Un mundo para Julius (6 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

BOOK: Un mundo para Julius
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—Pero yo no le conozco, oiga. —Y una sonrisita.

—El jueves, yo también puedo tomar mi salida.

—¿Y cómo sabe que salgo el jueves? —Otra sonrisita y una mirada a los niños.

—Usted me lo ha dicho.

—¿Y si es de mentiras?

—¿Capaz le gusta a usted mentir siempre?...

—Yo no le miento a nadies.

—¿Entonces es de verdad?

—¿Y usted cómo sabe?

—¿Será, pues, usted misteriosa? —Andaba impaciente el pobre Víctor, las manos sudorosas y todo.

—¿Cree usted? —Una sonrisita, tres como gemiditos y los ojazos bien negros y brillantes: toda ella la chola y realmente hermosa.

—¿Se habrá usted contagiado del mago, diga?

—¡Jesús! ¡Qué cosas dice usted! ¿No ve que tiene su señora, el mago?

—¿Cómo vivirán esa gente?... dizque son artistas...

—¿Vio cómo sacaba cuánta paloma del sombrero?

—Puro truco no más.

—¿A lo mejor sería usted también truquero? —Bien seria hizo Vilma esta pregunta.

—Yo nunca le miento a una dama —recitó Víctor con la seguridad de que no podía fallarle su librito; lo había comprado en el Mercado Central y se llamaba El Arte de Enamorar. Ya varias veces le había servido.

—¡Qué galante! —dijo Vilma, mirando coquetona hacia lo alto del árbol: ahí estaba la plataforma desde donde Rafaelito les había arrojado mil terrones, inmediatamente volteó a mirar a los niños: conversaban lejos de los demás niños y siempre cerca de ella, la miraban de reojo.

—Nada me cuesta ser galante frente a una joven hermosa.

—¡Jesús! ¡Cuánta galantería! —exclamó Vilma, sonriendo—; me voy a poner ufana.

Éste era el momento en que, según El Arte de Enamorar^ él debía preguntarle si le gustaban las películas románticas, para que ella le dijera que sí, y, entonces, él poder decirle que también era de temperamento romántico. Pero el famoso librito no se ponía en el caso de que el asunto transcurriera bajo un árbol y no en el cine. Por eso Víctor anduvo un instante desconcertado y sin saber qué decir, hasta que finalmente se arrancó de nuevo con el asunto de la salida del jueves.

—¿Y si yo fuera a esperarla el jueves?

Esto estaba por verse; y también lo que estaba ocurriendo en el centro del jardín: tumulto y gritería y Vilma miró hacia donde acababa de verlos: ni Cinthia ni Julius. Partió la carrera, atravesó medio jardín gritando ¡Julius! ¡Julius! Del tumulto salían varios niños a gatas, los perros, y sus amos, otros niños, los más grandecitos, que los llevaban atados del cuello con sogas y correas. Y Julius y Cinthia en medio de toda la gritería, Cinthia tosiendo, discutiendo, que ¡no!, que ¡sí!, gritaba Rafaelito, ¡que tenían que jugar como todo el mundo! ¡que Julius se dejara poner el cinturón al cuello! Julius también gritaba que no y Cinthia agregaba que si querían jugaban pero que ella sería el perro de Julius. Entonces Vilma, aún desconcertada, vio cómo Cinthia se arrojaba al suelo, se ponía en cuatro patas y se enroscaba un cinturón en el cuello: «Vamos, Julius, ¡coge!» Julius cogió, Vilma los estaba ayudando a salir del grupo, pero en ese instante vieron las gotitas de sangre que resbalaban por el bracito de Cinthia. Cinthia se soltó como pudo y partió la carrera gritando ¡no tengo nada!, ¡no tengo nada!, ¡quédate con Julius!, ¡voy donde mamita!, y tosía mientras iba corriendo.

Julius nunca ha sabido, no ha querido saber cómo fue toda la escena adentro, en el bar. Sólo recuerda que la tía Susana vino a buscarlo al jardín y le dijo que ya se tenía que ir. A la salida, en la puerta, su tío Juan se despidió de él y no se olvidó de besarle la mano a su duquesa. «No es nada, Juan; nada, darling; debe haberse lastimado la naricita por dentro.» Susan se despidió de todos, linda y nerviosa.

