—Mire, Mary... La cuestión no es que fuese su padre o dejase de serlo. Los hijos no se preocupan gran cosa por sus padres en nuestros tiempos. Ni tampoco los padres por sus hijos. Hace unos días estuve oyendo a miss Lamben en la escuela de segunda enseñanza y dijo que la vida familiar es un error y que los hijos deben ser educados y atendidos por el Estado. Las escuelas vendrían a ser una especie de asilo de huérfanos... pero a mí me parece admirable, porque así se evitarán muchos disgustos, sentimentalismos, nostalgias del pasado... y otras muchas cosas. Lo esencial es ganar para comer por medio del trabajo honrado, y no es tan fácil algunas veces.
Mary dijo lentamente, y en sus palabras había tristeza:
—Tal vez tenga usted razón. Pero creo que tengo yo la culpa de que mi padre no haya congeniado conmigo.
La enfermera Hopkins exclamó:
—¡No diga tonterías!
La frase tuvo el estallido de una bomba.
La Hopkins desvió el tópico hacia cuestiones más prácticas.
—¿Qué piensa usted hacer con los muebles? ¿Los va a vender? ¿O piensa llevarlos a un guardamuebles?
—No sé... ¿Qué opina usted?
Echándoles una ojeada, la enfermera Hopkins repuso:
—Algunos son buenos y están en buen estado. Debe conservarlos y amueblar un pisito en Londres cuando pueda. Deshágase de los estropeados. Las sillas y la mesa están en buen uso... Aquel
bureau
está pasado de moda, pero es de caoba y es probable que el auténtico estilo victoriano vuelva a estar de moda... Yo vendería el armario. Es demasiado grande para transportarlo. Ocuparía la mitad de cualquier habitación.
Hicieron una relación de los muebles que cabía conservar o vender.
Mary aseguró:
—El abogado ha sido muy amable... Me ha adelantado algún dinero para que empiece mi aprendizaje y demás gastos. Transcurrirá un mes o dos antes que pueda entrar en posesión total, según me dijo.
La enfermera declaró con seriedad:
—¿Qué le parece su nuevo trabajo?
—Creo que me va a gustar mucho. Es muy cansado al principio. Llego a casa extenuadísima.
La enfermera declaró con seriedad:
—Yo también creí que me iba a morir cuando empecé a asistir a las prácticas en Saint Luke's. Tenía la seguridad de que no podría resistir los tres años... Sin embargo, lo conseguí.
Habían sacado los trajes y demás ropas del difunto. Ahora se encontraron con una caja de hojalata llena de papeles.
Mary dijo:
—Veamos todo esto.
Sentáronse cada una a un lado de la mesa.
La Hopkins murmuró, sacando un puñado de papeles:
—¡Qué montón de basura guardaba aquí su padre!... Recortes de periódicos... Cartas antiguas...
Mary dijo, desliando un documento:
—¡Éste es el certificado matrimonial de mis padres!... ¡Está fechado en Saint Albans... en el
año mil novecientos diecinueve?
... ¡Oh! ¡Enfermera!
—¿Qué le ocurre, querida?
Mary exclamó con voz trémula:
—¿No ve usted?... Estamos en mil novecientos treinta y nueve... Y tengo veintiún años... En mil novecientos diecinueve tenía un año de edad... Esto quiere decir que papá y mamá se casaron... después...
La enfermera Hopkins frunció el entrecejo. Luego exclamó vigorosamente:
—¡Bueno! ¿Y qué?... ¿Se va a preocupar por eso en estos tiempos?
—¡Oh, miss Hopkins...!
La enfermera dijo autoritariamente:
—Hay muchas parejas que no se deciden a ir a la Vicaría hasta mucho tiempo después de lo que están obligados..., pero el caso es que lo hagan. ¡Qué más da antes que después!...
Mary exclamó, con voz que parecía un susurro:
—¿No cree usted que tal vez sea por eso por lo que mi padre me odiaba? ¡Porque mi madre le
obligó
a casarse con ella!
La enfermera titubeó. Se mordió los labios; luego dijo:
—No es eso... —hizo una pausa y prosiguió—: No quiero que se preocupe más. Voy a decirle la verdad. El viejo Gerrard no era su padre.
Mary dijo, suspirando:
—Entonces, ¿
ésa
era la razón?
La enfermera declaró:
—¡Tal vez!
Mary se atrevió a decir, con las mejillas teñidas de púrpura:
—Tal vez no debiera decirlo, pero créame que me alegro... Me reprochaba siempre interiormente el poco cariño que sentía hacia mi padre... Ahora que me dice usted que no era mi padre, me tranquilizo. ¿Cómo lo supo usted?
La enfermera declaró:
—Gerrard habló mucho sobre esto antes de morir... Yo quise evitar que charlara tan a tontas y a locas, por si llegaba a oídos extraños; pero no me quiso hacer caso... Naturalmente, yo no se lo habría dicho a usted si no hubiese sido porque me daba lástima verla tan preocupada.
Mary dijo lentamente:
—Quisiera saber quién fue mi verdadero padre...
