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Authors: Isaac Asimov

Un guijarro en el cielo (34 page)

BOOK: Un guijarro en el cielo
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»Vuelvo a preguntárselo: ¿quién es Joseph Schwartz? Cuando fue llevado al Instituto no hablaba ningún idioma conocido. Eso es algo que averiguamos más tarde, cuando empezamos a tener dudas sobre la salud mental del doctor Shekt... Fue llevado allí por un granjero que no sabía nada sobre su identidad y que lo ignoraba todo sobre él..., y desde aquel entonces tampoco se ha descubierto absolutamente nada sobre Schwartz.

»Sin embargo, no cabe duda de que este hombre posee extraños poderes mentales. Puede aturdir a cien metros de distancia sólo con el pensamiento..., y puede matar a menor distancia. Yo mismo he sido paralizado por él. Schwartz manejaba mis brazos y mis piernas, y si lo hubiese deseado también podría haber manejado mi mente.

»Estoy seguro de que Schwartz manipuló las mentes de estas personas. Afirman haber sido retenidas contra su voluntad y haber sido amenazadas de muerte, y dicen que confesé ser un traidor que aspiraba a apoderarse del Imperio... Pero le ruego que les haga una sola pregunta, Su Excelencia. ¿Acaso no han estado expuestos en todo momento a la influencia de Schwartz..., es decir, de un hombre capaz de controlar sus mentes?

»¿No cabe la posibilidad de que Schwartz sea un traidor? Y, si no lo es, ¿quién es Schwartz?

El secretario se sentó con expresión confiada y casi alegre.

Arvardan tenía la impresión de que su cerebro había sido colocado dentro de un ciclotrón y que estaba siendo centrifugado con una rapidez cada vez mayor.

¿Qué podía alegar? ¿Que Schwartz había venido del pasado? ¿Qué pruebas tenía de ello? ¿La de que Schwartz hablaba un idioma primitivo? Pero el único que podía atestiguarlo era precisamente Arvardan, y era muy posible que la mente de Arvardan estuviera sometida a una influencia extraña. Después de todo, ¿cómo podía estar totalmente seguro de que no había sufrido ninguna manipulación mental? ¿Quién era Schwartz? ¿Quién había podido convencer a Arvardan hasta el extremo de que creyera con tanta firmeza en aquel descabellado plan para conquistar la Galaxia?

Arvardan siguió pensando. ¿De dónde surgía su convicción de que la conspiración era real? Era un arqueólogo, y estaba acostumbrado a la duda metódica, pero... ¿Había sido la palabra de un hombre..., o el beso de una muchacha? ¿O Joseph Schwartz?

¡No podía pensar con claridad!

—¿Y bien? —preguntó Ennius con impaciencia—. ¿Tiene algo que decir, doctor Shekt? ¿O usted, doctor Arvardan?

—¿Por qué se lo pregunta a ellos? —exclamó de repente Pola rompiendo el silencio que siguió a las palabras del Procurador—. ¿No se da cuenta de que todo es mentira? ¿No comprende que Balkis nos está confundiendo a todos con sus embustes? Oh, todos moriremos y ya no me importa... Pero podríamos impedirlo..., y en cambio nos quedamos aquí sentados y hablamos y hablamos...

Pola estalló en sollozos desesperados.

—Vaya, así que hemos quedado reducidos a tener que escuchar los chillidos de una jovencita histérica —dijo el secretario—. Voy a hacerle una proposición, Su Excelencia. Mis acusadores afirman que el gran plan, el supuesto virus y todo el resto de sus invenciones se pondrá en práctica a una hora determinada..., creo que a las seis de la mañana. Me ofrezco a permanecer bajo custodia durante una semana. Si lo que dicen es verdad, la noticia de que una epidemia está haciendo estragos en la Galaxia llegará a la Tierra dentro de pocos días, y las fuerzas imperiales todavía controlarán la Tierra.

