Un final perfecto (37 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Un final perfecto
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—Te están esperando en cualquier momento —dijo—. Y aunque él sospeche algo, ya no sabrá dónde buscar. Al menos estarás a salvo mientras hacemos lo que debemos hacer.

Ni Pelirroja Uno ni Pelirroja Dos se creían por completo esta afirmación. Quizá, pensaban ambas, tal vez pequeñas partes de sus vidas podrían estar seguras.

Pero toda no.

La puerta principal se cerró con un golpe sordo. Oyó lanzar una chaqueta al colgador y guardar las botas en un armario.

—Hola, cariño. Siento haber llegado tarde.

—No te preocupes. La cena estará lista en un par de minutos.

—Quiero tomar unas cuantas notas y luego salgo.

—¿Qué tal ha ido?

—Guay. Muy guay. He ido a la cita como me dijiste. La he visto entrar. Fue fantástico. Fantástico de verdad. El tipo de escena que ayudará de veras al libro. Me hubiera gustado poder entrar en la consulta con ella para escuchar lo que decía. Pero eso me lo puedo inventar, no es problema. Conseguir plasmar bien el lenguaje de los adolescentes es todo un reto. Vaya, lo ha sido desde que J. D. Salinger en cierto modo definiese el género entero. Pero añadir estos pequeños detalles es lo que da vida a la historia. La verdad es que te debo una.

La señora de Lobo Feroz sintió una oleada de placer. Cuando le llamó no estaba segura de si su marido iba a estar interesado en la cita. Ahora sentía que realmente formaba parte del proceso creativo.

—Eso es lo que esperaba. Por eso te llamé. Así que si me debes un favor, ¿fregarás los platos esta noche?

El Lobo Feroz besó a su mujer en la mejilla, después le pellizcó el trasero y ella dio un pequeño chillido de placer y le pegó en la mano con una indignación fingida.

—Sí. Por supuesto. —Los dos se rieron—. Solo voy a apuntar algunas ideas para el próximo capítulo, me lavo y estoy listo para cenar. Me muero de hambre.

El Lobo Feroz estaba sorprendido del hambre que tenía. Acercarse tanto a Pelirroja Tres, aunque solo hubiesen sido unos pocos segundos, le había provocado un hambre atroz. Sintió una sensación paralela de deseo; era todo lo que podía hacer para no agarrar a su mujer y arrancarle la ropa. Se maravilló ante la intensidad de sus sensaciones. «La pasión y la muerte van de la mano», pensó.

—¿Pronto me dejarás leer un poco más?

Sonrió.

—Pronto. Cuando esté más cerca del final.

Hubo un momento de duda en la cocina, cuando el Lobo Feroz hizo una pausa, antes de dirigirse a su despacho. Volvió la vista atrás para mirar a la señora de Lobo Feroz que estaba de pie delante de la cocina, removiendo el arroz que hervía en una cazuela. Tarareaba una canción y él intentó reconocer cuál. Le resultaba familiar y estaba a punto de recordarla. Solo necesitaba oír unas cuantas notas más. Miró a su alrededor durante unos instantes. Vio la mesa puesta con dos cubiertos y olió el pollo que se asaba en el horno. Se deleitó con la casi aplastante normalidad de toda la escena. «Eso es lo que hace que asesinar sea especial —pensó—. En un momento dado estás sentado en la cabina cumpliendo con tu rutina, completamente prosaica, comprobaciones previas al vuelo hechas un millón de veces, y al cabo de un minuto estás acelerando por la pista de despegue, ganando velocidad e impulso para despegar hacia algo completamente diferente cada vez. Te liberas de todas las ataduras terrenales.»

La señora de Lobo Feroz golpeaba el borde de la cazuela que hervía a fuego lento con una cuchara de palo grande. Como un batería que intenta capturar un ritmo esquivo, se dio cuenta de que el ritmo de su vida había cambiado de una forma misteriosa y agradable. «Escribir, asesinar y amar —pensó—, todas son a su manera exactamente la misma cosa, como diferentes puntadas en la misma tela.» Golpeó el borde de la cazuela con el mango de la cuchara con una secuencia conocida: bum, pam bum, pam bum bum. El famoso compás del bajo de
Not Fade Away
, la canción de Buddy Holly tantas veces versionada.

32

Durante los días siguientes, el Lobo Feroz vio todos los noticiarios, leyó todos los artículos en los periódicos locales, incluso puso la emisora de radio local con la esperanza de descubrir dónde paraba Pelirroja Dos. Diligentemente, procuró pasar por el lugar del suicidio a menudo, para ver si la policía había descubierto el cadáver. Se enfadó cuando pareció que habían desistido de buscarla. Eso no quería decir que no estuviese en el fondo del río. Maldijo a los policías y pensó que eran unos incompetentes. Necesitaba respuestas y se suponía que ellos debían dárselas.

Dos noches después de haber seguido a Pelirroja Tres hasta el exterior del edificio del centro médico —un delicioso punto álgido—, pasó una hora frustrante caminando por el vecindario de Pelirroja Dos. En su casa las luces estaban apagadas y lo habían estado desde la noche en que presuntamente había saltado y no vio ningún signo de vida, salvo un ramo de flores blancas que alguien había dejado apoyado en la puerta principal. Las flores ya empezaban a marchitarse.

