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Authors: Nick Hornby

Un gran chico (2 page)

BOOK: Un gran chico
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Ahora, en cambio, era más fácil. Eran casi demasiadas las cosas por hacer. Ya no se necesitaba llevar una vida propia; bastaba con echar un vistazo por encima de la verja a las vidas de los demás, tal como eran en los periódicos, en series como EastEnders y tantas otras, en las películas, en algunas canciones de jazz que rezumaban una tristeza exquisita o en algunas canciones de rap bastante bestias. A los veinte años, Will se habría mostrado sorprendido, y tal vez decepcionado, caso de haber sabido que llegaría a los treinta y seis sin haber encontrado una vida propia, aunque el Will que tenía treinta y seis años no sentía la menor tristeza por ello. Así había mucho menos desorden.

¡Desorden! La casa de John, el amigo de Will, era un verdadero caos. John y Christine tenían dos hijos; el segundo, una niña, había nacido la semana anterior, y Will había tenido que ir a verles, cómo no, a conocer a la pequeña. El lugar era, desde luego, un desastre. Esparcidos por el suelo había pedazos de plástico de colores brillantes; las cintas de vídeo estaban fuera de las fundas, esparcidas cerca del televisor; el cobertor blanco del sofá daba la impresión de haber sido utilizado como si se tratara de un monumental rollo de papel higiénico, aunque Will prefería pensar que las manchas eran de chocolate. ¿Cómo podía nadie vivir así?

Christine entró en el salón con la recién nacida en brazos, mientras John se preparaba una taza de té en la cocina.

—Esta es Imogen —anunció.

—Ah —dijo Will—. Ya.

¿Qué se suponía que debía decir a continuación? Sabía que algo debía de haber, pero no lo habría averiguado ni aunque hubiese empleado en ello el resto de su vida. Quiso decir: «Es muy...» Pero no, se había esfumado. Concentró todos sus esfuerzos de buen conversador en Christine.

—Vaya, ¿y tú qué tal te encuentras, Chris?

—Bueno, ya sabes. Bastante hecha polvo.

—¿Es que no has parado de darte caña, o qué?

—No. Es que acabo de tener una hija.

—Ah, claro. —Al final, todo volvía a resumirse en el puñetero bebé—. Supongo que eso debe de dejarlo a uno para el arrastre.

Había dejado pasar adrede una semana precisamente para no tener que hablar de esa clase de asuntos, pero al final no le había servido de nada. Lo quisiera o no, estaban hablando de ello.

Llegó John con una bandeja y tres tazas de té.

—Barney se ha ido hoy a casa de su abuela —dijo, sin que al parecer hubiera razón alguna para decir tal cosa, al menos en opinión de Will.

—¿Qué tal está Barney?

2

Barney tenía dos años y, por consiguiente, carecía de interés para todo el que no fuera su padre o su madre, aunque por razones que a Will desde luego se le escapaban parecía inevitable hacer algún comentario sobre él.

—Está muy bien, gracias —respondió John—. Ahora mismo está hecho un diablillo, en serio, y tampoco parece muy seguro de lo que piensa o siente por Imogen... Pero es un encanto.

Will ya había conocido a Barney y sabía con total certeza que no era un encanto, así que prefirió pasar por alto la incongruencia.

—¿Y tú qué tal, Will?

—Muy bien, gracias.

—¿Todavía sigues sin ganas de formar una familia?

Preferiría comerme uno de los pañales sucios de Barney, pensó.

—No, de momento la verdad es que no me lo planteo —contestó.

—Pues eso a tu edad empieza a ser preocupante —intervino Christine.

—Oh, estoy bien como estoy, gracias.

—Quién sabe —dijo Christine con cierta petulancia. Entre los dos estaban a punto de conseguir que Will se sintiera fatal. Para empezar, bastante lamentable era que hubiesen tenido hijos, pero ¿por qué se empeñaban en corregir su error original animando a sus amistades a imitarlos? Desde hacía ya bastantes años, Will estaba convencido de que era posible pasar por la vida sin necesidad de convertirse en un desdichado, tal como empezaban a serlo John y Christine (porque estaba seguro de que lo eran, aun cuando hubiesen llegado a un estado peculiar, seguramente a causa de un lavado de cerebro, que les impedía reconocer sus propias desdichas). Se precisaba dinero, desde luego (a ojos de Will, al menos, la única razón para tener hijos era que cuidasen de uno cuando se convirtiera uno en un viejo inútil), pero eso no constituía un problema para él, lo cual a su vez implicaba que era posible evitar el desorden, los cobertores tipo papel higiénico y esa patética necesidad de convencer a los amigos de que deberían forzosamente ser tan desdichados como uno.

