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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Un mar de problemas (20 page)

BOOK: Un mar de problemas
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—Danilo, esos casos de evasión de impuestos no son llevados ante el juez. —Sin dar a Bonsuan tiempo de responder, agregó—: Sea
verde
o no. —Y volviéndose hacia Brunetti pero apuntando a Bonsuan con sus palabras, dijo—: Ahora alguien nos dirá que los
verdes
lanzan víboras a las montañas desde helicópteros, para preservar la especie. —Y, a Bonsuan, con una voz más áspera de lo que Brunetti podía recordar—: Vamos, Danilo, ¿no vas a decirnos que unos amigos tuyos encontraron en las montañas botellas con víboras muertas o que vieron cómo las tiraban desde helicópteros?

Bonsuan miró al sargento, pero no se dignó contestar, sumiéndose en un silencio en el que estaba implícita su convicción de que era inútil tratar de razonar con fanáticos. Hacía años que Brunetti oía hablar a la gente de aquellos malignos helicópteros misteriosos, pilotados por ecologistas locos, decididos a defender una perversa idea de la «naturaleza», pero nunca se le había ocurrido que alguien pudiera creerlo.

Habían llegado, no sólo a un punto muerto sino también a la lancha. Bonsuan se apartó de los otros dos hombres y se concentró en la operación de soltar las amarras. Vianello, quizá para suavizar el efecto de sus comentarios, fue a popa y empezó a desatar el segundo cabo. Brunetti los dejó hacer, mientras consideraba las sorprendentes sumas que acababan de mencionarse. Cuando Bonsuan hubo enrollado el cabo, Brunetti embarco a su vez y gritó al piloto que subía la escalera de la cabina del timón:

—Mucho pescado habrá que capturar para pagar un barco como ése.

—Almejas —rectificó Bonsuan al momento—. Es lo que da dinero. Nadie se lía a tiros por el pescado. Pero, como te pillen destrozando los viveros para sacar almejas, prepárate.

—¿Eso hacía él, destrozar los viveros? —preguntó Brunetti.

—Ya le dije que eso lo hacen todos —respondió Bonsuan—. Escarban en cualquier sitio, y cada año hay menos almejas. Así el precio sube. —Miró de Brunetti a Vianello, que escuchaba desde el muelle. El piloto llamó entonces al sargento con un brusco ademán—. Vamos, Lorenzo.

Vianello rodeó uno de los candeleros del costado de la lancha con el cabo que tenía en la mano y saltó a bordo.

—Pero, si ha perdido el barco —dijo Brunetti, fingiendo no darse cuenta del acuerdo de paz y desviando la conversación de lo general a lo particular—, ¿qué hace ahora?

—Dice Fidele que trabaja para uno de sus hijos, patronea uno de sus barcos —dijo Bonsuan, maniobrando en el panel—. Es un barco mucho más pequeño, en el que sólo van dos hombres.

—Debe de ser duro para él haber dejado de ser el dueño —dijo Vianello.

Bonsuan se encogió de hombros.

—Depende de cómo sea el hijo, supongo.

—¿Y respecto a la
signora
Follini? —preguntó Brunetti llevando la conversación a su terreno.

—Llevaban unos dos años —dijo Bonsuan—. Desde que él perdió el barco. —Por si no era suficiente explicación, agregó—: Ya no tenía que madrugar. Ahora sólo madruga cuando quiere.

—¿Y la esposa? —preguntó Vianello.

Bonsuan se encogió de hombros, y en ese gesto con el que el piloto desestimaba la pregunta estaba contenida Italia toda, su historia y su cultura.

—Ella tiene su casa, y él la mantiene. Sus tres hijos ya están casados y son independientes. ¿De qué puede quejarse? —Si algo agregó Bonsuan quedó ahogado por el ruido del motor, que arrancó, obediente a su orden.

Brunetti, que no deseaba polemizar sobre el tema, se alegró de regresar a la ciudad, a su propia casa, a reunirse con sus propios hijos.

Capítulo 19

A la mañana siguiente, Brunetti apenas llevaba una hora en su despacho cuando, al contestar al teléfono, oyó la voz de la
signorina
Elettra.

—¿Dónde está? —preguntó bruscamente, pero enseguida moderó el tono—. Quería decir ¿cómo está?

Un largo silencio le dio a entender el efecto que a ella le había causado que la interrogara de aquel modo. Pero cuando contestó no había resentimiento en su voz.

—Estoy en la playa. Y estoy muy bien.

Unos chillidos lejanos de gaviotas confirmaban la primera parte de la respuesta y su tono festivo, la segunda.


Signorina
—empezó él, desprevenido, sin medir sus palabras—, hace más de una semana que está ahí. Creo que ha llegado el momento de pensar en el regreso.

—Oh, no, señor. No me parece buena idea.

—A mí sí —insistió él—. Opino que debería despedirse de su familia y presentarse mañana mismo en la oficina.

—Estamos a principios de semana. Pensaba quedarme por lo menos hasta el domingo.

—Creo preferible que regrese. Tiene mucho trabajo acumulado.

