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Authors: Carlos Salem

Un jamón calibre 45 (23 page)

BOOK: Un jamón calibre 45
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—Al principio creí que El Muerto me la había jugado, pero después vi al jefe. A ese también lo conocía, pero de otro lado...

Dejó las palabras en el aire y no pregunté. Sospechaba la respuesta y no me gustaba. De todas maneras, iba a decirlo:

—Era un pasma, Sotanovsky. Un policía.

Sentí una sacudida.

Habíamos llegado al puerto.

34

Nina llevaba el volante del todoterreno con pericia por las empinadas calles de Ceuta, buscando algo. Hablaba sin parar desde que habíamos desembarcado. Nos contó de la geografía particular de la ciudad, de sus veinte kilómetros cuadrados y de sus playas bañadas por el Mediterráneo a un lado y por el Atlántico al otro. Era una experta hablando sobre ese lugar y pensé que habría vivido ahí alguna historia memorable o tal vez no, y por eso. El caso es que contagiaba y, pese a la noche, adiviné en las siluetas acaloradas de Ceuta el perfil del monte de la Mujer Dormida, que en tiempos de
La Odisea
se conocía como el Atlante, imaginé el lugar en que estarían las columnas de Hércules, y creí ver, cuando ella me la señaló en la oscuridad desde lo alto del camino, la mítica isla en la que Ulises se tiró unos cuantos años sabáticos como escala en el regreso de su derrota. Me pregunté qué pensaría Ulises, cada mañana, al ver desde la costa de esa mínima isla la orilla de lo conocido, la flecha indicadora del regreso a casa. Y si la memoria no me engañaba, el héroe se había detenido más de cinco años en aquel pedazo de roca, pensándose el regreso. Hasta que regresó.

Lo comenté en voz alta y Serrano se limitó a decir que el tío se habría marchado «
porque no se fiaría de los moros y hacía bien
».

Nina, en cambio, me dijo que Ulises volvió a su miserable Ítaca porque era un gilipollas.

—¿Entonces, por qué tardó tanto en decidirse? —pregunté.

—Había una reina en la isla, ¿recuerdas? Y se lo montarían de miedo...

Serrano seguía insistiendo en que la culpa la tendrían los moros y, en plena discusión que hubiera alucinado a Homero, ella frenó el coche en seco. Había encontrado lo que buscaba. Un negocio abierto las 24 horas y lleno de la misma gente desalentada que había cruzado el Estrecho con nosotros. Nina saltó del coche enojada y cortó la discusión:

—Además de gilipollas, Ulises era un cagón. Ni siquiera se atrevió con las sirenas —sentenció—. Igual era gay...

Entró en la tienda y nos dejó en el todoterreno, rodeados de calor y de sombras.

—Tampoco es como para poner a su amigo de maricón —me defendió Serrano—. Que cuando uno oye llegar a la pasma, las sirenas acojonan a cualquiera...

Le dije que tenía razón y le pregunté por las instrucciones que le había dado El Muerto. Se ofendió: él no necesitaba instrucciones, sabía su oficio. Me decidí:

—Es que esto se complica Serrano. Y si el tipo aquel era un policía, no venía en misión oficial. Tampoco me fío de que El Muerto cumpla su palabra con ninguno de nosotros, y no se ofenda.

—Él no se atrevería a engañarme —dijo sin convicción.

—¿Le pido un favor? O mejor: le propongo un trato. Yo le escribo cuatro cartas más para su viuda y usted me promete dejar a Nina al margen de cualquier orden de El Muerto...

Lo pensó un rato.

—No sé... Sobre ella no me ha dicho nada, pero hace bien en preocuparse. El Muerto es un mal bicho con las mujeres. Además —me miró a los ojos—, usted sabe que yo poco puedo hacer. Estoy acabado, Nicolás. Soy un viejo boxeador que no puede ganarle ni a su sombra...

Le palmeé la espalda.

—¡De eso nada! Si está hecho un pibe. ¡«Trompazo Atómico» Serrano no se rinde! Como se le ocurra volver al ring, más de uno se pone a temblar, seguro.

