Ambos salieron con una serena tranquilidad que hizo hervir la sangre de Augusta. Les siguió el empleado, que lanzaba excusas a diestro y siniestro.
El responsable de aquello era Hugh. Augusta no necesitaba preguntar a nadie para saberlo. La casa era propiedad del sindicato que había rescatado al banco, había dicho Hugh, y naturalmente, el sindicato deseaba venderla. Hugh informó a Augusta de que debía abandonarla, pero ella se había negado a hacerlo. La respuesta de Hugh consistió en enviar a unos posibles compradores para que la viesen.
Augusta se sentó en el sillón de Joseph. Entró el mayordomo con un vaso de leche caliente.
—No dejes entrar a más personas como ésas, Hastead… la casa no está en venta.
—Muy bien,
milady
.
Dejó la leche de Augusta y se quedó remoloneando.
—¿Alguna otra cosa? -le preguntó Augusta.
—
Milady
, el carnicero ha venido hoy personalmente… con la factura.
—Dile que se le pagará a conveniencia de lady Whitehaven, no a la suya.
—Muy bien,
milady
. Y… los dos lacayos se despidieron hoy.
—¿Quieres decir que avisaron que se van?
—No, simplemente se fueron.
—¡Desgraciados!
—
Milady
, el resto de la servidumbre pregunta cuándo cobrarán su salario.
—¿Eso es todo?
El mayordomo se desconcertó.
—¿Pero qué les digo?
—Que no respondí a tu pregunta.
—Muy bien. -Titubeó, antes de añadir-: Tome nota de que me voy a finales de esta semana.
—¿Por qué?
—Todos los demás Pilaster han despedido a la servidumbre. Don Hugh nos ha dicho que se nos pagaría el sueldo hasta el viernes pasado, pero ni una jornada más, no importa el tiempo que sigamos aquí.
—¡Fuera de mi vista, traidor!
—Muy bien,
milady
.
Augusta se dijo que le alegraría ver la espalda de Hastead.
Siempre le había desagradado la cara de aquel individuo: sus ojos parecían mirar en distintas direcciones. Se quitaría de encima un montón de ellos, ratas que abandonan el buque que se hunde.
Se tomó la leche, pero el dolor de estómago no se alivió. Echó un vistazo alrededor de la habitación. Joseph no le había dejado volverla a decorar y conservaba aún el estilo que Augusta eligió en 1873, con papel pintado en las paredes, cortinas de tupido brocado y la colección de cajitas de rapé enjoyadas exhibiéndose en su armario lacado. La habitación parecía tan muerta como Joseph. Deseó tener poderes para hacerle volver. Si él continuara vivo, nada de aquello habría pasado. Tuvo una momentánea visión de Joseph de pie junto a la ventana, con una de sus cajitas de rapé preferidas en la mano. Movía el estuche para observar el juego de destellos que producía la luz sobre las piedras preciosas. Experimentó una desconocida sensación de ahogo en la garganta y sacudió la cabeza para que desapareciese aquella visión.
El señor de Graaf o alguien como él no tardaría en aposentarse en aquel cuarto. Sin duda, arrancaría el papel pintado de las paredes, quitaría las cortinas y decoraría la habitación de nuevo, probablemente de acuerdo con el estilo decorativo que estaba de moda: paneles de madera de roble y duras sillas rústicas.
Tendría que marcharse. Lo había asumido ya, aunque fingiese lo contrario. Pero no iba a mudarse a ninguna casa moderna, pequeña y agobiante de Clapham o St. John's Wood, como habían hecho Madeleine y Clementine. No soportaría vivir en unas circunstancias tan estrechas en Londres, donde la podrían ver personas a las que en otra época ella había mirado por encima del hombro.
Iba a dejar el país.
Ignoraba a ciencia cierta adónde iría. Calais era barato, pero estaba demasiado cerca de Londres. París era elegante, pero se sentía demasiado vieja para iniciar una nueva vida social en una ciudad extraña. Había oído hablar de un sitio llamado Niza, en la costa mediterránea de Francia, donde se podía mantener una casa, con su servidumbre, casi por nada, y que estaba poblada por una tranquila comunidad de extranjeros, muchos de ellos de su edad, que disfrutaban de inviernos templados y de aire marino.
Pero no podía vivir todo un año sin contar con nada. Tenía que disponer de fondos suficientes para el alquiler y el salario de la servidumbre, y, aunque estaba dispuesta a llevar una existencia frugal, no podría arreglárselas sin coche. Le quedaba muy poco efectivo, apenas rebasaría las cincuenta libras. De ahí su intento desesperado de comprar los diamantes. En realidad, nueve mil libras no le solucionarían definitivamente el problema, pero habrían bastado para ir tirando unos años.