Parado en la calle al lado de la casa, se dio cuenta de que ya no tenía que esconderse de ella. Se había ido, eso estaba claro.

Estaba enfadado y se sentía engañado.

La noche anterior había dejado la compañía de su mujer y se había encerrado en su despacho. Había comprobado dos y tres veces su extenso informe sobre Pelirroja Dos. Nada en su investigación sugería que alguien, familiares lejanos o amigos ocasionales, la hubiese acogido para esconderla de él. Se reprendió porque imaginaba que, de algún modo, se le había pasado alguna conexión.

Pero entonces recordó las tumbas con los dos nombres, que ahora esperaba un tercero. Esos dos nombres eran la principal razón por la que se le había ocurrido escoger a Pelirroja Dos. «Nunca, nunca, los abandonaría. No podía. Solo había dos maneras de unirse a ellos: yo o ese dichoso puente sobre ese maldito río.»

Para el Lobo Feroz era algo doloroso. Sabía que había hecho todo lo necesario para abocarla al suicidio. Pero creía que había sido lo bastante listo como para llevarla justo al borde, de manera que cuando él llegase a su lado, por extraño que parezca, ella aceptaría la muerte.

Sabía que esto suponía un reto literario. Sus lectores querrían saber cada paso que había dado. Querrían experimentar la tensión y sentir la opción por la que Pelirroja Dos se había inclinado. Morir de una manera. O morir de otra.

«Siempre hay que pensar en los lectores», recordó.

Hizo las comprobaciones rutinarias con Pelirroja Uno. Parecía que continuaba con su día a día, como había sospechado que haría. Por muy asustada que estuviese por la muerte de Pelirroja Dos, entendía que Pelirroja Uno encontraba seguridad manteniendo una fachada normal, algo que a él le tranquilizaba. Ya no frecuentaba los clubes de la comedia ni siquiera se fumaba un cigarrillo a escondidas en un aparcamiento. «Demasiado asustada para permitirse una adicción», pensó. Llegaba al trabajo temprano y se quedaba hasta tarde y después se iba en coche directamente a casa. Esto le complacía. Y no creía que Pelirroja Tres fuese a huir. «Ese es uno de los grandes misterios de matar —pensó mientras observaba la casa a oscuras de Pelirroja Dos—. Nuestro lado racional piensa que podemos huir, escondernos, pedir ayuda a los amigos y, de alguna forma, tomar medidas para mantenernos a salvo. Sin embargo nunca lo hacemos. Cuando la distancia entre el cazador y la presa se va estrechando, uno se muestra más centrado, más experto y con una mayor determinación, mientras que el mundo del otro se empequeñece cada vez más, se deteriora y cada vez le cuesta más pensar con claridad.»

Pensó en los documentales del Discovery Channel de leones que persiguen a antílopes o de lobos como él que siguen a los caribúes. Las presas corren como locas de un lado a otro, aterrorizadas, descontroladas. El cazador se acerca de forma singular, cortando todas las posibilidades de huida. Decidido. Directo. No pensaba que él fuese diferente. Tenía que subrayar ese punto en la novela.

Se le ocurrió un pensamiento extraño: «Los leones dejan que las leonas cacen, pero son los primeros en devorar a la presa.» Se preguntó si los lobos harían lo mismo. «No lo creo. No somos perezosos.»

El Lobo Feroz dirigió una última mirada furtiva a la casa de Pelirroja Dos. No creía que fuese a regresar otra vez, sin embargo en ese mismo instante tuvo la sensación de que apenas lograba apartarse de allí. Recordó el placer que le había procurado pasar con el coche por delante de la casa de Pelirroja Dos y espiarla durante semanas y meses. Le costó pensar que esa fase había tocado a su fin. Era hora de irse a casa, pero no podía sacudirse la sensación de que algo quedaba incompleto. Esperaba que asesinar a Pelirroja Uno y a Pelirroja Tres le produciría el placer que ansiaba. Pero por primera vez estaba preocupado. Arrastraba los pies por la acera y sintió que su paso perdía alegría. Mientras regresaba al coche hablaba entre dientes.

—Has trabajado muy duro y entonces se presenta algo inesperado y lo fastidia todo.

Pensó que no tenía que ser tan severo consigo mismo. Todo estaba saliendo según lo planeado. Dejó que su creciente enfado definiese su insistencia en que nada más podía fallar. Citó al poeta erróneamente en voz alta: «Oh, los mejores planes de ratones y hombres a menudo se extravían.»

El Lobo Feroz soltó una carcajada. «Flexibilidad —pensó. Tenía que escribir algunas páginas sobre la flexibilidad—. Estar preparado para lo inesperado. No importa que las cosas salgan según lo previsto, siempre hay que estar preparado para los cambios repentinos.»

Cuando llegó al coche, se desplomó en el asiento como si estuviese exhausto.

