—¡Puaj! —soltó en voz muy alta. Sacó del bolsillo de su camisa una pluma y una libreta con las tapas rojas. Al menos una cuarta parte de las hojas estaban escritas con su letra pequeña y pulcra. Era su diario; uno de esos días se lo mandaría a Amy.
Anotó la fecha en el margen y a continuación: «Entregados doce hombres heridos en Dunkerque para que los lleven a Inglaterra. En el camino de vuelta encontré a Harry y a su amigo Jack. Me siento triste. Muy hambriento». Mordió la pluma unos instantes y luego añadió: «Muy sediento. Te quiero más que a todo el té de China, mi querida Amy». Era consciente de que la última frase no tenía sentido, pero ella sabría lo que quería decir.
Era una estupidez, pero el acto de detener el camión había hecho que la cabeza le diera vueltas. Realmente tenía mucha hambre y mucha sed, pues había dado todos los víveres a los heridos. Además, no había dormido nada desde el día anterior por la mañana.
Lo único que llevaba encima era un paquete de Senior Service. Un cigarrillo no calmaría su hambre ni su sed, pero sí los nervios; pero en la cabina del camión hacía demasiado calor. Salió y se sentó a un lado de la carretera, a la sombra de un seto verde brillante con flores blancas. Olía picante y fresco, y cuando se recostó contra él, lo sintió refrescante. Todo estaba en silencio y pudo olvidar, o al menos pretenderlo, dónde se encontraba y lo que estaba ocurriendo en aquella parte del mundo.
No oyó acercarse el avión. Surgió de la nada, haciendo un ruido ensordecedor cuando pasó por encima de él, apenas a tres metros de su cabeza, antes de que tuviera tiempo de moverse. Escuchó una serie de ruidos seguidos de gritos, y luego el avión se alejó, tras haber hecho lo que había ido a hacer.
Barney dio la última calada al cigarrillo y lo arrojó lejos. Por muchos años que viviera, nunca entendería la mentalidad de los pilotos alemanes, que eran capaces de bombardear a refugiados indefensos.
Volvió a subirse al camión. Una hilera de balas había perforado la lona, y una había acertado en la chaqueta que había dejado en el asiento del conductor. Si no hubiera bajado del camión a fumarse un cigarrillo, ahora estaría muerto.
Los gritos continuaban. La carretera que tenía detrás estaría manchada de sangre: habrían matado y herido a mucha gente. Aquello no podía ser cierto. No era real. Era la peor pesadilla imaginable. Atontado, volvió a bajarse del camión y fue a echar una mano.
A última hora de la tarde, la procesión de refugiados se había reducido a unos cuantos rezagados. Barney pudo conducir a una velocidad moderada, pero se dio cuenta de que el camión pronto necesitaría gasolina. Si se quedaba sin ella, sería una buena razón para marcharse a Dunkerque a pie, aunque tenía orden de reunirse con su unidad y no importaba cómo llegara hasta allí; daba igual que fuera conduciendo, andando, a saltos o volando.
Llegó a un cruce con tres o cuatro casas en cada esquina y se detuvo. Era un lugar desolado, sin señal alguna de vida, aunque quizá hubiera algún sitio donde pudiera beber algo; un pozo, por ejemplo, o un grifo exterior. Tenía la boca seca como la lija; había muy pocas cosas que no cambiaría por un vaso de agua fría.
Sus ojos cansados se posaron sobre un edificio de una planta y se preguntó si lo que estaba viendo existía de verdad o era un espejismo, de esos que ve la gente cuando está perdida en el desierto y la necesidad de beber la hace alucinar. El pequeño edificio tenía la palabra «Bar» pintada en la ventana, la puerta estaba abierta y en el patio delantero de grava había un surtidor de gasolina.
Barney aparcó junto al surtidor y se bajó del camión. Las piernas casi le fallaron cuando trató de ponerse de pie, pero consiguió llegar tambaleándose hasta la puerta abierta, sonriendo porque en ese momento se identificó con Charles Laughton en
El jorobado de Notre Dame.