—La Tierra a cambio de las vidas de los seres humanos de toda la Galaxia..., qué equitativo —murmuró Shekt palideciendo.

—Yo valoro mi vida y las de mi pueblo —dijo el secretario—. Seremos rehenes de nuestra inocencia, y estoy dispuesto a informar ahora mismo a la Sociedad de Ancianos de que permaneceré aquí durante una semana por mi propia voluntad, con lo que se evitará cualquier posible disturbio.

Balkis se cruzó de brazos.

Ennius levantó la mirada y le contempló con expresión preocupada.

—No me parece que este hombre sea culpable... —empezó a decir.

Arvardan se sintió incapaz de soportar aquello por más tiempo. Se puso de pie y fue rápidamente hacia el Procurador moviéndose con paso decidido y claramente amenazador. Nunca se llegó a saber qué había planeado hacer, y más tarde ni tan siquiera el mismo Arvardan consiguió recordarlo; pero daba igual. Ennius tenía un látigo neurónico y lo utilizó.

Y por tercera vez desde su llegada a la Tierra, todo lo que rodeaba a Arvardan estalló en una hoguera de dolor, giró locamente en torno a él y acabó desvaneciéndose.

Y durante las horas que Arvardan permaneció inconsciente se cumplió el plazo fatídico de las seis...

21
El plazo ha vencido

¡Y el plazo venció!

Luz...

Una luz borrosa y sombras difusas que se confundían y arremolinaban a su alrededor, y que iban cobrando nitidez poco a poco...

Un rostro... Dos ojos que le contemplaban...

—¡Pola! —exclamó Arvardan, y todo se hizo claro en un instante—. ¿Qué hora es?

Sus dedos apretaron con fuerza la muñeca de la muchacha, y Pola hizo una mueca involuntaria de dolor.

—Son las siete pasadas —susurró ella—. Ya ha vencido el plazo que teníamos.

Arvardan miró frenéticamente a su alrededor y saltó del catre en el que había estado acostado, sin hacer caso al dolor que aquel movimiento tan repentino produjo en sus articulaciones. Shekt, que estaba sentado en un sillón, levantó la cabeza para hacer un gesto de asentimiento impregnado de amargura.

—Todo ha terminado, Arvardan.

—Entonces Ennius...

—Ennius no ha querido arriesgarse —dijo Shekt—. Qué extraño, ¿verdad? —El anciano físico dejó escapar una risita enronquecida—. Sin ayuda de nadie, nosotros tres descubrimos un siniestro complot contra la humanidad, capturamos al cabecilla de la conspiración y hacemos que comparezca ante la justicia... Parece uno de esos holodramas en que los héroes acaban triunfando gloriosamente justo cuando todo parecía perdido, ¿no? Los holodramas suelen terminar en ese momento, pero en nuestro caso la acción continuó y descubrimos que nadie nos creía. Eso no ocurre en los holodramas, ¿verdad? Los holodramas siempre acaban bien... Sí, resulta muy extraño...

Las palabras se convirtieron en sollozos desgarradores.

Arvardan se sintió incapaz de soportar el espectáculo de su dolor, y apartó la mirada. Los ojos de Pola eran universos oscuros, húmedos e inundados de llanto; y Arvardan se perdió en ellos durante un momento. Sí, sus ojos eran dos cosmos llenos de estrellas, y pequeños bólidos de metal brillante volaban hacia ellas devorando años luz a medida que penetraban en el hiperespacio siguiendo siniestras trayectorias meticulosamente calculadas; y muy pronto, tal vez en ese mismo instante, se acercarían, atravesarían atmósferas, descargarían lluvias invisibles de virus mortales...

Bien, todo había acabado. Ya era imposible impedirlo.

—¿Dónde está Schwartz? —preguntó con un hilo de voz.

—No hemos vuelto a verle desde que se lo llevaron —respondió Pola meneando la cabeza.