Todavía, al llegar al auto, Carlos, el chofer y Víctor se pelearon por abrirles la puerta.

¡Cinthia! ¡Adorada Cinthia! No; no tenía ni una sola manchita; estaba impecable, fresca, sonriente, peinadita, con la carita lavada; ni un solo indicio para asustar a Julius que te miraba el brazo, adorada Cinthia, mientras regresaban a casa, por fin se había acabado otro santo de los primitos Lastarria, esas mierdas. Y ahora regresaban, irían de frente a la tina y luego a camita. Mamá también, que estaba linda sentada ahí adelante, volteando de rato en rato a mirarlos: qué preocupaciones traían estas dos criaturitas, siempre nerviosas, siempre enfermándose, esa noche iba a quedarse en casa, no saldría, lo llamaría por teléfono porque ahora sí ya Cinthia empezaba a preocuparla. Sus hijos mayores nunca habían dado tanto que hacer, éstos crecían sin padre, entre amas y mayordomos, inevitable y eran tan frágiles, tan inteligentes pero tan frágiles, tan distintos, tan difíciles, ¿un internado? No, Susan, tú no eres mala, nunca lo has sido, eres simplemente así, no puedes estar sola, aburrida, sin tu gente, dando órdenes en un caserón con niños, tus niños, Susan... Un mayordomo abrió la reja del palacio y el Mercedes se deslizó suavemente por el camino que llevaba hacia la gran puerta. Allí estaban los demás, hasta Nilda la Selvática, los estaban esperando, los habían esperado toda la tarde y ahora los recibían sonrientes, alegres, dispuestos a responder a las mil preguntas de Julius. Pero algo debieron notar, alguna señal debió hacerles Vilma, porque de pronto como que fueron desapareciendo. A Susan le molestaba que andarán por toda la casa, últimamente se metían por todas partes, entraban en todos los cuartos, eso no pasaba en la época de Santiago; claro, es que ahora vivían con los chicos y ella era impotente para evitarlo, no tenía ni tiempo ni ganas, a duras penas fuerza para unas cuantas órdenes, como ahora: que lo bañara, que la acostara, que trajera el termómetro, que al médico ya no se le podía llamar hasta mañana, que le diera sus remedios. Y Vilma inmediatamente empezaba a ocuparse de todo; los llevaba a los altos, les traía su comidita, la acostaba, lo bañaba, le avisaba a la señora que ya podía venir a darles las buenas noches y se quedaba todavía un rato con Julius, conversando, riendo, bromeando, como si quisiera que le tocaran el tema, como si quisiera hablarle de eso, ¿entendería?, de que Víctor, al abrirle la puerta del auto, le había dicho que el jueves la esperaba en la esquina, a las tres en punto, el jueves le tocaba su salida.

III

Pero el jueves nadie salió del palacio en todo el día. Nadie salió porque esa noche la señora Susan partía con Cinthia a los Estados Unidos. El médico decidió que eso era lo mejor, las cosas iban tomando proporciones, la chiquilina no andaba muy bien que digamos, no quería pecar de alarmista el médico, pero mejor partir a curarse en un hospital de Boston, sí sí, era preciso actuar con rapidez, ni un minuto que perder. Inmediatamente empezaron los preparativos, las llamadas telefónicas a las agencias de viajes, los ajetreos del pasaporte, la locura de las maletas. Todos en palacio bajaron el tono de voz desde que se anunció el viaje, y Julius aprendió que los Estados Unidos nada tenían que ver con el Central Park instalado últimamente en el Campo de Marte, lleno de ruedas Chicago y mil atracciones más en inglés; los Estados Unidos quedaban mucho más lejos que eso, ¡uf!, muchísimo más, quedaban del aeropuerto, por el cielo oscuro, a ver piensa lo más lejos que puedes pensar, mucho mucho más que eso, lejísimos... «¡No!», gritó, pero un llanto tenue humedeció enseguida la carita ardiente de rabia, ganándola para la tristeza.