—¿Usted cree? —indagó agradecido.

—Seguro. Mire, el trato es este: si antes de que volvamos a Madrid El Muerto le ordena liquidarme, usted mismo. Pero si sus órdenes incluyen a Nina en la matanza, la deja escapar y todos en paz...

—¿Cuántas cartas dijo?

—Cuatro.

—Mejor seis, así me duran más tiempo.

—Hecho: seis cartas de amor tranquilo y otoñal, de afecto limpio y sincero, algo sobrio, delicado...

—Tampoco exagere, Sotanovsky. A ver si Élida se cree que he salido maricón como su amigo Ulises. Y..., ya puestos, que una de las cartas sea un pelín verde, usted ya me entiende...

—¿Algo sensual?

—¡Eso! —se alegró Jamón—. Es que Élida es toda una señora y yo no tengo costumbre, no sé cómo...

—Usted no se preocupe, Serrano: después de leer la carta que le voy a dictar, la viuda se le va a tirar encima nada más verlo. ¿Trato hecho?

Nos dimos la mano, o mejor dicho él destrozó la mía. Estaba eufórico imaginando ya el revolcón con la viuda. Nina volvió cargada de botellas y cartones de tabaco.

—En Marruecos la comida es barata, pero el alcohol, carísimo —dijo, separando una botella de bourbon que acuné en mis brazos como a un bebé añorado. Me llamaron la atención tres botellas de algo que ya asustaba desde la etiqueta: un whisky pésimo y barato.

—Para la frontera —aclaró ella—. Con todos estos haciendo cola, nos puede dar la mañana antes de cruzar. Unas botellas de lo que sea al policía, y pasamos en un rato. También cambié dinero marroquí.

—¡Eso es ilegal! —protesté—. Sobornar a alguien con esta porquería debería estar penado.

Pero funcionó. Al llegar a la frontera marroquí, Nina dejó el coche a un costado y nada más tocar tierra, ya tenía al lado a un guardia sudoroso. Hablaron rápido en un francés apretado, y una botella de veneno amarillento cambió de manos. Serrano me dio mi pasaporte argentino, que elevó el precio, y allá se fue otra botella y dos billetes manoseados. En cuanto me lo selló, se lo devolví a Jamón, que lo recibió con incomodidad pero lo guardó en su bolso.

Ya otra vez en el coche y a punto de cruzar, un guardia con la sed pintada en la cara cobriza dijo algo vacío de palabras: era el gesto lo que contaba. Voló la tercera botella y nosotros entramos en Marruecos.

* * *

Llegamos al hotel en menos de una hora, bordeando la costa erizada de urbanizaciones, chalés repetidos y clubs exclusivos de nombre internacional. Del otro lado del asfalto se adivinaban chozas, pequeños negocios de artesanía, corrales con cabras. La sociedad representada a la perfección por un arquitecto clasista. Cada uno a su lado de la ruta, en su lugar. Me pregunté qué harían los que viven siempre en medio del camino. Como yo. Pero cuando esquivamos un perro flaco y muerto que acababa de atropellar un BMW, dejé de preguntarme boludeces.

El hotel era interesante: dos pisos de construcción blanca con arcadas y plantas por todas partes. Rodeaba una piscina de buen tamaño, también cercada de vegetación, que en la oscuridad de la noche amenazaba sin empeño. Si te detenías en silencio, podías oír respirar a las plantas.

Más allá, se desparramaba en bungalows y senderos, hasta llegar a la playa de la que había salido la postal que guardaba en la mochila. Todo ordenado y pulcro. Demasiado. Ahí paraba Noelia en sus escapadas a la zona. Se trataba bien, la pelirroja.

En Marruecos era dos horas más tarde que en España, por esa pelotudez de los gobiernos de pretender manejar el tiempo. El restaurante estaba cerrado pero los billetes de Nina nos consiguieron una mesa en un salón acristalado con vistas a la piscina y algo de comer. Mientras llevaban nuestro equipaje a los bungalows, ella preguntó por Noelia.

