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Authors: Andrea Camilleri

Un mes con Montalbano (3 page)

BOOK: Un mes con Montalbano
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—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?

No parecía en absoluto preocupada o asustada. Estaba espléndida con sus ojos verdes de loba y emanaba tal olor a mujer y a cama que Montalbano sufrió un ligero vértigo.

—No se preocupe, señora.

—No me preocupo en absoluto, sólo que no me gusta que a estas horas me toquen el culo.

Quizá la señora Verruso no fuera tan señora, después de todo.

—Soy el comisario Montalbano.

Ni un sobresalto, apenas un gesto de irritación.

—¡Qué fastidio! ¿Viene por ese robo de nada?

—Sí, señora.

—Anoche mi marido me dio la lata con el cuento ese de que usted lo había llamado. Se asustó tanto que estuvo a punto de cagarse en los pantalones.

La señora Serena era cada vez más fina.

—¿Puedo entrar?

La señora se apartó haciendo una mueca y luego lo acompañó hasta una salita decorada con unos horripilantes muebles imitación siglo XVIII y lo invitó a sentarse en un incómodo sillón con relucientes dorados. Ella tomó asiento en el de enfrente.

De pronto sonrió, los ojos estriados con vetas de luz negra, esa que hace que el blanco brille con un tono violáceo. Los dientes fueron un contenido relámpago.

—He sido desagradable y vulgar. Le ruego que me perdone.

Estaba claro que había decidido seguir otra estrategia. Sobre la mesita había una cigarrera y un encendedor enorme de plata maciza. Se inclinó, tomó la cigarrera, la abrió y se la tendió al comisario. Durante el movimiento perfectamente calculado se le desbocó la parte superior de la bata, que puso al descubierto dos tetas pequeñas pero aparentemente tan duras que Montalbano habría jurado que con ellas se podían romper nueces.

—¿Qué quiere de mí? —inquirió en voz baja, clavando en él sus ojos negros mientras seguía sosteniendo la cigarrera abierta.

La muda invitación fue evidente: estoy dispuesta a darte todo lo que desees. Montalbano hizo un gesto de rechazo, y no estaba rechazando sólo el cigarrillo. Ella cerró la cigarrera, la volvió a dejar encima de la mesita y siguió observando al comisario de arriba abajo, con la bata abierta.

—¿Cómo se ha enterado del robo de Monterussello?

La muy audaz había ido directa al punto más débil de la celada que Montalbano había tendido a su marido.

—He puesto una trampa —contestó el comisario—, y su marido ha caído en ella.

—Ah —exclamó enderezándose en el asiento.

Las tetas desaparecieron como por arte de magia. Por un momento, sólo por un momento, el comisario lamentó la desaparición. Quizá fuera mejor salir de aquella casa lo antes posible.

—¿Tengo que explicarle, con pelos y señales, cómo he llegado a la conclusión de que tenía la intención de matar a su marido? ¿O puedo ahorrarme el esfuerzo?

—Ahórreselo.

—Tenía pensada una buena puesta en escena, ¿verdad?

—Podía haber funcionado.

—Corríjame si me equivoco. Una de las noches que van a dormir a Monterussello, usted despierta a su marido diciendo que ha oído un ruido sospechoso fuera y lo convence para que tome el arma y salga. En cuanto él está fuera, usted, desde dentro, le asesta un buen golpe en la cabeza. El agrimensor Agro se quita el disfraz de falso ladrón y se pone el verdadero de asesino. Dispara a su marido con la pistola que usted le ha obligado a comprar, lo mata y desaparece. Luego usted contará que a su pobre marido el ladrón lo tomó por sorpresa, lo desarmó y lo mató. La cosa debía de ir más o menos así, ¿no?

—Más o menos.

—Usted entiende que esto es sólo una simple conversación, palabras que se las lleva el viento. No tengo nada concreto para enviarla a la cárcel.

—Lo he comprendido perfectamente.

—Y también ha entendido que si le sucede algo malo a Annibale Verruso, la primera persona que va a la cárcel es usted seguida de su amiguito Giacomino. Rece a su Dios para que no sufra ni el menor dolor de vientre, porque la acusaré de querer envenenarlo.

La advertencia de Montalbano le entró a la señora Serena por un oído y le salió por el otro.

—¿Me despeja una duda, comisario?

—Cómo no.

—¿En qué me equivoqué?

—Se ha equivocado enviándome el anónimo.

—¡¿Yo?! —casi gritó ella.

Montalbano se puso nervioso.

—¿De qué anónimo habla?

Estaba completa y sinceramente sorprendida. El comisario también se sorprendió: ¿no había sido ella?

Se miraron, perplejos.

—El anónimo en el que se decía que su marido quería matarla porque había descubierto su traición —explicó con un esfuerzo Montalbano.

—Pero yo nunca he...

La señora Serena se interrumpió de golpe, hizo un movimiento brusco y la bata se desbocó por completo. Montalbano entrevió suaves colinas, valles ocultos, lujuriantes praderas. Cerró los ojos, pero el golpe del enorme encendedor contra un cuadrito que representaba unas montañas nevadas, lo obligó a abrirlos enseguida.