Una vez dentro del bar, se mantuvo erguido con ayuda de una silla.
Era un lugar miserable, con sólo cuatro mesas pequeñas, unas cuantas sillas y bancos y un mostrador de madera que servía de barra. Gritó:
—¿Hay alguien?
No hubo respuesta. Detrás de la barra no sólo había estantes llenos de botellas de vino, sino un grifo goteante que hacía unos deliciosos ruidos cuando el agua caía en un profundo fregadero marrón de cerámica.
A Barney no le interesaba el vino. Abrió el grifo hasta el tope, cogió una taza y la llenó. Nunca le había sabido tan buena el agua. Bebió una taza detrás de otra antes de salir a llenar el depósito de gasolina. Tras haber hecho esto, condujo el camión hacia la parte de atrás del edificio; no tenía intención de marcharse de allí hasta abastecerse de agua y comida.
Encontró una habitación detrás del bar donde podía haber vivido el dueño. Tenía un estrecho camastro construido debajo de la ventana, una mesita, una silla y un aparador que ocupaba casi toda una pared. El suelo era de losetas de piedra y las paredes de yeso rústico sin pintar. Todo estaba sorprendentemente limpio. A pesar del deseo que tenía Barney de encontrar comida, se detuvo brevemente a observar los cincuenta y tantos libros que estaban colocados bien apretados en los estantes del aparador: Balzac, Flaubert, Verlaine, las obras de Shakespeare traducidas al francés, todo Dickens, también en francés, algunos autores rusos. ¿Qué clase de hombre había vivido en aquel lugar deprimente, regentando un bar y leyendo grandes obras de la literatura en su tiempo libre?
Encontró un mendrugo de pan duro como una piedra detrás de una de las puertas del aparador, un pedazo de queso, dos huevos duros y un frasco de cebollas en conserva. Se sentó en la cama y se lo comió todo, durmiéndose dos veces con la boca llena. Cuando acabó, se tumbó; una vez saciada la sed y el estómago lleno. Lo único que necesitaba ahora era una siestecita —cuarenta parpadeos, habría dicho Amy— y luego seguiría su viaje.
El ruido en el bar lo despertó, cosa bastante lógica, pues era un verdadero escándalo: gritos, canciones, pisadas y tintinear de botellas.
El idioma que hablaban era alemán.
Barney lo oyó todo, pero no abrió los ojos. El corazón le dio un doloroso vuelco en el pecho cuando trató de recordar la situación de la habitación. ¿Dónde estaba la puerta trasera? ¿Podría escapar por ella sin que lo descubrieran? Podía esconderse en alguna parte hasta que los soldados —sólo podían ser soldados— se marcharan. Rogó para que no hubieran visto el camión.
Lenta, cautelosamente, dejó que sus ojos se abrieran una rendija y vio a un soldado alemán junto a la puerta apuntándolo con un rifle. Barney abrió los ojos del todo y levantó poco a poco las manos sobre la cabeza en un gesto de rendición mientras bajaba los pies al suelo. Igual de despacio se puso de pie, sin querer asustar al soldado con algún movimiento repentino que pudiera hacer que disparase. Ni él ni el soldado, que no parecía tener más de dieciocho años, hablaron; Barney era consciente de lo acelerado que tenía el corazón. El joven señaló con el rifle hacia el bar.
Barney asintió obediente y fue arrastrando los pies hacia la puerta, manteniendo la mirada fija en el rifle, como si así pudiera evitar que se disparase.
El soldado le clavó el cañón del arma en las costillas y los dos entraron en el bar, donde una docena de soldados enemigos se habían quitado los cascos y las guerreras, habían arrojado los rifles en un montón junto a la puerta y estaban bebiendo vino directamente de la botella, echando las cabezas hacia atrás. Sobre el mostrador y rodando por el suelo había unas cuantas botellas vacías. Debían de llevar allí un buen rato; había dormido tan profundamente que no los había oído.