La puerta se abrió. Arvardan aún no estaba tan resignado a la idea de la muerte como para no alzar la cabeza con una débil luz de esperanza en los ojos.

Pero era Ennius, y el semblante de Arvardan se endureció y giró la cabeza.

Ennius se acercó y contempló en silencio durante unos momentos al padre y a la hija, pero incluso en aquellos instantes Shekt y Pola eran antes que nada dos terrestres y no podían decir nada al Procurador, a pesar de que sabían que aunque sus vidas terminarían pronto y de manera violenta la del Procurador terminaría todavía más pronto y de forma todavía más violenta.

—¿Doctor Arvardan? —murmuró Ennius poniendo una mano sobre el hombro del arqueólogo.

—¿Sí, Su Excelencia? —replicó Arvardan imitando con sarcástica amargura la entonación de su interlocutor.

—Son más de las seis —le informó Ennius.

El Procurador no había dormido en toda la noche. La decisión de absolver oficialmente a Balkis no le había convencido de que los acusadores estuvieran locos..., o sometidos a un inexplicable control mental. Ennius había pasado las horas contemplando cómo el cronómetro sin alma marcaba la aproximación del fin de la Galaxia.

—Sí —asintió Arvardan—. Son más de las seis y las estrellas continúan brillando.

—Pero usted sigue creyendo que estaban en lo cierto, ¿no?

—Las primeras víctimas morirán dentro de pocas horas, Su Excelencia —dijo Arvardan—. Nadie prestará una atención especial a ello, porque todos los días mueren seres humanos. Dentro de una semana habrá centenares de miles de muertos, y el porcentaje de mejorías se aproximará al cero. Ningún medicamento conocido será capaz de curar la enfermedad, y muchos planetas enviarán mensajes de emergencia solicitando ayuda contra la epidemia. Dentro de dos semanas infinidad de planetas se habrán sumado a la petición de ayuda, y se declarará el estado de emergencia en los sectores más próximos. Dentro de un mes la Galaxia se retorcerá en las garras implacables de la infección, y dentro de dos meses habrá muerto... ¿Qué hará usted cuando empiecen a llegarle los primeros informes?

»Permítame que extienda mi predicción a ese punto. Enviará comunicados diciendo que el origen de la epidemia quizá haya que buscarlo en la Tierra, pero eso no ayudará a salvar ninguna vida. Después declarará la guerra a la Sociedad de Ancianos, y borrará de la faz del planeta a todos los terrestres..., lo cual tampoco salvará ninguna vida. Si no hace eso, quizá decida actuar como intermediario entre su amigo Balkis y el Consejo Galáctico o los supervivientes del mismo. Quizá incluso acabe teniendo el honor de entregar a Balkis los restos miserables de lo que había sido un Imperio colosal a cambio de la antitoxina, que podrá o no llegar a un número de mundos suficiente en cantidades suficientes y en el tiempo suficiente como para salvar la vida de un solo ser humano.

Ennius sonrió, pero su sonrisa carecía de convicción.

—¿No cree que está exagerando un poco?

—Oh, sí. Yo soy un muerto y usted es un cadáver; pero será mejor que nos lo tomemos con la frialdad y la calma que exigen las condenadas tradiciones del Imperio, ¿no le parece?

—Si me guarda rencor porque utilicé el látigo neurónico contra usted...

—Oh, le aseguro que no siento ni el más mínimo rencor hacia Su Excelencia —respondió el arqueólogo irónicamente—. De hecho, estoy tan acostumbrado al látigo neurónico que ya apenas noto sus efectos.

—Bien, entonces intentaré explicárselo de la forma más lógica posible. Este asunto se ha convertido en un embrollo de lo más desagradable... Sería difícil presentar un informe que tuviera alguna apariencia de lógica, y ocultar lo ocurrido resultará igualmente difícil a menos que se tenga alguna razón sólida para ello. Los otros acusadores son terrestres, doctor Arvardan, por lo que su voz es la única que tiene cierto peso. ¿Qué me diría de firmar un documento en el que se dijera que hizo esa acusación cuando no se hallaba en pleno uso de sus...? Bueno, ya buscaremos alguna frase que pueda resultar convincente sin que sea necesario hablar del control mental.