Se daba perfecta cuenta de que ponía en peligro los planes de Hugh. Edward estaba en lo cierto. La buena disposición del sindicato dependía de la formalidad de la familia Pilaster respecto al pago de sus deudas. Un miembro de dicha familia que se marchara al extranjero con el equipaje lleno de joyas sería precisamente el factor negativo que alteraría una coalición frágil de por sí. En cierto sentido, eso hacia más atrayente la perspectiva: sería feliz poniéndole la zancadilla al fariseo de Hugh.
Para eso tenía que alargar el pie. El resto sería fácil: llenaría sólo un baúl, iría al despacho de billetes de la naviera y compraría un pasaje, avisaría a un coche de punto por la mañana temprano y se escabulliría hacia la estación de ferrocarril sin decirle nada a nadie. ¿Pero con qué dinero?
Al examinar el cuarto a su alrededor reparó en un pequeño cuaderno de notas. Lo abrió, impulsada por una ociosa curiosidad, y comprobó que alguien -seguramente Stoddart, el empleado de la agencia- había estado haciendo un inventario de lo que contenía la casa. Le irritó ver sus pertenencias relacionadas y evaluadas despreocupadamente en el cuaderno de notas de un empleaducho: mesa de comedor, 9 libras; biombo egipcio, 30 chelines; retrato de mujer, pintado por Joshua Reynolds, 100 libras. En la casa debía de haber cuadros por valor de varios miles de libras esterlinas, pero no podía meterlos en un baúl. Pasó la hoja y leyó: sesenta y cinco estuches de rapé… remitir al departamento de joyería. Alzó la cabeza. Frente a ella, en el aparador que había comprado hacía diecisiete años, estaba la solución a su problema. El conjunto de cajitas de rapé adornadas con joyas valía miles, acaso un centenar de miles de libras. Podía meterlas fácilmente en el baúl: las cajas eran pequeñas, elaboradas con vistas a que cupieran bien en el bolsillo del chaleco de un hombre. y eran susceptibles de venderse una tras otra, a medida que se necesitase dinero.
El corazón de Augusta aceleró sus latidos. Aquello podía ser la respuesta a sus oraciones.
Alargó la mano para abrir el aparador, pero estaba cerrado con llave.
Le asaltó un pánico momentáneo. No estaba segura de poder forzarlo: la madera era sólida, los cristales gruesos y de superficie pequeña.
Se tranquilizó. ¿Dónde guardaría Joseph la llave? Probablemente en el cajón de su escritorio. Se acercó a la mesa y abrió el cajón. Dentro había un libro con el horrendo título de La duquesa de Sodoma -libro que se apresuró a empujar hacia el fondo- y un llavín plateado.
Cogió el llavín.
Con mano temblorosa lo introdujo en la cerradura del aparador. Al accionar el llavín oyó el chasquido del pestillo y, un momento después, la puerta se abrió.
Respiró hondo y aguardó hasta que las manos dejaron de temblarle.
Entonces procedió a retirar los estuches de los estantes.
La bancarrota del Pilaster fue el escándalo social del año. A los periódicos sensacionalistas les faltaba tiempo para informar puntualmente de todos los detalles del caso: la venta de las grandes mansiones de Kensington; las subastas de las pinturas, los muebles antiguos y las cajas de Oporto; la cancelación del proyectado viaje de novios que Nick y Dotty pensaban realizar por Europa y que duraría seis meses; y la modestia de las sencillas casas suburbanas en las que los otrora arrogantes y poderosos Pilaster pelaban ahora las patatas que iban a comer y se lavaban su propia ropa interior.
Hugh y Nora alquilaron una casita con jardín en Chingford, una aldea a quince kilómetros de Londres. Dejaron tras de sí a la servidumbre, pero una fornida muchacha de catorce años de una granja próxima iba todas las tardes a fregar los suelos y limpiar las ventanas.
Nora, que durante doce años no había efectuado la menor tarea doméstica, se lo tomaba muy mal, e iba de aquí para allá con un sucio delantal encima dedicada a barrer el suelo y preparar comidas indigestas, todo a regañadientes y sin parar de quejarse. A los chicos les gustaba aquello más que Londres, ya que podían jugar en el bosque. Hugh iba a la City en tren todos los días. Continuaba trabajando en el banco, donde su tarea consistía en disponer de los bienes del Pilaster en nombre del sindicato.
Cada uno de los socios recibía del banco una pequeña subvención.
Teóricamente, no tenían derecho a nada. Pero los miembros del sindicato no eran desalmados: dado que eran banqueros como los Pilaster, en el fondo de su corazón pensaban: «Hoy por ti, mañana por mí». Además, la colaboración de los socios resultaba muy útil a la hora de liquidar los bienes, y merecía la pena recompensarles con un pequeño estipendio a fin de conservar su bienquerencia.
Hugh contemplaba con atenta ansiedad el desarrollo de la guerra civil de Córdoba. El desenlace determinaría la cantidad de dinero que iba a perder el banco. Hugh deseaba con toda su alma que obtuvieran algún beneficio. Poder decir algún día que nadie perdió dinero en la operación de rescate del Banco Pilaster. Pero esa posibilidad parecía remota.