Cinthia guardó cama y tosió hasta horas antes de partir. Apareció muy abrigada en el gran comedor donde hoy Julius se había sentado a la mesa con todos. Comían callados y amables, se pasaban la mantequillera cuando todavía no se la habían pedido, se servían el agua antes de que el mayordomo viniera para servirla, nunca se miraban, las gracias se las daban despacito. Por fin terminaron y fue hora de pasar al salón del piano para seguir esperando. Allí, Cinthia trató de disimular su malestar y estuvo un ratito sentada en el banquillo del piano, golpeando las teclas como quien no quiere la cosa, un poquito ida tal vez, hasta que se encontró con la mirada fija de Julius, la estaba mirando aterrado, rápido retiró sus manitas crispadas del teclado y corrió a sentarse junto a él.

—Cuando regrese espero que ya te habrás cansado de jugar en la carroza —le dijo, ayudándolo con unas cosquillitas en la axila para que se sonriera por favor.

Era triste la atmósfera en la sala del piano. Sólo habían encendido una lámpara, la que iluminaba el sillón en que se hallaba Susan. Cinthia, Julius, Santiaguito y Bobby, elegantísimos, llenaban un sofá que permanecía en la penumbra. Afuera, en el corredor, los empleados murmuraban como dejando sentir su participación en tanta pena; callaban, y la ausencia de sus voces dejaba a los niños indefensos contra un escalofrío, piel de gallina se tocaba la pobre Susan, muda; volvían a empezar, y sus murmuros eran como breves, frágiles pausas de un silencio acumulado y total, un silencio que gritaba su nombre, que avanzó un poco o que se detuvo aún más cuando sonaron diez campanadas de la noche en algún reloj, en otro salón, triste y oscuro también, porque el día en que partió Cinthia, desde el atardecer, las habitaciones del palacio se habían ido convirtiendo en vasos comunicantes de tristeza y profundidad. Vasos enormes como lagos en los que ahora goteaban lenta, desesperantemente, uno por uno, tic-tac tic-tac tic-tac, media hora más para la partida; ellos escuchaban mudos, inmóviles como el enfermo húmedo de fiebre que descubre el camino del sueño en la respetuosa aceptación del insomnio, en la más atenta contabilidad de las gotitas de un caño mal cerrado, «esta noche no duermo, me fregué», dice y cuenta.

Así, ellos no se enteraban de que las maletas iban pasando hacia el Mercedes guinda, allá afuera, en la noche. Susan suspiró honda, profundamente. La triste noticia la había sorprendido en una época de particular belleza, de total elegancia, y ahora parecía un cisne herido navegando, dejándose más bien llevar por el viento hacia una orilla que tal vez alcanzó al sonar el teléfono para ella. «Por lo menos tú tienes cómo matar el tiempo», pensó Santiago al verla salir a responder. Los sirvientes aprovecharon su ausencia, iban entrando en punta de pies, Nilda delante, los otros la seguían, parece que ella iba a hablar por todos, Cintita, Cintita, lo demás no sabían decirlo.

«Síguenos, Juan Lucas», le dijo Susan al hombre que estaba al volante de otro Mercedes, uno sport, parado detrás del de ellos. Había llegado justo en el momento en que partían y le habían abierto la reja para que entrara hasta la gran puerta del palacio. Ahora ponía nuevamente su motor en marcha y salía detrás de ellos rumbo al aeropuerto. Cinthia volteó a mirar, pero en la oscuridad no logró ver quién manejaba ese auto. El nombre Juan Lucas no le sonaba conocido y le dio un codazo a Julius, casi lo mata del susto: era la primera vez que salía de noche, la primera vez que iba a un aeropuerto y la primera vez que se separaba de su hermana por tanto tiempo: su cabecita dormilona pensaba en mil cosas excitándose cada vez más, un golpe desprevenido fue demasiado, pero no bien reaccionó hizo un esfuerzo por devolverle una sonrisa. Eran demasiados en el Mercedes; sus hermanos Santiago y Bobby se acomodaban a cada rato a expensas suyas, cada vez lo iban hundiendo más, poco faltaba para que lo incrustaran por la rendija del asiento posterior. Adelante, Susan lloraba, pero sólo Carlos y Vilma, sentados junto a ella, podían darse cuenta.