—Por favor, comisario. Estoy segura de que cualquiera de las otras secretarias podrá despacharlo.

—Necesito información —dijo Brunetti, advirtiendo que su tono era casi suplicante—. Son cosas que no quiero que sepan las otras secretarias.

—Vianello ya maneja el ordenador y podrá sacar todo lo que usted quiera.

—Se trata de la Guardia di Finanza —dijo Brunetti, jugando lo que él creía un triunfo—. No creo que Vianello pueda conseguir la información que necesito.

—¿Qué información, comisario? —Se oían ruidos de fondo: gaviotas, una sirena, un coche que arrancaba, y Brunetti recordó la estrecha playa de Pellestrina, casi pegada a la carretera.

—Evasión de impuestos.

—Pues no tiene más que leer el periódico —dijo ella riendo. Al no oírle reír a él, agregó con voz serena y un poco fría—: Llame a la central y pregunte por el
maresciallo
Resto. Dígale que llama de mi parte. Él puede darle toda la información que usted necesite.

Brunetti conocía a la
signorina
Elettra lo bastante como para reconocer la inflexibilidad que había bajo aquella cortesía formal.

—Preferiría que se encargara usted,
signorina.

La cortesía se había desvanecido de su voz cuando le respondió:

—Si insiste, señor, me obligará a tomarme una semana de permiso a cuenta de vacaciones, lo que sería un inconveniente, por el tiempo que nos llevaría cambiar los turnos.

A él le hubiera gustado preguntarle sin rodeos quién era el hombre con el que la había visto la víspera, pero ni la pregunta ni —menos aún— el tono que él sabía que no podría moderar al hacerla, encajaban en la índole de su relación. Él era su superior, sí, pero la jerarquía no lo autorizaba para actuar
in loco parentis.
Como su diferente posición impedía que entre ellos existiera la intimidad que genera la amistad, no podía preguntarle qué había entre ella y su apuesto acompañante. Brunetti no encontraba la manera de expresar su preocupación sin que pareciera que sentía celos, como tampoco podía explicar, ni aun a sí mismo, qué era lo que sentía en realidad.

—Bien. Dígame entonces si ha podido averiguar algo —respondió el comisario con una voz que él trató de hacer menos severa, esperando que ella lo tomara como una concesión más que como la indiscutible derrota que era.

—He averiguado cuál es la diferencia entre un
sandolo
y un
puparin
y cómo localizar un banco de peces con el sonar.

Resistiendo la tentación de caer en el sarcasmo, él preguntó con voz neutra:

—¿Y sobre los asesinatos?

—Nada —reconoció ella—. Como no soy de aquí, nadie habla de ellos delante de mí, excepto para decir lo habitual en estos casos. —Parecía pesarosa de que los
pellestrinotti
no la trataran como a uno de ellos, y Brunetti se preguntaba cuál sería el atractivo del lugar, o de la gente, que podía producir esa reacción. Pero prefirió no inquirir.

—¿Y Pucetti? ¿Ha descubierto algo?

—Nada, que yo sepa, señor. Lo veo en el bar cuando me sirve el café, pero hasta ahora no me ha indicado que tenga algo que decirme. No me parece necesario que siga aquí.

En eso, Brunetti estaba de acuerdo con ella: el teniente Scarpa, adjunto de Patta, ya le había preguntado tres veces por Pucetti, al no ver su nombre en la lista de servicios regulares. El comisario, mintiendo con el aplomo que nace de la costumbre, le decía que había asignado al agente un servicio de vigilancia en el aeropuerto, porque se sospechaba que iban a hacerse unos envíos de droga. No había para esa mentira otros motivos que su instintiva prevención contra el teniente y el deseo de que absolutamente nadie estuviera enterado de la presencia de Pucetti y de la
signorina
Elettra en Pellestrina.

—Lo mismo vale para usted,
signorina
—dijo Brunetti, buscando el desenfado y el humorismo.

—Ya le he dicho que deseo quedarme un poco más.

Ahora, por encima de los gritos de las gaviotas, una voz de hombre gritó: «Elettra.» Brunetti oyó que ella aspiraba bruscamente, como sobresaltada, y decía:


Ti chiamerò. Ciao Silvia.

Brunetti, atónito, con el mudo teléfono en la mano, cavilaba sobre el mecanismo que hacía que, para atreverse a tutearlo, ella hubiera tenido que llamarlo Silvia.

Para tutear a Carlo, la
signorina
Elettra no tenía la menor dificultad. Es más, había momentos en los que le parecía que esa intimidad en el trato no reflejaba plenamente la sensación de grata familiaridad que experimentaba a su lado. Desde el primer momento percibió en él un algo familiar y cuanto más lo oía hablar y mejor lo conocía, más viva era la sensación. A ambos les gustaba la mortadela, pero lo curioso era que también les gustaban Asterix y Bracio di Ferro, el café sin azúcar y Bambi y los dos confesaban haber llorado cuando se enteraron de la muerte de Moana Pozzi, y decían que nunca se habían sentido tan orgullosos de ser italianos como al ver la espontánea manifestación de sentimiento que provocó la muerte de una estrella del porno.