El soldado que lo había capturado gritó algo y los hombres dejaron de beber, vieron a Barney y se echaron a reír. Uno de ellos se acercó, lo agarró por detrás del cuello de la guerrera y lo tiró al suelo. Cuando él trató de levantarse, le pusieron un pie no muy suavemente sobre la cabeza. Se quedó allí, pensando en la primera vez que había visto a Amy, en Amy riendo, en Amy llorando estrechándolo entre sus brazos, haciendo el amor, esperando todo el tiempo que una bala o una bayoneta entrara en su cuerpo y acabara con él, de manera que se convertiría en un mero recuerdo para su esposa, su familia y todos los que lo conocían.
Pero en lugar de una bala o una bayoneta, sintió un líquido caliente vertiéndose sobre él, empapándole las piernas, los brazos, la espalda, todo el cuerpo. Levantaron el pie y el líquido le cayó por la cabeza.
¡Le estaban orinando encima! El olor le dio náuseas. Se reían al hacerlo. Uno de ellos —no podía verles la cara— le asestó una patada en la pierna, otra en la cadera, y estaba empezando a temerse que su destino sería morir a patadas, cuando una voz dura gritó una orden —Barney no hablaba alemán, pero sonó como una orden— y los hombres dejaron de orinar y de patear, se pusieron firmes y sus botas resonaron de tal manera sobre el suelo de piedra que le retumbó la cabeza.
Pasaron unos segundos. Barney no alzó la vista. Unos pasos se aproximaron y se detuvieron junto a su oreja. Una voz dijo amablemente: «Levántese».
Se puso de pie. La orina le goteaba del pelo. Trató de limpiársela con la manga, pero tenía la camisa empapada. El que hablaba era un hombre agraciado, de unos cuarenta años, que llevaba el uniforme gris de oficial y botas negras muy brillantes. Se quitó la gorra y se la colocó bajo el brazo, revelando un pelo rubio color maíz. Tenía los ojos de un azul penetrante y los labios tan finos que apenas eran visibles.
—¿Cuál es su nombre y número? —inquirió cortésmente. Después de que Barney le hubiera facilitado esa información, le preguntó hacia dónde se dirigía.
—No estoy obligado a decírselo —murmuró. Según la Convención de Ginebra, lo único que está obligado a dar un prisionero es su nombre y su número.
El oficial sonrió.
—Si estaba de camino hacia Saint-Valery-en-Caux, su viaje habría sido inútil, teniente Patterson. Hoy el Ejército alemán ha hecho prisioneros a ocho mil soldados británicos, incluidos su general y sus oficiales, junto con tres veces más de franceses. —Impartió una orden y los soldados recogieron los cascos, las guerreras, los rifles y se precipitaron fuera del bar. Después gritó: «¡Oscar!», y un hombre de mediana edad que llevaba gafas con montura metálica se acercó y saludó marcial. Contempló a Barney con ojos inexpresivos.
El oficial habló, Oscar asintió, saludó de nuevo, ladró:
«
Ja, Mein Herr
»
,
y salió del bar. El hombre mayor dijo:
—Me llamo Frederick Toller. Soy coronel de la Séptima División Panzer de nuestro glorioso Ejército alemán. Si se pregunta por qué hablo tan bien inglés, le diré que en los años veinte hice un doctorado en Griego Clásico en la Universidad de Cambridge. Era profesor de Historia en la Universidad de Leipzig cuando estalló la guerra y dejé mi puesto para luchar por mi país. ¿Ha ido usted a la universidad, teniente?
—Soy licenciado en Lenguas Clásicas por Oxford. —A Barney no le pareció peligroso revelar un hecho tan insignificante.
—Lo imaginaba. Eso siempre se nota. Un buen título le proporciona a un hombre una actitud determinada. —Se acercó a la barra, cogió una botella de vino y la puso a contraluz para ver cuánto quedaba. Aparentemente satisfecho, aclaró una taza de loza bajo el grifo y la llenó a medias.