La enfermera titubeó. Abrió la boca y, sin decir palabra, la volvió a cerrar.
Una sombra se extendió por la habitación, y al mirar las dos mujeres hacia la ventana, vieron a Elinor Carlisle.
Elinor dijo:
—Buenos días.
La enfermera respondió:
—Buenos días, miss Carlisle. Hace un tiempo espléndido, ¿verdad?
Y Mary, que en un principio se había asustado, añadió:
—¡Oh, buenos días, miss Elinor!
Elinor declaró:
—He estado haciendo unos emparedados. ¿Quieren venir a probarlos? Es la una de la tarde y es una molestia tener que regresar a almorzar. Traje lo suficiente para tres...
La enfermera Hopkins dijo, agradablemente sorprendida:
—¡Oh, miss Carlisle, es usted excesivamente amable!... ¡Interrumpir lo que estaba usted haciendo!... Yo creía que podría terminar esta mañana aquí... Pero esto se lleva más tiempo del que una cree.
Mary respondió, reconocida:
—Muchas gracias, miss Elinor; es usted muy bondadosa.
Las tres abandonaron el pabellón y se dirigieron a la casa. Elinor había dejado abierta la puerta principal. Penetraron en el vestíbulo. Mary se estremeció levemente. Elinor lo observó:
—¿Qué le sucede? —preguntó:
Mary repuso:
—No es nada... Frío, tal vez... El sol calienta tanto y esto está tan helado...
Elinor dijo en voz baja:
—Es curioso... Yo también he tenido el mismo estremecimiento esta mañana.
La enfermera Hopkins exclamó jocosa, con voz varonil:
—Vamos... ¿Quieren hacerme creer que hay fantasmas en la casa?...
Yo
no he notado nada.
Elinor sonrió. Entraron en la habitación de la derecha. Las persianas estaban subidas y las ventanas abiertas. La temperatura era agradabilísima.
Elinor regresó al vestíbulo, entró en la despensa y volvió al poco tiempo con una bandeja con emparedados. La alargó a Mary, diciendo:
—Tome uno.
Mary tomó uno. Elinor la contempló con fijeza, mientras la muchacha clavaba sus blancos dientes en el emparedado.
Inconscientemente, permaneció algunos segundos en muda contemplación, con la bandeja apoyada en un costado, hasta que, viendo la expresión hambrienta de la enfermera Hopkins, tendió los fiambres a la mujer.
Elinor tomó otro emparedado, y dijo excusándose:
—Quisiera haber podido ofrecerles café, pero olvidé traerlo. En aquella mesa tienen manteca... Si alguna de ustedes quiere...
La enfermera Hopkins dijo con tristeza:
—¡Si tuviéramos un poco de té!
Elinor declaró, sin pensar lo que decía:
—Hay un poco de té en el bote de la despensa.
La faz de la enfermera Hopkins se animó.
Dijo:
—Voy a encender el gas y pondré la tetera al fuego. ¿No hay leche?
—Sí. He traído una botella —repuso Elinor.
La enfermera Hopkins salió apresuradamente hacia la despensa.
—¡Estupendo! —exclamó.
Elinor y Mary quedaron solas.
La atmósfera se cargó de una tensión extraña. Elinor, con gran esfuerzo, intentó entablar conversación. Tenía los labios resecos. Se los humedeció con la lengua y dijo con voz ronca:
—¿Le gusta... el trabajo que está haciendo en Londres?
—Sí... Muchas gracias... Le estoy muy agradecida.
De pronto, un sonido ronco, como un estertor, brotó de la garganta de Elinor. Convirtióse en una risa tan discordante, tan fuera de lugar, que Mary quedó mirándola sorprendida.
Recobrada, Elinor dijo:
—¡No tiene por qué estar agradecida!
Mary, algo cortada, tartamudeó:
—Yo quería decir... que...
Se interrumpió.
Elinor la miraba con tan escrutadora fijeza, de forma tan extraña, que Mary retrocedió un poco asustada.
Dijo, temblando:
—¿Le ocurre algo, señorita?
Elinor volvió a adoptar su expresión habitual.
Se volvió y preguntó a su vez:
—¿Qué me va a ocurrir?
Mary murmuró:
—Usted... parecía...
Elinor repuso con leve sonrisa:
—¿La miraba con fijeza, como ensimismada? Siento que se haya asustado. Me ocurre muy a menudo... Siempre que pienso en algo...
La enfermera Hopkins apareció en el umbral y anunció:
—¡Ya he puesto el agua a hervir!
Y volvió a desaparecer.
Elinor tuvo un acceso de hilaridad.
—Margarita, ¡puso el agua a hervir...! ¡Margarita puso el agua a hervir!... ¡Al fin tendremos té!... ¿Se acuerda usted que jugábamos a esto cuando éramos niñas, Mary?
—Sí, claro que sí...
Elinor repitió:
—
Cuando éramos niñas
... ¿Verdad que es lástima que no podamos volver al pasado...?
Mary preguntó:
—¿Le gustaría a usted volver al pasado?
Elinor dijo con convicción:
—Sí...,
sí
.