John y Christine habían sido una pareja estupenda. Cuando Will salía con Jessica, los cuatro iban de juerga un par de noches a la semana. Jessica y Will rompieron cuando ella quiso pasar de las risas y las frivolidades a algo más sólido; Will la había echado de menos por un tiempo, pero más habría echado en falta las juergas. (Aún se veían de vez en cuando, para almorzar una pizza, y ella le enseñaba fotografías de sus hijos, lo acusaba de estar malgastando su vida e insistía en que no podía imaginarse siquiera cómo era aquella vida que llevaba ella; además, no dejaba de recordarle que él tampoco habría sabido hacer frente a esa clase de vida; él, por su parte, seguía diciéndole que no tenía ninguna intención de ponerse a averiguar si era capaz o no; luego, se quedaban callados, mirándose fijamente el uno al otro.) John y Christine habían tomado el mismo camino que Jessica rumbo al olvido, así que Will apenas compartía nada con ellos. No le apetecía conocer a Imogen, no le apetecía saber cómo estaba Barney, no le apetecía hablar del cansancio de Christine, y ya no tenían gran cosa en común. No pensaba tomarse la molestia de seguir en contacto con ellos.

—Estábamos preguntándonos —dijo John— si no te gustaría ser el padrino de Imogen.

Los dos permanecieron sentados, con una sonrisa expectante pintada en los labios, como si él estuviera a punto de ponerse en pie de un salto y echarse a llorar y abrazarlos con tanta euforia que diese con los dos a la vez por el suelo del salón. Will rió con nerviosismo.

—¿El padrino? ¿En la iglesia y todo eso? ¿Y luego los regalos de cumpleaños y hacerme cargo de la niña si os matáis en un accidente de aviación?

—Sí.

—Estáis de broma.

—Siempre hemos pensado que tienes en tu interior una profundidad oculta —dijo John.

—Pues ya veis que no, ya veis que soy así de superficial.

Seguían sonriendo. No lo captaban.

—Escuchadme una cosa. Me emociona que se os haya ocurrido la idea y que me lo hayáis propuesto, pero la verdad es que no podría imaginarme nada peor. En serio. Yo no estoy hecho para eso.

No se quedó en la casa mucho más tiempo.

Dos semanas después, Will conoció a Angie y por primera vez en la vida se convirtió en padre adoptivo provisional. Es probable que si se hubiera tragado su orgullo y su odio hacia los niños, la familia, la vida doméstica, la monogamia y la obligación de acostarse temprano por la noche, se hubiese ahorrado bastantes problemas.

3

Durante la noche que siguió al primer día, Marcus se despertó más o menos cada media hora. Lo supo por las manecillas luminosas de su reloj en forma de dinosaurio: las 10.41, las 11.19, las 11.55, las 12.35, las 12.55, la 1.31... No podía creer que tendría que volver allí a la mañana siguiente, y a la mañana siguiente, y a la mañana siguiente, y... sí, entonces por fin llegaría el fin de semana, pero con todo y con eso tendría que volver allí casi todas las mañanas del resto de su vida. Cada vez que despertaba, lo primero que pensaba era que debía de existir alguna forma de librarse de esa horrorosa sensación, alguna forma de esquivarla o incluso de atravesarla; antes, siempre que se había sentido molesto por el motivo que fuera había encontrado alguna respuesta, aunque demasiado a menudo ésta implicase contarle a su madre qué era lo que le preocupaba. Sólo que esta vez ella no podía hacer nada para remediarlo. No iba a cambiarlo a otro colegio; además, aunque lo hiciera, eso tampoco serviría para modificar mucho la situación. Seguiría siendo el que era, y en eso, le parecía a él, residía el auténtico problema.

No estaba preparado para los colegios, o al menos no lo estaba para la enseñanza secundaria. Eso era. ¿Cómo iba a explicárselo a nadie? Tampoco pasaba nada, nada grave, por no estar preparado para ciertos aspectos de la vida (ya sabía, por ejemplo, que a causa de su timidez lo suyo no eran las fiestas; tampoco le sentaban bien los pantalones bombachos, porque tenía las piernas demasiado cortas), pero no estar preparado para el colegio era un inconveniente realmente serio. Todo el mundo iba al colegio. No había forma de saltárselo. Había chicos, y él lo sabía, a quienes les daban clase sus propios padres en casa, pero su madre no podía hacer una cosa como ésa, ya que a diario iba a trabajar. A no ser, claro está, que él le pagase un dinero para que ella le diera clases, pero ella le había dicho, y no hacía mucho tiempo además, que ganaba trescientas cincuenta libras a la semana. ¡Trescientas cincuenta libras a la semana! ¿De dónde iba él a sacar ese dinero? Desde luego, no lo ganaría repartiendo periódicos por el barrio, eso lo tenía muy claro. Sólo las personas como Macaulay Culkin, por poner un ejemplo, no iban al colegio sin que pasara nada. Un sábado por la mañana habían dado por la tele una crónica sobre él; decían que le daba clases una especie de tutor privado en una caravana o algo así. No estaría nada mal, pensó. Mejor dicho, estaría muy bien, porque Macaulay Culkin debía de ganar trescientas cincuenta libras a la semana, o incluso mucho más. Eso significaba que si él fuese Macaulay Culkin podría pagar a su madre para que ella le diera clases; pero si ser Macaulay Culkin también significaba ser bueno en interpretación, más le valía olvidarse; era un desastre en interpretación, porque detestaba tener que comparecer delante de un montón de gente, así de simple. Y por eso mismo aborrecía el colegio. Y por eso quería ser Macaulay Culkin. Y por eso jamás iba a ser Macaulay Culkin, ni siquiera en un millar de años, y menos aún en los próximos días. Al día siguiente tendría que volver al colegio.