—¡Ha sido ese imbécil de Giacomino! —gritó la, llamémosla, señora—. ¡El muy cagón se rajó! —La cigarrera rompió un jarrón que había encima de una repisa. —¡Ese mierda se ha echado atrás y ha montado el cuento del anónimo!

Cuando la mesita hizo añicos los cristales del balcón, el comisario ya estaba fuera y cerraba a sus espaldas la puerta de la casa de los Verruso.

El arte de la adivinación

En Vigàta, la fiesta de Carnaval nunca ha tenido mucho sentido. Para los mayores, naturalmente, porque no organizan bailes de máscaras ni cenas especiales. Para los pequeños es harina de otro costal, porque recorren el paseo arriba y abajo pavoneándose con sus trajes inspirados en la televisión. Ya no se encuentran disfraces de Pierrot o del ratón Mickey aunque se paguen a precio de oro, el Zorro sobrevive, pero hacen furor Batman e intrépidos astronautas con resplandecientes escafandras espaciales.

Aquel año, sin embargo, la fiesta de Carnaval tuvo sentido al menos para un adulto: el profesor Gaspare Tamburello, director del instituto local Federico Fellini, de muy reciente creación, como se deducía por el nombre que le habían puesto.

—¡Anoche intentaron matarme! —proclamó el director, entrando y tomando asiento en el despacho de Montalbano.

El comisario lo miró atónito. No por la dramática afirmación, sino por el curioso fenómeno que se manifestaba en su semblante, y que pasaba, sin solución de continuidad, del pálido de la muerte al rojo del pimiento.

«A éste le da un síncope», pensó Montalbano.

—Señor director, no se ponga nervioso y cuénteme todo. ¿Quiere un vaso de agua?

—¡No quiero nada! —rugió Gaspare Tamburello. Se enjugó el rostro con un pañuelo y a Montalbano le sorprendió que los colores de la piel no hubieran teñido la tela. —¡Ese cabrón lo dijo y lo ha hecho!

—Oiga, señor director, tranquilícese y cuénteme todo desde el principio. Dígame cómo ha sucedido exactamente.

El director Tamburello hizo un esfuerzo evidente para dominarse y empezó.

—¿Ya sabe, comisario, que tenemos un ministro de Educación que es comunista? Ese que quiere que en las escuelas se estudie a Gramsci. Y yo me pregunto: ¿por qué Gramsci sí y Tommaseo, no? ¿Puede decírmelo usted?

—No —repuso con sequedad el comisario, que ya estaba perdiendo la paciencia—. ¿Quiere empezar por los hechos?

—Bien, pues para adecuar el instituto que tengo el honor de dirigir a las nuevas normas del ministerio, ayer me quedé a trabajar en mi despacho hasta medianoche.

En el pueblo todos conocían el motivo de las excusas del director para no volver a casa: allí, como una tigresa en su guarida, lo esperaba Santina, su mujer, más conocida en el instituto como Jantipa. Bastaba la mínima ocasión para enfurecer a Jantipa. Entonces los vecinos oían los gritos, las ofensas y los insultos que la terrible mujer dirigía a su marido. Si volvía pasada la medianoche, Gaspare Tamburello esperaba encontrarla dormida y ahorrarse la consabida escena.

—Siga, por favor.

—Apenas había abierto el portón de casa cuando oí un estallido muy fuerte y vi una llamarada. Hasta oí claramente unas risitas.

—¿Y qué hizo usted?

—¿Qué quería que hiciera? Eché a correr escaleras arriba. Olvidé tomar el ascensor. Estaba muy asustado.

—¿Se lo contó a su esposa? —inquirió el comisario, que cuando se lo proponía sabía ser perverso.

—No. ¿Por qué? La pobre estaba durmiendo.

—Y usted vio la llamarada.

—Naturalmente. —En el semblante de Montalbano apareció una expresión de duda y el director se dio cuenta. —¿No me cree?

—Le creo. Pero es extraño.

—¿Por qué?

—Porque si alguien, pongamos por caso, le dispara por la espalda, usted oye el disparo, pero no puede ver la llamarada. ¿Me explico?

—Pues yo la vi, ¿de acuerdo?

El color ceniciento de la muerte y el rojo del pimiento se fundieron en un verde aceituna.

—Antes me ha dado a entender que conoce a quien le disparó.

—Sé perfectamente quién lo hizo. Y estoy aquí para presentar una denuncia formal.

—Espere, no corra. Según usted, ¿quién ha sido?

—El profesor Antonio Cosentino.

Claro. Directo.

—¿Lo conoce?

—¡Qué pregunta! ¡Da clases de francés en el instituto!

—¿Y por qué querría hacerlo?

—¡No utilice el condicional! Porque me odia. No soporta mis continuas amonestaciones, mis notas de desmerecimiento. Pero, ¿qué puedo hacer? ¡Para mí el orden y la disciplina son un imperativo categórico! En cambio, el profesor Cosentino se burla de ellos. Llega tarde a las reuniones del claustro, discute casi siempre todo lo que digo, se ríe, adopta aires de superioridad, subleva a sus compañeros contra mí.

