

A última hora de la tarde, Igiduno trajo sus grupos de cinco palos. Al principio eran largos y luego se volvieron más pequeños a medida que se iba quedando sin espacio en la tablilla. Comprendí enseguida que si su recuento era vagamente exacto, mis temores eran correctos.

—Gracias. Justo lo que quería.

—¿No vas a decirme para qué es, Falco? —Por el rabillo del ojo vi que Cayo, que estaba con la cabeza inclinada sobre su trabajo, tenía aspecto de estar inquieto.

—Hacemos una auditoria de la cerámica —concreté con soltura—. El encargado del almacén no está contento. Parece ser que se rompen demasiadas tazas en la obra.

Igiduno creyó que iba a cargar con las culpas y salió disparado a toda prisa.

Inmediatamente Cayo y yo agarramos la tablilla y empezamos a comparar el recuento oficial de la mano de obra que teníamos con las cifras que en realidad había en la obra según la ronda de
mulsum
. La discrepancia no era tan grande como yo había temido, pero entonces todavía estaban cavando los cimientos y la dotación completa en esos momentos era baja. Yo sabía que, para cuando empezaran a levantar las paredes del palacio, Cipriano tenía previsto contratar a una gran cantidad de albañiles, además de cortadores de piedra para moldear y recubrir los sillares, montadores de andamios, chicos para llevar las carretillas y preparadores de mortero. Ocurriría cualquier día de ésos. Si adquiríamos trabajadores inexistentes en las mismas proporciones, entonces nuestras cifras se equivocarían en casi quinientas personas. En términos del ejército, alguien estaría estafando al erario público lo que cuesta diariamente una cohorte de soldados. El contable estaba nerviosísimo.

—¿Vamos a informar de esto, Falco?

—No inmediatamente.

—Pero…

—Quiero retener la información. —Él no lo comprendió.

Descubrir que existe un fraude sólo es el primer paso. Tiene que demostrarse y las pruebas han de ser totalmente irrebatibles.

XXVI

Le di un silbido a
Nux
y me la llevé a dar un paseo. Ella quería irse a casa para cenar, pero yo necesitaba un poco de ejercicio. Mientras caminaba lentamente por ahí, inmerso en mis pensamientos, ella levantaba la vista y me miraba como pensando que su dueño se había vuelto loco. Primero la metí a rastras en un barco espantoso, luego le hice tragar un interminable viaje por tierra y finalmente la traje a ese lugar donde no había aceras y el sol se había apagado. La mitad de las piernas humanas que husmeaba iban enfundadas en unos vellosos pantalones de lana.
Nux
siempre ha sido y será una perra de ciudad, una sofisticada haragana romana. Al igual que yo, quería que le dieran patadas los matones de piernas desnudas que había en casa.

Me la llevé a la cabaña de los pintores con la idea de preguntarle al ayudante cómo evolucionaba Blando. No había ni rastro de ese chico del que todo el mundo hablaba. Lo que sí vi fue más de aquello que debía de ser su trabajo. En el espacio en blanco donde previamente alguien había escrito AQUÍ AZUL LAPISLÁZULI, esa nota estaba garabateada y una mano distinta había añadido pomponio es demasiado tacaño: ¡esmalte azul! Quizá fuera cosa del ayudante. Había un poco de pintura azul intenso preparada en un cubo, sin duda lista para borrar la inscripción antes de que la viera el director del proyecto.

Desde la última vez que estuve allí, alguien había probado nuevos tipos de veteados. Había embadurnado un panel con una mezcla de pinturas azules y verdes siguiendo una técnica artística que no acababa de dominar, con pares de manchas simétricos como los reflejos de los bloques de mármol partidos en dos. A ese caos habían añadido unos interminables cuadros de un veteado mejor ejecutado en color rojo y rosa apagado. Había un panel con un paisaje, una espectacular marina color turquesa con unas villas blancas, hechas con toques delicados, en una costa que era igual que Surrento o Herculano. No; se trataba de Estabias, por supuesto, de donde habían traído al sabelotodo.