El silencio se alzó entre ellas durante algún tiempo.
Dijo, enrojeciendo:
—Miss Elinor, no quiero que piense usted...
Se detuvo al ver la expresión de Elinor... Su esbelta figura se irguió y la mandíbula voluntariosa se proyectó hacia adelante...
Dijo con voz fría, acerada:
—¿Qué es lo que no quiere que piense?
Mary murmuró:
—He olvidado... lo... que iba a decir.
El cuerpo de Elinor perdió la rigidez. Lanzó un suspiro, como si hubiese escapado a un peligro horrible.
La enfermera Hopkins entró con una bandeja de madera. Sobre ella veíanse la tetera, la botella de leche y tres tazas.
Exclamó, inconsciente de la crisis:
—¡Aquí está el té!
Puso el servicio ante Elinor. La joven movió la cabeza.
—No quiero té.
Alargó la bandeja a Mary.
Mary llenó dos tazas.
La enfermera Hopkins suspiró, satisfecha.
—Lo he hecho bien cargadito. ¡Está estupendo!
Elinor se levantó y se aproximó a la ventana.
La enfermera intentó convencerla:
—¿Está usted segura de que no quiere té, miss Elinor?... Le sentaría bien.
Elinor murmuró:
—No, gracias.
La enfermera vació su taza. La colocó de nuevo en la bandeja y murmuró:
—Voy a llevar la tetera y ponerla al fuego por si necesitamos tomar otra tacita; así se conservará bien calentito.
Cuando hubo desaparecido, Elinor giró bruscamente sobre sus talones. Dijo con voz en la que se advertía una súplica desesperada:
—Mary...
Mary Gerrard respondió apresuradamente:
—¿Qué quiere usted?
Lentamente desvanecióse la luz del rostro de Elinor. Cerráronse sus labios. La desesperada súplica murió, y dejó en su lugar un antifaz frío e inmóvil.
—Nada.
Un silencio denso cayó sobre la habitación.
Mary pensó: «¡Qué extraño es todo hoy...! ¡Parece que estamos esperando... algo...!»
Elinor hizo un movimiento.
Se separó de la ventana, recogió el servicio del té y colocó en él el plato en que había traído los emparedados.
Mary se apresuró a recogerlo.
—¡Oh, miss Elinor, déjeme a mí!
Elinor repuso con voz cortante:
—No. Quédese donde está. Yo lo haré.
Sacó la bandeja de la habitación. Miró hacia atrás antes de salir y vio a Mary Gerrard junto a la ventana... llena de vida..., joven y bella.
La enfermera Hopkins estaba en la despensa. Limpiábase la cara con un pañuelo. Levantó la mirada con presteza cuando entró Elinor.
—¡Vaya calor que hace aquí!
Elinor respondió mecánicamente:
—Sí. Está orientada al Sur. Por eso es tan calurosa.
La enfermera la descargó en la bandeja.
—Me permitirá que lave yo los cacharros. Usted no se encuentra en disposición de hacerlo.
—Estoy perfectamente —cogió un paño y dijo—: Yo los secaré.
La enfermera Hopkins se subió las mangas y vertió el agua de la tetera en el barreño.
Elinor dijo, como ensimismada, mirando a la muñeca de la enfermera:
—Se ha arañado.
La Hopkins lanzó una carcajada.
—Sí. En la rosaleda del pabellón... Me clavé una espina... Ahora me la sacaré.
La rosaleda del pabellón
... El recuerdo afluyó en oleadas a la mente de Elinor. Ella y Roddy luchaban..., la batalla de las rosas... Días felices, de alegrías... encantadoras. Una sensación de malestar, como una convulsión, la invadió... ¿Qué le sucedería?... ¿Qué negro abismo de odio..., de maldad...? Se tambaleó... Con un esfuerzo se recobró.
Pensó: «He estado rematadamente loca.»
La enfermera Hopkins la miraba con curiosidad.
«Extrañamente erguida, parecía... —así lo relató la enfermera algo más tarde—. Hablaba como si no se diese cuenta de lo que decía, y tenía en los ojos un brillo inusitado...»
Cuando hubo secado los platos y tazas, Elinor cogió uno de los frascos vacíos de pasta de pescado que había sobre la mesa y lo puso dentro del barreño. Mientras lo hacía, dijo, y se asombró de la firmeza de su voz:
—He sacado alguna ropa de mi tía Laura y quisiera que usted me aconseje a quién le podría ser útil en este pueblo...
La enfermera repuso, presurosa:
—¡Oh, sí!... Están las señoras Parkinson, Nellie y otra pobre criatura que habita en Ivy Cottage... Será una bendición para ellas.
Las dos mujeres limpiaron rápidamente todos los utensilios. Luego subieron al primer piso.
En la habitación de mistress Welman veíanse los montones de ropa limpísima. Ropa interior, vestidos, algunas piezas de telas riquísimas, blondas, trajes de terciopelo para noche, un abrigo de pieles. Elinor dijo que pensaba regalar este último a mistress Bishop. La enfermera Hopkins asintió con un movimiento de cabeza.