Se pasó toda esa noche pensando igual que vuelan los bumeranes: una idea lo llevaba muy lejos, hasta una caravana en Hollywood y, por un instante, cuando se había alejado todo lo posible del colegio y la realidad, se sentía razonablemente feliz; entonces comenzaba el viaje de regreso, la idea le daba de golpe en la cabeza y lo dejaba en el mismo punto del que había partido. Y cada vez se encontraba más cerca de que amaneciera.

Estuvo callado durante el desayuno.

—Te acostumbrarás —le dijo su madre mientras él se comía los cereales, seguramente porque se le veía triste. Marcus asintió y le sonrió; no estaba mal que hubiera dicho eso. A veces, en algún rincón de su ser, había tenido la certeza de que terminaría por acostumbrarse a lo que fuera, pues había aprendido que hay cosas muy difíciles, pero que al cabo de un tiempo resultan algo más llevaderas. Al día siguiente de que se marchara su padre, su madre lo había llevado a Glastonbury con su amiga Corinne, y se lo habían pasado en grande en una tienda de campaña. En cambio, lo de ahora no podía sino empeorar. Aquel primer día terrible, horroroso, aterrador, iba a ser, en el fondo, tan pasable como cualquier otro.

Llegó temprano al colegio, fue a su aula y se sentó ante su pupitre. Allí estaba a salvo. Los chicos que el día anterior se las habían hecho pasar canutas quizás no fuesen de los que llegaban temprano al colegio; estarían en cualquier parte, fumando, drogándose y violando a quien fuese, pensó con el ánimo ensombrecido. En el aula había un par de chicas que no le hicieron ningún caso, a no ser que el bufido y la risotada que oyó mientras sacaba el libro de lectura tuvieran algo que ver con él.

¿Cuál era el motivo de sus risas? Bien poca cosa, desde luego, a menos que uno fuese de esas personas que siempre buscan un motivo del que reírse. Por desgracia, así era exactamente la mayoría de los chicos y chicas que había conocido. Patrullaban los pasillos del colegio como si fuesen tiburones, sólo que no iban en busca de carnaza, sino de unos pantalones desastrosos o un corte de pelo desastroso o unos zapatos desastrosos, cualquiera de los cuales, e incluso todos ellos, podían bastar para que enloqueciesen. Como era costumbre que él llevase unos pantalones desastrosos, y como su corte de pelo era un desastre a cualquier hora del día, ni siquiera tenía que esforzarse mucho para que se pusieran como locos.

Marcus sabía que era bastante rarito, y sabía que su rareza se debía, al menos en parte, a que su madre también era un tanto rara. Esto a ella no le entraba en la cabeza, por supuesto. A todas horas le decía que sólo las personas más superficiales se formaban una opinión basándose en una prenda de vestir o en la manera de llevar el cabello; no quería que él viese programas basura en la televisión, ni que escuchara música basura, ni que se entretuviera con juegos de ordenador (todos ellos le parecían basura), y eso significaba que si Marcus deseaba pasar el rato del modo en que lo hacían los demás chicos, tendría que discutirlo con ella durante horas. Lo más corriente era que saliera perdiendo en la discusión, lo cual casi le hacía sentirse bien, porque ella era muy buena a la hora de discutir. Sabía muy bien cómo explicarle por qué oír a Joni Mitchell y a Bob Marley (casualmente sus dos cantantes preferidos) era para él mucho mejor que oír a Snoop Doggy Dog, y por qué era más importante leer libros que jugar con la Gameboy que le había regalado su padre. Sin embargo, él no podía contarles todo eso a los chicos del colegio. Si intentara decirle a Lee Hartley —el más grandullón, gamberro y fanfarrón de todos los que había conocido el día anterior— que no le gustaba Snoop Doggy Dog porque tenían una actitud negativa con las mujeres, Lee Hartley le soltaría un sopapo o lo llamaría algo que a él no le apetecía que nadie le llamase. En Cambridge las cosas no eran tan malas, porque allí había multitud de chicos que no estaban hechos para el colegio y multitud de madres que los habían hecho así, pero en Londres todo era muy diferente. Los chicos eran más duros, más curtidos, menos comprensivos, y a él le parecía que si su madre lo había cambiado de colegio sólo porque había encontrado un trabajo mejor, al menos debería tener la decencia de olvidarse de una vez por todas de esa manía de hablar del asunto.

En casa estaba encantado de la vida, escuchando a Joni Mitchell y leyendo libros, pero eso de nada le servía en el colegio. Tenía gracia: casi todo el mundo habría asegurado justo lo contrario, es decir, que leer en casa le serviría de gran ayuda en el colegio, pero no era así: eso tan sólo hacía que fuese diferente, y por ser diferente se sentía incómodo, y por sentirse incómodo se sentía como si se alejara flotando de todo y de todos, chicos, profesores, clases y lecciones.

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