Al principio, el bando de Miranda dio la sensación de que ganaba la guerra. Según las crónicas, su ataque estuvo perfectamente planeado y fue sanguinariamente ejecutado. El presidente García se vio en la ineludible necesidad ele huir y refugiarse en la ciudad fortificada de Campanario, en el sur del país, su región natal. El desaliento se apoderó de Hugh. Si los Miranda lograban la victoria, gobernarían Córdoba como un reino particular, y jamás pagarían intereses por unos préstamos concedidos al régimen anterior; y los bonos de Córdoba carecerían absolutamente de valor en un futuro previsible.
Sin embargo, los acontecimientos dieron un giro inesperado. La familia de Tonio, los Silva, que durante largos años había sido el reducido sostén de la escasamente efectiva oposición liberal, tomó partido por el presidente y se incorporó a la lucha, a cambio de la promesa de convocar elecciones libres y llevar a cabo la reforma agraria cuando el presidente recobrase el poder. Renacieron las esperanzas de Hugh.
El revitalizado ejército presidencial logró un considerable apoyo y frenó el avance de los usurpadores. Las fuerzas se equilibraron, lo mismo que los recursos financieros: los Miranda habían consumido su caja de guerra en el ataque inicial a por todo. El norte tenía yacimientos de nitrato y el sur minas de plata, pero ninguno de los dos bandos podía conseguir que se financiasen o asegurasen sus exportaciones, dado que los Pilaster estaban fuera del negocio y ningún otro banco estaría dispuesto a aceptar a un cliente que acaso mañana hubiese desaparecido.
Ambas facciones solicitaron el reconocimiento del gobierno británico, con la esperanza de que eso contribuiría a facilitarles créditos. Todavía oficialmente embajador cordobés en Londres, Micky Miranda apremiaba a los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores, a los ministros del gobierno y a los miembros del Parlamento, ejerciendo toda la presión que podía para que se reconociese a Papá Miranda como nuevo presidente. Pero, de momento, el ministro de Asuntos Exteriores, lord Salisbury, se negaba a inclinarse por uno de los bandos.
Entonces, llegó a Londres sorprendentemente Tonio Silva. Se presentó en la casita suburbana de Hugh la víspera de Navidad. Hugh se encontraba en la cocina. Servía el desayuno a los chicos: leche caliente y tostadas. Nora aún estaba vistiéndose: iba a Londres a hacer sus compras navideñas, aunque dispondría de poco dinero para gastar. Hugh accedió a quedarse en casa y cuidar de los niños: ninguna tarea urgente requería aquel día su presencia en el banco.
Fue a abrir la puerta personalmente, una experiencia que le recordaba los viejos tiempos de Folkestone, en casa de su madre. Tonio se había dejado barba y bigote, sin duda para ocultar las cicatrices de la paliza que doce años antes le habían propinado los facinerosos contratados por Micky; pero Hugh le reconoció gracias a la pelambrera color zanahoria y su despreocupada sonrisa. Nevaba, y una película de copos blancos recubría el sombrero y los hombros del abrigo de Tonio.
Hugh llevó a su viejo amigo a la cocina y le ofreció té.
—¿Cómo diste conmigo? -le preguntó.
—No fue fácil-repuso Tonio-. En tu antigua casa no había nadie y el banco estaba cerrado. Pero fui a la Mansión Whitehaven y vi a tu tía Augusta. No ha cambiado nada. No sabía tu dirección, pero se acordó de Chingford. Tal como pronunció el nombre, sonaba a campamento para prisioneros, como Tasmania.
Hugh asintió.
—No es tan malo. Los chicos están estupendamente. A Nora le resulta un poco duro.
—Augusta no se ha cambiado de casa.
—No. Del apuro en el que estamos todos ella tiene más culpa que nadie. Sin embargo, de todos los afectados, es la única que se niega a aceptar la realidad. Pero descubrirá que hay lugares peores que Chingford.
—Córdoba, por ejemplo -dijo Tonio.
—¿Cómo van las cosas?
—Mi hermano murió en combate.
—Lo siento.
—La guerra está en un punto muerto. Ahora todo depende del gobierno británico. El bando que consiga su reconocimiento estará en condiciones de obtener créditos, reabastecer su ejército y derrotar al enemigo. Por eso estoy aquí.
—¿Te ha enviado el presidente García?
—Mejor que eso. Oficialmente, soy el embajador de Córdoba en Londres. Han destituido a Miranda.
—¡Espléndido!
A Hugh le encantó la noticia de la deposición de Micky.
Le había fastidiado enormemente ver al hombre que le había estafado dos millones de libras pasearse por Londres tranquilamente, ir a clubes, teatros y cenas de sociedad como si nada hubiera ocurrido.
—He traído las correspondientes cartas credenciales -añadió Tonio-, y las deposité ayer en el Ministerio de Asuntos Exteriores.
—Y confías en convencer a nuestro ministro de Asuntos Exteriores para que apoye a tu bando.