Jamón y yo nos dedicamos a comer de una ensalada monumental en la que cabía todo lo imaginable. Llegó una fuente con pescado frito y otra con una carne aderezada con aceitunas, almendras y sabores desconocidos. Estaba rico pero le hubiera venido bien un poco de chimichurri. Nina gesticulaba en francés con el encargado, que recuperó la memoria al ver los billetes.

Con gesto preocupado, volvió a la mesa. Dudó antes de hablar, pero mi ansiedad pudo más:

—¿Saben algo de Noelia?

—Tiene un bungalow aquí. Pero ahora no está. Se ausentó coincidiendo con su aparición en Madrid, pero ayer regresó y dijo que estaría unos días en Marrakech.

—«
Como juega el gato maula con el mísero ratón
» —desafiné a propósito una estrofa de
Mano a Mano
.

—¡Más tangos, no, por favor! —dijo Serrano recordando la borrachera triste del ferry.

—Tengo la dirección que dejó y amigos en Marrakech —me tranquilizó Nina—. Mañana me voy a Tánger y con unas llamadas telefónicas la localizo. A menos que prefieras ir hasta allí.

—No sé. ¿Usted qué opina, Serrano?

—Que está muy bueno. Guisan bien los jodíos moros —dijo relamiéndose—. Pero donde se ponga un buen potaje...

Pedimos hielo y vasos y quedamos para un rato después en la piscina. No teníamos sueño y el calor era más tolerable al aire libre.

En nuestro bungalow Nina se desnudó pensativa y no pude reprimir un cosquilleo cuando la vi meterse en la ducha. No sé por qué no me metí con ella. Haciendo tiempo para esperar mi turno, estudié la tarjeta clavada en la puerta, que informaba en varios idiomas de las tarifas del hotel. Pese a la diferencia favorable en el cambio, en otras circunstancias no hubiera podido alojarme ahí. O sí, pero cargado de hijos, de éxito dudoso en profesiones que no me gustaban, de tiempo medido entre una concesión y otra.

Como si mi método fuera mejor.

Me senté desnudo en la alfombra. Me preocupaba que el jefe de los del coche negro fuera un policía, porque entonces la cosa se complicaba. ¿Habría cedido el incorruptible inspector Sáenz? ¿Estaría asociado con El Muerto o con los dueños de la guita? ¿Qué tenía que ver Lidia la nueva con todo ese lío? Demasiadas preguntas y yo sin sueño.

Nina salió del baño con un mínimo bikini y yo renuncié a la ducha porque solo era agua que cae, sucedáneo de lluvia sin piel. Me puse el traje de baño negro que me alcanzó, recogimos los vasos, el hielo y un par de botellas, y volvimos a la piscina. Según la antojadiza hora de Marruecos eran más de las tres de la madrugada y las luces estaban apagadas.

Serrano esperaba incómodo en unas bermudas gigantescas y con su infaltable camiseta sin mangas.

Bebimos en silencio al borde del agua iluminada desde abajo.

—¿Sabe qué? —dijo Serrano—. ¿Usted no le entra a los poemas? Me parece que eso sería mejor.

Me impacienté. Quería evitar preguntas de Nina.

—Usted me explota, Serrano. Pero de acuerdo: tres cartas y un poema, que eso es más caro...

—Dijo seis cartas —protestó.

—¿Pero qué se cree, que los poemas los cagan los perros? —Me di por vencido—. Bueno, tres cartas y tres poemas. ¿Hecho?

Nina nos miraba divertida.

—Vale —dijo Jamón—. Y ya sabe, que sean un poco... Usted ya me entiende.

Asentí y busqué una frase para cambiar de tema. No encontré ninguna y seguimos bebiendo hasta que la luz de la piscina se apagó y el agua se volvió negra. Como la del Estrecho. Nina se recostó contra mí y Serrano se puso de pie con guiños de ojo tan disimulados que creí que le daba un ataque.


Nasnoche
. Que descansen ustedes —ironizó remarcando el «descansen».

Nina dejó caer una pierna en el agua.

—¿Qué era todo eso de los poemas?