La CORPAC. «Corporación Peruana de Aeropuertos Civiles», le explicó Cinthia a Julius que, en la última parte del trayecto, había reaccionado y había empezado a ahogarla de preguntas; empezó a toser y Vilma la abrigó más para bajar. «Corre mucho viento», anunció. Carlos, por su parte, anunció que él se iba a encargar de las maletas, pero otro hombre apareció con gorra diciendo lo mismo y se odiaron; al mismo tiempo un tercer hombre, con gorra y placa con número en la solapa, apareció tratando de cobrar algo y de cuidar el auto, pero Carlos le dijo que para eso estaba él y se odiaron también. El tipo insistió diciendo que entonces quién pagaba el ticket del estacionamiento. Susan abrió su cartera y se le cayeron los pasajes, una polvorera, sus anteojos de sol y el lápiz de labios de oro. Recogió los anteojos, todos se agacharon para ayudarla con lo demás, Cinthia empezó a toser y Bobby dijo que mamá nunca tenía un céntimo en la cartera. Vilma buscó en los bolsillos de su uniforme y dijo que tampoco tenía, Bobby se negó a prestar dinero y por fin Carlos pagó el asunto, mentándole la madre al del ticket, con los ojos no más, por la señora y los niños. Por supuesto que a la hora de bajar las maletas, Carlos no podía con todo lo que la señora se llevaba de equipaje y hubo que empezar a buscar al tipo que hacía un instante acababa de estar ahí con la carreta esa, ¡llámenlo, por favor! Julius pegó tal bostezo que casi se va de espaldas sobre la pista y, no bien recuperó el equilibrio, preguntó en cuál de los aviones se iban, cuando todavía no se veía ninguno. «¡Cállate, por favor!», le gritó Susan, pero en seguida se le echó encima para besarlo y abrazarlo, le mojó toda la carita con sus lágrimas.

Un hombre se acercó, que dijo Susan, como ellos nunca antes lo habían oído decir, como si fuera la única palabra que tuviera, como si se hubiera mandado poner cuerdas vocales de oro para pronunciarla gozando más. Susan se puso las gafas negras y probó una sonrisa, Juan Lucas, si supieras lo que es esto. Juan Lucas la cogió del brazo, calma, calma; alzó el brazo izquierdo y con los dedos empezó a hacer tic tic y todo se llenó de calma y de hombres con carretas y buena voluntad, dispuestos a llevarse íntegro el equipaje de los señores. Después, siempre del brazo, la condujo hacia el inmenso hall iluminado del aeropuerto, caminaban como por gordas alfombras hacia la luz, ahora sí se le podía ver bien: había interrumpido sus placeres, se había tomado el trabajo de ir a un aeropuerto. Los niños venían detrás, seguidos por Vilma y Carlos que siempre había logrado que le dejaran una maletita. Los cuatro hermanos se acercaban al mostrador de Panagra tristes y somnolientos; Santiago, sin embargo sentía nacer en él una cólera terrible: ¿quién era ese imbécil que le cogía el brazo a su madre?

Y ahora que lo veía medio de lado, apoyado distinguidísimo en el mostrador de Panagra, sintió que ya no podía más de rabia. Pero no sabía por dónde agarrarlo. Cómo destruirlo si casi lo cautivaba con tanta finura. A ése sí que se lo habían traído derechito de la Costa Azul a un campo de golf, claro, y en un campo de golf debió conocer a Susan, ahí debió haberla visto por primera vez mientras golpeaba un swing y la pelotita blanca desaparecía en la perfección verde, mientras avanzaba y el aire lo iba despeinando elegantemente, ondulando ligeramente sus sienes plateadas y refrescando su cutis siempre bronceado; y después, por qué no, bebiendo juntos gin and tonics que llegaban hasta la piscina del club en bandejas de plata sobre manos invisibles y obedientes que se retiraban silenciosas para que ellos conversaran en paz, para que sus palabras pudieran cruzarse entre el viento y llegar finas a sus oídos, con la música de fondo, para los señores socios, para sus invitados, y con peces de colores... ¡Con él era que salía todas las noches! ¡con él que bailaba! ¡con él que bebía! ¡con él que trasnochaba! ¡por él que casi nunca la veían! ¡que ahora estaba triste!, Santiaguito acababa de descubrir algo insoportable.

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