—¿Y usted cree que es capaz de matar?

—¡Ah! ¡Ah! Usted me hace gracia. ¡Ése no sólo es capaz de matar, sino también de cosas peores! —«¿Es que hay algo peor que matar?», pensó el comisario. «Descuartizar el cadáver del muerto, quizá, y comerse la mitad con caldo y la otra mitad al horno con papas»—. ¿Sabe qué ha hecho? —siguió diciendo el director—. ¡He visto con mis propios ojos cómo invitaba a fumar a una alumna!

—¿Hierba?

Gaspare Tamburello, asombrado, exclamó apenas con un balbuceo:

—¡No, hierba no! ¿Por qué tendrían que fumar hierba? Le estaba ofreciendo un cigarrillo.

El señor director vivía fuera del tiempo y del espacio.

—Si no he entendido mal, hace un momento ha dicho que el profesor lo había amenazado.

—Amenazarme, amenazarme, no. Me lo dijo como quien no quiere la cosa, haciendo ver que bromeaba.

—Con orden, por favor.

—Bien. Hará unos veinte días, la profesora Lopane invitó a todos sus compañeros al bautismo de su nieta. Yo no pude excusarme, ¿sabe? No me gusta que los jefes y los subordinados confraternicen, siempre hay que mantener ciertas distancias.

Montalbano lamentó que el tirador, si es que había un tirador, no hubiera tenido mejor puntería.

—Luego, como siempre sucede en estos casos, todos los del instituto nos encontramos reunidos en una habitación. Los profesores más jóvenes organizaron un juego. En un momento dado, el profesor Cosentino dijo que poseía el arte de la adivinación. Aseguró que no necesitaba observar el vuelo de las aves o las vísceras de un animal. Le bastaba con mirar fijamente a una persona para ver con claridad su destino. La profesora suplente Angelica Fecarotta, que es un poco cabeza loca, pidió que le adivinara el futuro. El profesor Cosentino le predijo grandes cambios en el amor. ¡Vaya cosa! Todos sabíamos que la suplente, novia de un dentista, lo traicionaba con el mecánico y que el dentista, antes o después, se enteraría. Con gran solaz... Cuando escuchó la palabra solaz, Montalbano no pudo más.

—¡Ah, no, señor director, nos eternizamos! Cuénteme sólo lo que el profesor le dijo. O, mejor, le predijo.

—Como todos le insistían para que me adivinara el futuro, me miró fijamente, tanto rato que se hizo un silencio de muerte. Mire, comisario, se había creado una atmósfera que con sinceridad...

—¡Por Dios, olvide la jodida atmósfera!

El director era un hombre de orden y obedecía las órdenes.

—Me dijo que el 13 de febrero me salvaría de un ataque, pero que dentro de tres meses ya no estaría con ellos.

—Algo ambiguo, ¿no le parece?

—¡Ambiguo! Ayer era día 13, ¿no? Me dispararon, ¿sí o no? Por lo tanto no se refería a un ataque de apoplejía, sino a un ataque con pistola.

La coincidencia inquietó al comisario.

—Mire, señor director, procederemos de esta manera: haré unas cuantas investigaciones y luego, si es necesario, le pediré que presente la denuncia.

—Si usted lo manda, así lo haré. Pero quisiera ver enseguida a ese bribón en la cárcel. Hasta la vista.

Al fin se marchó.

—¡Fazio! —llamó Montalbano.

Pero en lugar de Fazio se asomó de nuevo a la puerta el director. Esta vez su semblante tiraba a amarillo. —¡Olvidaba la prueba más importante!

Detrás del profesor Tamburello apareció Fazio.

—Mande.

El director continuó, impertérrito:

—Esta mañana, al venir hacia aquí para presentar la denuncia, he visto que en el portón del edificio en el que vivo, arriba, a la izquierda, hay un agujero que antes no estaba. Allí debe de haberse incrustado el proyectil. Investiguen.

Y salió.

—¿Sabes dónde vive Tamburello? —preguntó Montalbano a Fazio.

—Sí.

—Ve a echar un vistazo a ese agujero del portón y luego me lo cuentas. Espera, antes llama por teléfono al instituto. Que te comuniquen con el profesor Cosentino y le dices que quiero verlo hoy después de almorzar, a las cinco.

Montalbano volvió al despacho a las cuatro menos cuarto, un poco molesto por la digestión de un pescado a la plancha tan fresco que había recuperado la facultad de nadar en su estómago.

—Hay un orificio —le contó Fazio—, pero es muy reciente; la madera está viva. No lo ha causado un proyectil; parece hecho con un cortaplumas. Y no hay ningún rastro de la bala. Tengo una opinión.

—Dila.

—No creo que hayan disparado al director. Estamos en carnaval; quizás algún chico con ganas de jugarle una mala pasada le haya tirado un petardo.

—Es posible. Pero, ¿cómo explicas el orificio?

—Lo habrá hecho el director, para que crea las gansadas que ha venido a contarle.

Se abrió la puerta bruscamente y golpeó contra la pared. Montalbano y Fazio se sobresaltaron. Era Catarella.

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