Vaciló antes de plantear su problema, tomándose un momento para estudiar mis rasgos —debería decir que para observar embobado mis rasgos, porque me miraba más como a un espectáculo que como a un hombre—. Sus ojos se pasearon con evidente desaprobación por mi cara y por mi ropa —aunque ambas estaban más limpias y aseadas que las suyas—, y lanzaron una mirada furtiva a mi pelo, pues, a diferencia de los verdaderos caballeros, yo no llevaba postizo, sino que me recogía los mechones en la nuca, al estilo de las pelucas con coleta.
—Usted, supongo, es Benjamin Weaver —dijo por fin con una voz quebrada por la incertidumbre. Apenas paró mientes en mi asentimiento—. Vengo por un asunto serio. No me agrada tener que recurrir a sus peculiares servicios, pero necesito la ayuda que sólo un hombre como usted puede proporcionarme.
Se revolvió incómodo en el asiento, y me pregunté si no podría el señor Balfour ser alguien diferente de quien aparentaba —si no sería acaso un hombre de rango muy inferior disfrazado de caballero—. Ahí estaba, después de todo, el asesinato del que le había oído hablar la señora Garrison, pero ahora no podía sino preguntarme si el asesinato que él había mencionado era el mismo que a mí tanto me atormentaba.
—Espero poder serle de alguna ayuda —le dije, con estudiada cortesía. Dejé a un lado la pluma y ladeé la cabeza ligeramente para demostrarle que tenía toda mi atención.
Las manos le temblaban caprichosamente mientras se miraba las uñas con indiferencia poco convincente.
—Sí, se trata de un asunto desagradable, así que estoy seguro de que estará usted a la altura del encargo.
Le ofrecí una breve reverencia desde mi silla y le dije lo amable que era, o alguna otra perogrullada por el estilo, pero él apenas se percató de lo que yo decía. A pesar de sus esfuerzos por fingir una especie de afectada lasitud, su aspecto era el de un hombre a punto de ahogarse, como si el cuello de la camisa le apretase la garganta. Se mordió el labio. Miró alrededor de la habitación; los ojos le saltaban de un lado a otro.
—Caballero —le dije—, perdóneme si le digo que parece usted algo descompuesto. ¿Puedo ofrecerle una copa de oporto?
Mis palabras le alcanzaron como una bofetada en pleno rostro, y se recompuso adoptando de nuevo la pose de un dandi despreocupado.
—Me imagino que sabrá usted que existen formas menos impertinentes de preguntarle a un caballero por sus aflicciones. No obstante, aceptaré una copa de lo que sea que pueda tener por aquí.
No era por deferencia por lo que le permitía a Balfour que me insultase libremente. Una vez establecido en mi profesión, no me llevó mucho tiempo aprender que los hombres de linaje o posición sentían una profunda necesidad de demostrar su superioridad —no hacia el hombre que contrataban para inmiscuirse en sus asuntos privados, sino hacia el trabajo en sí—. Yo no podía tomarme las libertades de Balfour como una cuestión personal, porque no iban dirigidas a mí. Sabía también que una vez que hubiera satisfecho a un hombre así, el recuerdo de su propio comportamiento descortés a menudo le movería a pagarme con celeridad y a recomendar mis habilidades a sus conocidos. De modo que aparté de mí los insultos de Balfour como un oso espanta a los perros que le atormentan en Hockley-in-the-Hole. Le serví el vino y volví a mi mesa.
Tomó un sorbo.
—No estoy descompuesto —me aseguró. Si la calidad de mi licor sorprendió agradablemente a mi invitado, como esperaba que hiciese, consideró que éste era un detalle que no valía la pena mencionar—. Lo que estoy es fatigado por la mala noche, y la verdad —hizo una pausa para lanzarme una mirada cargada de intención— es que estoy de luto por mi padre, que falleció apenas hará dos meses.
Le presenté mis disculpas y luego me sorprendí a mí mismo diciéndole que yo también había perdido a mi padre recientemente.
Balfour a su vez me dejó boquiabierto al contarme que sabía de la muerte de mi padre.
—Su padre, señor, y el mío, se conocían. Hicieron negocios juntos, ya sabe, en una época en la que mi padre necesitó los servicios de un hombre de la… clase de su padre.
Me gustaría creer que no mostré sorpresa alguna, pero dudo de que fuera así. Mi apellido de nacimiento no es Weaver, sino Lienzo. Pocos hombres estaban al tanto de mi verdadero apellido, así que no podía prever que éste conociese la identidad de mi padre. No podía adivinar qué más sabría Balfour de mí, pero no le hice preguntas. Sólo asentí despacio.