—No hay ningún problema. Diga que estaba loco, borracho, hipnotizado o bajo los efectos de alguna droga... Cualquier excusa servirá.

—Oiga, ¿le importaría tratar de ser razonable? Le repito que ha sido engañado. —La voz de Ennius se había convertido en un susurro cargado de tensión—. Usted nació en Sirio. ¿Por qué se ha enamorado de una terrestre?

—¿Qué?

—No grite. Quiero decir que... Bueno, ¿cree que de haberse hallado en su estado normal podría haber llegado a enamorarse de ella? ¿Podría haber llegado a pensar en algo semejante?

Ennius movió la cabeza en un gesto casi imperceptible señalando a Pola.

Arvardan contempló al Procurador Ennius con expresión sorprendida durante unos momentos. Después movió velozmente un brazo y agarró por el cuello a la más elevada autoridad imperial existente en la Tierra. Ennius tiró desesperada e inútilmente de las robustas manos de su agresor.

—¡Considérese..., arrestado, doctor... Arvardan! —jadeó Ennius.

La puerta volvió a abrirse y el coronel fue hacia ellos.

—Su Excelencia, la chusma de la Tierra ha vuelto.

—¿Cómo? ¿Es que Balkis no habló con sus funcionarios? Se suponía que iba a hacer los arreglos necesarios para permanecer una semana en el fuerte sin que hubiese disturbios.

—Habló con ellos, y sigue aquí; pero la turba también está aquí. Todo está preparado para hacer fuego contra los terrestres, y en mi calidad de comandante militar es precisamente lo que aconsejo que se haga. ¿Tiene alguna sugerencia que hacer al respecto, Su Excelencia?

—No disparen hasta que haya hablado con Balkis. Haga que venga aquí. —Ennius se volvió hacia Arvardan—. Después me ocuparé de usted, doctor Arvardan.

Balkis entró en la habitación con una sonrisa en los labios. Hizo una reverencia formal a Ennius, quien respondió con una ligera inclinación de cabeza.

—Me han informado de que sus hombres han ocupado todos los caminos que llevan al Fuerte Dibburn —dijo el Procurador sin perder tiempo en más preámbulos—. Esto no era lo convenido, Balkis. No queremos derramar sangre, pero nuestra paciencia también tiene un límite. ¿Puede conseguir que se dispersen pacíficamente?

—Por supuesto, Su Excelencia..., si lo deseo.

—¿Si lo desea...? Será mejor que lo desee..., ¡e inmediatamente!

—¡De ninguna manera, Su Excelencia! —respondió el secretario mientras sonreía y estiraba un brazo. Su voz se había vuelto brutalmente cortante. Había estado contenida durante demasiado tiempo, y por fin podía desahogarse—. ¡Estúpido! Ha esperado demasiado y ahora puede morir por eso..., o vivir como un esclavo, si lo prefiere, pero recuerde que no será una existencia fácil.

El salvajismo y el fervor con que fueron pronunciadas aquellas palabras no parecieron afectar a Ennius. Incluso ahora y ante lo que indudablemente era el golpe más violento recibido por el Procurador del Imperio a lo largo de toda su carrera, la serenidad del diplomático profesional no le abandonó; y el único efecto visible fue que la expresión de Ennius se volvió un poco más cansada que de costumbre.

—Así que mi cautela al fin me ha hecho cometer un error espantosamente grave, ¿eh? ¿La historia del virus era..., era cierta? —En el tono de voz de Ennius había algo extraño, una especie de distanciamiento distraído—. Pero la Tierra, usted mismo... Todos son mis rehenes.

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