Parecía que la luz descendía suavemente de las olas. Con unas pocas pinceladas hábiles, el artista había creado un evocador e inquietante escenario vacación al en miniatura. Me hizo echar de menos el Mediterráneo…

El ayudante de los frescos se había ido a holgazanear a otra parte. Teniendo en cuenta lo que Cipriano había dicho de los pintores, debía de andar detrás de alguna mujer. Mejor que no fuera ninguna de las de mi grupo.

En la cabaña de al lado sí que encontré al desconsolado mosaiquista, Filocles hijo.

—Siento lo que le ha pasado a tu padre.

—¡Dicen que le golpeaste!

—No muy fuerte. —Lógicamente, el hijo estaba enardecido—. Cálmate. Había enloquecido y teníamos que refrenarlo.

Por lo que pude ver, el hijo se parecía a su padre. Me dio la impresión de que era mejor que no me quedara allí mucho rato. Tenía muchas cosas que hacer; no era el momento de convertirme en un enemigo perturbador y violento. Si Filocles hijo quería una contienda al estilo de su difunto padre, tendría que buscarla en otro sitio.

Guié a
Nux
más allá de los carromatos estacionados, en busca de Eliano. Estaba tumbado en el carro de las estatuas, no del todo dormido en esa ocasión pero con aspecto aburrido. Al reconocerlo,
Nux
saltó encima de él con alegría.

—¡Puaj! Quítate de encima.

—¿No eres amante de los perros?

—Me paso la mitad del tiempo escondiéndome de los perros guardianes de la zona de seguridad.

—¿Son fieros?

—Devoradores de hombres. Una vez al día sacan a toda la jauría en busca de carne humana con la que entrenarlos.

—Bueno, los perros britanos tienen una tremenda reputación, Aulo.

—Son horripilantes. Pensaba que se pasarían la noche aullando, pero su silencio, de alguna manera, todavía es peor. Los cuidadores apenas pueden sujetarlos. Se arrastran por ahí, prácticamente remolcando a los hombres que los llevan, y buscan a alguien que sea lo bastante estúpido como para tratar de salir corriendo. No hay duda de que matarían a cualquiera que lo hiciera. Creo que los cuidadores sacan a los perros para que los aspirantes a ladrón los vean y se aterroricen lo suficiente como para entrar.

—¿Así que no vas a saltar la valla para coger una nueva pila para la fuente del jardín de tu padre?

—No bromees.

—Está bien. No quiero tener que decirle a tu madre que te encontré con la garganta destrozada… ¿Algo de que informar?

—No.

—Entonces me voy. Sigue con ello.

—¿No puedo dejar de hacer esto, Falco?

—No.

Nux
y yo nos pusimos en marcha hacia nuestras dependencias reales para cenar y dejamos a Eliano allí fuera en la humedad del bosque. Mientras emprendía el camino de vuelta, me pregunté cómo estaría su hermano Justino y cuándo podría decirme algo sobre sus actividades. Mis ayudantes y yo estábamos demasiado aislados. Necesitaba un mensajero. En casa habría podido utilizar a uno de mis sobrinos quinceañeros; allí no había nadie en quien pudiera confiar.

Nux
se estaba adaptando. Eso estaba mejor. Había aprendido que en Britania al menos había maneras de llenarse el pelo de ramitas y el hocico de tierra. Tal vez los perros guardianes habían dejado mensajes fascinantes al pasar por ahí. Hizo largas pausas y se las pasó con el hocico metido en la hojarasca que había a los lados del sendero, luego se cansó de eso y vino corriendo como una loca tras de mí, arrastrando una larga rama y ladrando roncamente.


Nux
, mostrémosles a los bárbaros los modales del foro, por favor… ¡No te revuelques ahí! —Demasiado tarde—. Perra mala. —
Nux
, que nunca había captado los matices más sutiles de las reprimendas, meneó la cola frenéticamente.

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