—¿Quiere un poco, teniente? —preguntó.
Barney negó con la cabeza.
—No, gracias, pero me gustaría quitarme esta ropa. Está claro que sus hombres no saben cómo tratar a un prisionero de guerra. —Lo dijo con una seguridad que no sentía. Le pareció que era el momento de hacerse valer ante el oficial.
—Me disculpo por mis hombres. —El coronel Toller parecía sincero—. Se les dirá cómo comportarse en el futuro. No me he olvidado de su ropa. Ocurre que voy de camino a Ruán y tengo una maleta en el coche. Oscar traerá enseguida una muda y se ocupará de que su uniforme sea lavado.
Oscar llegó en ese momento y puso la ropa sobre una silla: unos pantalones blancos, una camisa blanca y ropa interior. Dejó unas zapatillas de tenis blancas en el suelo y salió del bar sin decir una palabra.
Barney se quitó la camisa y la camiseta, las puso en el fregadero y dejó correr el agua sobre ellas. La libreta roja estaba inservible. La cogió con dos dedos y la tiró al suelo. No contenía secretos militares. En cualquier caso, la tinta se habría corrido y la escritura resultaría ilegible. Se aclaró el pelo y se lavó hasta la cintura usando las manos. Tres trapos que debían de haber sido paños de cocina colgaban de ganchos por la parte de dentro de la barra. Cogió uno y se secó lo mejor que pudo, y después acercó la silla con la ropa limpia para tenerla a mano.
En ese momento, el coronel Toller entró en la habitación de atrás, mientras Barney se quitaba los pantalones y colocaba una pierna y después la otra bajo el grifo. Le hubiera gustado estar debajo de una ducha humeante y frotarse con una pastilla de jabón fénico la cara y el cuerpo hasta asegurarse de que había desaparecido cualquier resto de orina.
El coronel gritó:
—¡El que vivía aquí era un gran lector! ¿Qué opina de Tolstói, teniente Patterson?
—Sus libros son demasiado largos —gritó Barney a su vez—. Al menos eso pensaba cuando tenía diecisiete años. Puede que ahora no sea tan impaciente.
—Es usted un joven muy sincero. ¿Qué edad tiene?
—Veintidós —contestó Barney. Era otra información que no parecía muy importante, y el coronel le había hablado bastante de sí mismo.
—¿Está casado?
—Sí.
—¿Hijos?
—Todavía no.
—Yo tengo cinco: tres niños y dos niñas. Mi esposa es inglesa. Se llama Helena y es de Brighton. ¿Está visible, teniente? ¿Puedo entrar?
—Estoy visible —confirmó Barney. Los pantalones le quedaban grandes en la cintura y los zapatos demasiado pequeños, aunque la camisa y la ropa interior le estaban bastante bien. Se sentía mucho mejor, aunque aún podía oler la orina.
El coronel entró en el bar fumando un cigarrillo. Tenía la pitillera plateada en la mano y le ofreció uno a Barney, que lo cogió agradecido, murmurando «gracias» cuando el coronel se lo encendió con un mechero plateado a juego.
—Deje su ropa sucia; Oscar la recogerá —dijo el coronel—. Ahora, teniente Patterson, usted y yo viajaremos juntos en un coche oficial hasta Ruán. Tendremos una conversación civilizada. Sobre literatura, por ejemplo. —Arqueó las cejas inquisitivamente—. Confió en que no tratará de escapar, aunque la puerta de su lado estará cerrada con seguro por si no es tan honorable como parece. Yo sería muy poco honorable en su situación. Averiguaré dónde están los hombres que fueron capturados esta mañana y dispondré que se una a ellos, aunque no hasta que su uniforme esté limpio y seco y haya comido como es debido. —Se inclinó e hizo un gesto para que Barney saliera del bar delante de él—. Después de usted, teniente. Creo que en otras circunstancias habríamos sido buenos amigos. Pero ahora los tiempos son tales que, a partir de este momento, usted es oficialmente prisionero de guerra.