Me encontraba ya completamente despistado acerca de lo que querría este hombre, ya que estaba perfectamente claro que no había venido para nada relacionado con mi desafortunado incidente de la noche anterior. Mientras meditaba sobre mis muchas incertidumbres, se me ocurrió que me acordaba vagamente del padre de Balfour. Recordaba haber oído a mi padre hablar de él —sólo había dicho cosas buenas de aquel hombre, porque habían estado más unidos, creo, que dos simples conocidos, aunque llamarlos amigos habría sido exagerar las posibilidades de su relación—. Recordaba al padre de Balfour, aun cuando hubiese olvidado a numerosos hombres con los que mi propio padre hacía negocios, puesto que era poco habitual que mantuviera una relación tan estrecha con un caballero cristiano. Sin embargo, no me había venido a la memoria la asociación de mi padre con aquel hombre cuando leí en los periódicos la noticia del suicidio de Michael Balfour. Había sido un comerciante adinerado y, como muchos hombres de negocios que asumían riesgos, había sufrido graves reveses financieros. Los suyos en particular fueron severos; había perdido más de lo que tenía en una serie de malas empresas e, insolvente e incapaz de enfrentarse ni a sus acreedores ni a su familia con la vergüenza de su ruina, se había ahorcado en sus establos. Había cometido este acto apenas veinticuatro horas antes de la muerte de mi padre.
—¿Así que usted oyó hablar de mis servicios de voz de su padre? —le pregunté a Balfour. Era una pregunta irrelevante, al menos en lo que atañía a las preocupaciones del señor Balfour. Quería saber si mi padre había hablado de mí —es más, si lo había hecho favorablemente— a sus colegas y socios. Para mi sorpresa, me descubrí deseando que Balfour supiera si mi padre, de algún modo, respetaba la vida que me había construido.
Balfour me desengañó rápidamente de estas ficciones.
—La recomendación no es tan directa. No hay duda de que había oído su nombre en el pasado, con las mismas connotaciones, comprenderá usted, con las que uno oye hablar de trapecistas y espectáculos de feria y esa clase de cosas, pero me hallaba recientemente en un café, cuando oí a un caballero mencionar su nombre. Un amigo de este caballero, un tal Sir Owen Nettleton, le había contratado a usted por un asunto de negocios y le creía competente, un adjetivo de suficiente mérito en los tiempos que corren. Fue entonces cuando concebí la idea de que sus servicios quizás pudieran serme de utilidad.
A menudo me maravillaba de que Londres, siendo una ciudad tan enorme, fuera a veces tan asombrosamente pequeña. Entre incontables miles, esta clase de casualidades se dan casi a diario, puesto que hombres de naturaleza e intereses similares inevitablemente se congregan en los mismos clubes, tabernas, cafés y salones de té. Era cierto que había servido a Sir Owen Nettleton, y sus asuntos ocupaban gran parte de mis pensamientos aquella mañana, pero hablaré de él más adelante.
Balfour se terminó el oporto de un trago y me miró directamente a los ojos con una intensidad que sugería que estaba armándose de valor.
—Señor Weaver, iré al grano. A mi padre, señor, lo asesinaron. Creo que la misma persona o personas que asesinaron a su padre.
Ni siquiera podía pensar en cómo reaccionar. A mi padre lo habían matado, sí, pero no asesinado, hacía unos dos meses: un cochero borracho le había arrollado cuando cruzaba Threadneedle Street. El asunto había estado rodeado de cierta incertidumbre. ¿Cuán temerario había sido el cochero? ¿Acaso mi padre se le cruzó ciegamente en el camino? ¿Podía haberse evitado? Todas, preguntas sin respuesta, según dictaminó el juez. El cochero, aunque negligente, había actuado sin mala intención, y no podía tener ningún motivo para querer hacerle daño a mi padre. La misma acción perpetrada contra un conde o contra un parlamentario podría haberle supuesto al cochero, como mínimo, siete años de destierro en las colonias, pero el atropello descuidado de un corredor de bolsa judío apenas era un tema sobre el que desplegar todo el imperio de la ley. El juez puso en libertad al cochero con una severa advertencia, y eso supuso el final legal de la cuestión.
Por aquella época yo llevaba casi diez años sin hablar con mi padre. No sabía prácticamente nada acerca de sus negocios y en ningún modo se me había pasado por la cabeza que su muerte pudiera haber sido algo tan horrible como un asesinato. Este pensamiento, sin embargo, sí se le había ocurrido al pariente de mi padre, mi tío Miguel, quien me había escrito para informarme de sus sospechas. Me ruboriza admitir que respondí a sus esfuerzos con una mera respuesta formal en la que tachaba sus ideas de disparatadas. Hice esto en parte porque no quería relacionarme con mi familia y en parte porque sabía que mi tío, por razones que no acertaba a comprender, había querido a mi padre y no podía aceptar el sin sentido de una muerte tan fortuita. Pero ahora, de nuevo, me enfrentaba a la idea de que mi padre había sido víctima de un malvado crimen, y de nuevo me daba cuenta de que mi exilio voluntario de la familia me hacía desear no creer en ella.
Forcé mi rostro para adaptarlo a los rígidos ángulos de la imparcialidad.