—Ahora ya solo faltan unos días —dijo de nuevo en voz alta aunque estaba solo. Le gustaba la contundencia de su voz. Cuando puso la marcha, empezó a pensar en armas y ubicaciones. Durante unos instantes pensó que debería dividir el manuscrito en dos partes: «La caza» y «El asesinato».

Karen estaba sentada con remilgo enfrente del director de la funeraria.

—Se trata de una petición inusual —titubeó—, pero no imposible.

El despacho tenía un apropiado tono sombrío, mucha madera oscura y ventanas sombreadas que evitaban que entrase demasiada luz. El director era un hombre calvo, bajo y robusto de dedos regordetes, que incluso con su impecable traje negro parecía un hombre simpático. «Un fuerte apretón de manos, una sonrisa cálida y una voz entusiasta cuando el asunto es la muerte», pensó Karen. Había esperado un cliché, un hombre estilo Uriah Heep, alto y cadavérico de voz profunda.

—Simplemente un funeral muy reducido —dijo Karen—. Me temo que desde el accidente que la dejó viuda, Sarah abandonó todas sus amistades. Estaba sola y muy aislada. Pero eso no quiere decir que no haya algunos amigos que quieran darle el último adiós. Tal vez algunos maestros con los que trabajó o algunos compañeros de su marido del parque de bomberos.

—Sí, cierto —añadió el director de la funeraria—. ¿Y la familia?

—Desgraciadamente está muy esparcida. Era hija única y sus padres ya fallecieron. Y los primos que le quedan no quieren aceptar la realidad de su muerte. O puede que simplemente les dé igual.

Karen evitó utilizar la palabra «suicidio», como sabía que también la evitaría el director de la funeraria.

—Es una pena —manifestó el director, aunque implicaba lo contrario, que todo sería mucho más fácil.

—Pensé en hacerlo en mi casa, ¿sabe? —continuó Karen—, una sencilla reunión para hablar de nuestro cariño por la difunta, pero me pareció que resultaría demasiado informal.

Ella sabía que al director no le iba a gustar esta sugerencia.

—No, no, en la iglesia o en una de nuestras salas pequeñas es mucho mejor. He visto que en muchos casos personas que dejaron de ver a sus amigos se sorprenderían de la gran concurrencia.

«Eso, se sorprenderían si no estuviesen muertas», pensó Karen. Asintió.

—Cuánta razón tiene —añadió. «Y en mi casa no cobraría»—. Entonces, ¿me puede enseñar las salas disponibles?

—Por supuesto —repuso el director con una sonrisa—. Permítame que traiga los horarios también.

Condujo a Karen por un pasillo estrecho y enmoquetado con una moqueta gruesa y con las paredes pintadas en sombríos tonos de blanco roto. Se detuvo al lado de un conjunto de puertas dobles con una placa con la leyenda: SALA DE LA PAZ ETERNA.

—¿Ataúd?

—No —contestó Karen—. La policía todavía no ha recuperado el cadáver, si es que alguna vez lo recupera. He pensado que bastan unos arreglos florales alrededor de un montaje fotográfico.

Asintió con la cabeza.

—Ah, quedará precioso.

Karen tuvo la impresión de que podría haber dicho: «Quiero mostrar unas películas pornográficas caseras», y él hubiese contestado: «Ah, quedará precioso.»

El director le sujetó la puerta para que pasara.

Era una sala con asientos para unas cincuenta personas. En las paredes, unos altavoces empotrados emitían suave música funeraria de órgano. En las esquinas había jarrones para poner flores. Resultaba muy artificial y sin alma. Karen pensó que era perfecta.

—Oh, está muy bien —exclamó, mientras en su fuero interno pensaba que si el Lobo Feroz lograba asesinarla, no podría imaginar un lugar peor para yacer en capilla ardiente. «Dios santo, espero que si gana él, alguien coja mi cuerpo sin vida y lo suba a un escenario y convoque a todos los cómicos del país para que se pasen por allí y hagan los peores chistes, lo más escandalosos posible, para que todo el mundo se divierta a mi costa.»

»Bonitas cortinas —comentó, mientras señalaba la parte trasera. Eran de imitación a seda.

—Sí —repuso el director—. Dan a una pequeña sala que hay detrás. Ya sabe, algunas familias necesitan más privacidad.

—Por supuesto —dijo Karen. Pensó que eran perfectas para lo que tenía planeado.

Como el Lobo Feroz, Pelirroja Tres pensaba en armas mientras la furgoneta del colegio entraba en el aparcamiento del centro comercial.

—Ya sabéis, solo dos horas, comprobad ahora los relojes —anunció un profesor joven, mientras abría la puerta para que saliese la docena de alumnos que iba en el vehículo—. Y no os separéis. Portaos bien. Y que nadie se meta en problemas.

El colegio llevaba regularmente a los alumnos al centro comercial para ir de compras. Jordan pocas veces se había apuntado a este tipo de excursiones. No le gustaban en especial las luces brillantes y la música enlatada que llenaban el lugar, tampoco disfrutaba mirando escaparates o probándose lo que se suponía era moda para adolescentes, pero que en general era ropa llamativa y barata.

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