Durante aquella semana, habían pasado horas hablando, y a ella le dolía tener que sostener la mentira de que trabajaba en un banco, frente a la franqueza con que él le había contado la breve historia de su vida. Había estudiado Económicas en Milán, pero a la muerte de su padre, ocurrida dos años antes, había dejado los estudios y vuelto a casa. Como los dos sabían muy bien, una persona a la que aún faltaban dos exámenes para licenciarse en Económicas no tiene posibilidad de encontrar empleo. Elettra admiró su sinceridad cuando él le dijo que no había tenido más opción que la de hacerse pescador, y le encantó ver lo orgulloso y agradecido que estaba de que su tío le hubiera ofrecido trabajo.

Era trabajo duro la pesca, y por dos veces él se había quedado dormido a su lado, la primera, en la caleta de la playa y la otra, allí, en el bar. A ella no le importó, ya que así pudo contemplar a placer aquel pequeño surco que él tenía delante de la oreja y cómo se rejuvenecía su cara con la relajación del sueño. Elettra le decía que estaba muy flaco y él contestaba que era por el trabajo. A pesar de que tragaba como una fiera, según ella podía comprobar a cada comida, aquel hombre no tenía ni un gramo de grasa. Sus movimientos eran un juego de líneas armoniosas y flexibles formadas por músculos elásticos. Un día, ella se sintió tan conmovida por la belleza de su bronceado antebrazo que estuvo a punto de echarse a llorar.

A veces, Elettra se recordaba a sí misma que había ido a Pellestrina para escuchar lo que decía la gente de los asesinatos y no para dejarse atraer a la órbita de un joven, por guapo que fuera. Estaba allí con el propósito de recoger toda la información que pudiera ser útil a la policía, y no para liarse con un hombre que, aunque no fuera más que por su medio de vida, se encontraba entre aquellos sobre los que ella debía recoger información.

Todos esos pensamientos se desvanecían en cuanto el brazo de Carlo encontraba su punto de apoyo habitual en su hombro y ella sentía su mano izquierda cerrarse alrededor de su brazo. Ya se había acostumbrado a la forma en que aquella mano traducía sus emociones, cómo sus dedos le oprimían el brazo cuando él recalcaba lo que estuviera diciendo y cómo tamborileaban cuando se disponía a hacer una broma. Aunque Carlo no era el primer hombre que le oprimía el brazo, sí era el primero que con ese gesto la hacía vibrar. Una noche, en que había salido con él y con su tío en la barca, ella lo miraba mientras, con manos que relucían al claro de la luna llena, cubiertas de escamas, vísceras y sangre de pescado, él trasladaba la captura de las redes a la bodega refrigerada. Cuando levantó la cara y la sorprendió mirándolo, al momento se transformó en el monstruo de Frankenstein, extendió los brazos y, con dedos temblorosos y movimientos de autómata, se acercó a ella.

Elettra chilló. No hay otra palabra más delicada: chilló de exquisito horror y retrocedió hasta la borda. El monstruo fue hasta ella, le pasó un brazo por cada lado de la cabeza, procurando no rozarle el pelo con las manos, y la boca risueña de Carlo buscó la suya y no la dejó hasta que el tío gritó desde el timón:

—Que ella no es un pescado, Carlo. A trabajar.

Pero ahora, en la playa, no había que pensar en el trabajo. La mano de él le oprimió el brazo. Una gaviota chilló y alzó el vuelo cuando él la atrajo hacia sí, ni muy brusca ni muy delicadamente. El beso se prolongaba mientras sus cuerpos se acoplaban. Él se apartó, le soltó el brazo y le puso la mano en la nuca, oprimiéndole suavemente la cabeza contra su hombro. Su mano le recorrió la espalda de arriba abajo, una vez y otra, y se detuvo, abierta, en la cintura.

Elettra suspiró medio gimiendo, como la soprano que se prepara para atacar un aria importante. Él dejó resbalar las yemas del meñique y el anular, sólo las yemas, por debajo del cinturón. Ella apretó los labios contra la clavícula de él, abrió la boca y, bruscamente, mordió a través del grueso jersey.

Elettra se apartó, buscó a ciegas la mano de Carlo y, rápidamente, lo llevó por la playa hacia la caleta del rompeolas.

Capítulo 20

Brunetti, menos alterado por las pasiones, pero aún dolido por haberse oído llamar Silvia, pensaba en las mentiras que acababa de decir a la
signorina
Elettra. Él no necesitaba información alguna de la Guardia di Finanza y era cierto que Vianello ya estaba capacitado para sacar del ordenador una considerable cantidad de información. Por cierto que, a propósito de la Finanza, le parecía recordar haber leído u oído algo que, como de costumbre, no debía de ser muy halagüeño.

Se levantó, fue a la ventana y, en
campo
San Lorenzo, vio los refugios que alguien —quizá, los residentes del geriátrico cercano— había construido para los gatos que rondaban por allí. Se preguntó cuántas generaciones de gatos habrían pasado por el
campo
desde que él llegó a la
questura,
hacía más de una década.

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