—Que mi nariz es más larga de lo que parece y eso condiciona para ejercer de Cyrano. —Como la broma no alcanzó, busqué algo creíble—. El grandote está enamorado de una viuda y me ha pedido que le dicte algunas cartas de amor. Un Cupido con barba y una calvicie que avanza inexorable, como diría un amigo que no llegué a tener.

Ella rasgó el agua con el juego de su pierna.

—Muy poético, pero por la forma de exigir de Serrano, no era un favor, sino un intercambio. ¿Cuál es tu precio?

—Sentirme más decente el poco tiempo que me quede de vida.

Me miraba fijamente, pero podría ver muy poco. La oscuridad nos dibujaba en siluetas con algún brillo de la luna. Se quitó la parte de arriba del bikini y con el mismo movimiento libre se despojó de lo de abajo.

—Pides sinceridad pero cuando te pregunto algo sales con cuentos.

Se puso de pie y la luna le dio de lleno con su luz golosa y opaca. Al otro lado del jardín, en la recepción, el único signo de vida eran el encargado y un camarero que, de espaldas a nosotros, seguían entre bostezos una película de la tele. Nina se dejó caer en el agua sin ruido, como si flotara a su antojo. Después, con la misma ausencia de sonidos, empezó a nadar sin apuro. No salpicaba. Era como si el agua se apartara para dejarla pasar. De vez en cuando, la luz se aferraba a una curva mojada y la iluminaba para mí. Seguí bebiendo mientras la miraba. Corrijo: mientras la admiraba.

—¿Vienes? —dijo o quise creer que había dicho.

Me desnudé y entré en el agua oscura con una sensación de transgresión indefensa que me maravilló. Jugamos sin ruido, nadando, flotando, tocándonos al pasar. Fuimos hasta el fondo y nos reconocimos con los dedos, salimos a la superficie más por costumbre que por necesidad, y nos abrazamos empujados por olas que nacían de nosotros. La besé. Era bueno e inocente besarla, desnudos en la piscina, a oscuras. Nos frotamos como peces resbalosos, buscando, fingiendo que todo era agua y nada más. Las mismas olas nos llevaron hasta la parte baja de la piscina y me zambullí para cruzar entre sus piernas abiertas. Se rio sin ruido. Repetí el número pero al pasar debajo de ella, giré y besé su sexo. Nos revolcamos sin peso en el agua, luminosos de tanto frotarnos. La besé otra vez y nos abrazamos. Subí sus piernas a mi cintura, intenté entrar en ella, pero me frenó con un gesto.

—En el autobús hiciste trampa —susurró—. Ahora, por favor.

—Ahora, la verdad —dije sintiendo la puerta de su cuerpo bajo el agua.

—La verdad es como un coño, Nicolás —dijo ella sin favorecer la entrada, sin impedirla tampoco—. No hay dos iguales y siempre se añora el que no se conoce. Se le adjudican más secretos que los que posee y, ¿sabes una cosa? No tiene memoria, se lava y todo olvidado.

Gimió un poco, porque su propio peso había hecho que entrara apenas en su verdad. Pero ninguno de los dos quería ceder en ese pulso de orgullos y desconfianzas.

—¿Para qué quieres la verdad si me puedes tener a mí? —preguntó.

—Para saber —contesté furioso. Tiré de su cuerpo hacia abajo mientras el mío empujaba hacia arriba y entré trepando nuestros gritos contenidos.

No hablamos más. El agua se movía y nos movía y todo ocurría con otros, en las profundidades de la noche. La música de nuestra respiración anfibia era el único insulto al silencio, pero hasta eso era leve y ajeno. Ella me miraba por momentos, cambiando la máscara en las sombras, y lo mismo era deseo y punto, algo parecido al amor, triunfo despiadado, revancha infantil, o solo una ilusión de la luna, que ya que no podía dormir se divertía pintándole expresiones para mi despiste. Se apagó la única luz de la recepción y unos pasos cerraron la puerta de cristales. Estábamos solos, la luna, Nina y yo. Y su verdad, que era la más mentirosa, húmeda y querida de las verdades.

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