—La muerte de mi padre fue un desafortunado accidente —comencé. Balfour sabía más acerca de mi familia de lo que yo sabía de la suya, y lo consideré una desventaja, así que, con el ánimo ya agitado, continué al ritmo más pausado posible—. Y si me permite la des cortesía, le recordaré que la prensa informó sobre la muerte de su padre como algo distinto al asesinato.
Balfour levantó la mano, como si pudiese espantar la idea del suicidio.
—Ya sé cómo informó la prensa —me espetó, escupiendo salivazos— y sé lo que dijo el juez, pero aun así le prometo que aquí falla algo. En el momento de la muerte de mi padre, se descubrió que su fortuna estaba absolutamente mermada, pero pocas semanas antes él mismo me había dicho que estaba beneficiándose de la especulación, aprovechando bien la fluctuación de los mercados provocada por la rivalidad entre el Banco de Inglaterra y la Compañía de los Mares del Sur. Yo no deseaba verle involucrado en los asuntos de la calle de la Bolsa, comprando y vendiendo acciones a la manera de un… bueno, a la manera de su gente, Weaver, pero él creía que allí había grandes oportunidades para un hombre que mantuviera la cabeza fría. Así que ¿cómo puede ser que sus finanzas estuvieran tan… —hizo una pausa breve para elegir el término— desordenadas? ¿Cree usted que pueda ser mera coincidencia que nuestros padres, dos hombres bien relacionados y muy ricos, muriesen repentina y misteriosamente en el transcurso de un solo día, y que las inversiones de mi padre resulten estar sumidas en el caos?
Mientras hablaba, el rostro de Balfour revelaba no pocas pasiones: indignación, repugnancia, incomodidad, incluso, creo yo, vergüenza. Me pareció bastante extraño que un hombre dispuesto a desvelar tan terrible crimen no mostrase ninguna señal de cólera.
Las afirmaciones que hacía, no obstante, despertaron en mí una agitación que intenté contener concentrando mi mente en los hechos que tenía delante.
—Lo que usted me presenta no ofrece prueba alguna de que haya tenido lugar un asesinato —dije después de un momento—. No entiendo cómo ha llegado usted a esta conclusión.
—La muerte de mi padre se disfrazó de suicidio para que uno o varios maleantes pudieran llevarse su dinero impunemente —dictaminó, como si estuviese revelando un descubrimiento de filosofía natural.
—Entonces, ¿cree usted que han robado la fortuna de su padre y que éste fue asesinado para ocultar dicho robo?
—En una palabra, señor, sí. Eso es lo que creo —las facciones de Balfour se relajaron, por un instante, en una expresión de lánguida satisfacción. Luego dirigió la mirada a su copa vacía con ansiedad nerviosa. Le complací volviéndosela a llenar.
Di unas zancadas por la habitación, a pesar del molesto dolor de una antigua herida en la pierna, una herida que había acabado con mis días como púgil.
—¿Cuál es entonces la conexión entre estas muertes, caballero? Las finanzas de mi padre están saneadas.
—¿Pero falta alguna cosa? ¿Acaso lo sabe, señor?
No lo sabía, de modo que pasé por alto lo que consideraba una pregunta impertinente.
—Le hablaré con franqueza por su propio bien. Su padre ha muerto recientemente, en condiciones terribles, y sin poder dejar una herencia. Usted se ha criado con esperanzas ciertas de fortuna y privilegio, con todas las razones para creer que viviría la vida desahogada de un caballero. Ahora se encuentra con que sus sueños se han esfumado, y busca la forma de creer que las cosas son de otra manera.
Balfour enrojeció furibundo. Sospecho que no estaba acostumbrado a los retos, especialmente si procedían de hombres como yo.
—Me ofenden sus palabras, Weaver. Puede que mi familia esté pasando estrecheces en este momento, pero haría usted bien en recordar que yo nací caballero.
—Igual que yo —dije, mirándole directamente a los ojos enrojecidos. Había sido un golpe bajo. Su familia era advenediza, y él lo sabía. Se había ganado tan ambiguo título, el de caballero, gracias a las agresivas operaciones de su padre como comerciante de tabaco, no por la grandeza de su sangre. De hecho, yo recordaba que el viejo Balfour había causado cierta conmoción entre los comerciantes tabaqueros más establecidos por enojar a los hombres a los que contrataba para descargar sus naves. A los trabajadores portuarios, por costumbre, siempre se les había pagado salarios bajos, que ellos complementaban redistribuyendo calladamente los cargamentos que manejaban. En el caso de los barcos que llevan tabaco, el proceso se conoce como «arrambleo»: los trabajadores simplemente hunden las manos en las pacas de tabaco, arramblan con cuanto pueden y luego lo revenden por su cuenta. Es cierto que en la práctica se trataba de una especie de robo autorizado, pero hacía años que los comerciantes de tabaco se habían percatado de que sus porteadores se estaban haciendo con parte del cargamento, así que se habían limitado a bajar los salarios y a hacer la vista gorda.