Una misma noche (25 page)

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Authors: Leopoldo Brizuela

Tags: #Intriga

BOOK: Una misma noche
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—¿Leo? ¿Leo?

Y su voz resonaba en mitad de la escalera, la escalera que, claro, yo y su propia sensatez le habíamos prohibido subir hacía ya muchos años; y que solo podía haberse decidido a escalar a causa de un peligro grave.

—¡Mamá! ¿Qué pasa?

¿Se habría caído? Pero no podía oírme, y no me respondió.

—¿Estás bien? —me decía cuando por fin me vio aparecer en lo alto, tan sobresaltada que era incapaz de sentir el menor alivio—. ¿Estás bien?

Estaba en camisón, como Diana en mi sueño, y con la perra rondándola. Ilesa, al parecer, pero en peligro de rodar escalones abajo.

—¡Pero sí! ¿Qué pasa? ¡Quedate ahí! ¡No te muevas!

Y bajé unos escalones para ayudarla a subir. Ella no obedeció mi orden de aferrarse a mi mano. Alzaba los brazos como rogando al cielo. (Los milicos, pensé. Nos entraron.)

—¡Es que me levanté y vi luz encendida! —dijo, mirando hacia el foco que (y solo ahora entendí) yo había olvidado apagar.

—Ay Dios, mamá. Vení, subí.

—Y toda esta ropa tirada…

¡Por Dios, era culpa mía! Yo me había arrancado la ropa mientras subía, montando alrededor de mí, sin darme cuenta, el escenario posterior a cualquier asalto.

Tenía razón. ¿Pero qué tenía que andar mirando en mi casa?

—¡Es que vi luz!, ¿entendés? —lloriqueó, sin decidirse a aceptar mi ayuda (¡Dios mío, si yo no hubiera despertado!)—. ¡Y como vi esta ropa tirada, pensé…!

—¡Bueno, jodete por espiar! —dije izándola y dejándola en mi casa, unos escalones más arriba, como a un náufrago de un barco que se hunde, y al que se lo desengarza de la escalerilla de mano y se lo deposita en el bote salvavidas…

—¡Pero es que vi luz!

—Oh, ya entendí, por Dios, callate.

Y de golpe entendí que si me había llamado todo el día al celular mientras yo visitaba la
ESMA
y viajaba a Las Flores era porque la aterraba la idea de pasar la noche a solas en su casa vacía —por culpa de su propia tozudez, porque no soportaba la idea de contratar otra dama de compañía después de que la suya cayera muerta de un infarto en casa, un golpe que aún hoy era incapaz de procesar.

Tomó su agua temblando. Y de golpe sentí todo aquel cansancio acumulado por años, años enteros de tener que velar por su vejez, su vejez que me ataba a esta casa y a su pasado de pesadilla.

Y ese otro hartazgo, Dios, de que nada la conformara —porque nada puede endulzar la cercanía de la muerte.

Mi madre pareció a punto de repetir la frase. Y de pronto, al percibir que me enfurecía, arrepentirse e improvisar.

—Y como te vi tan raro estos días.

Tardé un tiempo en entender. Me avergoncé entonces más de lo que puedo expresar.

Entonces estallé.

—¿C
OMO
RARO
?
—avancé, amenazante—. ¿En qué me viste
raro
vos?

Y sentí que mi tono era igual al del hombre con gorrita que había aparecido en mi sueño —y ella, balbuciente, retrocedió hacia la escalera.

—Ay, Leo —dijo, cerrando los ojos, como buscando descansar—. Esperá un poco, por favor…

—¡Pero la puta madre! —grité, acorralado contra la silla, contra la mesa, contra mi propio cuerpo—. ¡Por qué no podré vivir en paz!

—¡Es que me desperté a la medianoche! —rogó, con una aplicación enloquecedora—. ¡Y vi la luz! ¡Y esta ropa tirada!

—¡Oh sí, ya lo entendí! —bramé empujándola de nuevo hacia el centro de la sala—. Pero, ¿qué tenías que espiar, vos?

—Pero por Dios, Leo, ¡con todas las cosas que pasan!

La dejé un momento. Saqué a la perra, que estaba histérica, al balcón trasero. Cerré la puerta de un golpe. Mi madre se aterró de quedarse encerrada.

—¿Qué pasa? —repliqué—. ¡No pasa nada!

—Sí que pasan cosas, sí —dijo—. Y vos no querés decirme nada porque soy una vieja idiota.

¿Y cómo habría podido negarlo? ¿Interpretando el papel de kirchnerista que atribuye la maldad del mundo a la conspiración de los medios?

—¿Pero no te das cuenta de que esta casa no puede ser la única? ¡Que no puede ser que
solo a nosotros
no nos toque!

Era una frase más grande que la noche, más grande que mi vida. Y creo que para no entenderla, y para no dejar que ella comprendiera lo que había logrado decir; como quien, perseguido, salta de pronto una zanja y sigue corriendo, grité:

—¡Ah, claro! Y vos por eso no pudiste contenerte de andar espiando, ¿no? ¡Por la inseguridad vos tenés que saber qué hago y meterte aquí! ¡Por Dios, mamá, quiero dormir, estoy agotado de todo esto…!

—Cuidado, Leo, no grites —susurró, como atinando a fingir terror—.
¡Los vecinos!

¡Pero era inconcebible! ¿Podía saber ella que desde hacía meses yo no pensaba en otra cosa que en los vecinos, yo, que me había jactado siempre de no cuidarme de la opinión ajena?

—Pero qué importa. ¡Si ya no quedan vecinos!

Y sin duda la observación, casi tan grande como la suya y tan involuntaria, le resultó demasiado, porque mi madre empezó a llorar, honda, muda, sinceramente, y yo, abrumado de furia, de odio, de desesperación, salí un momento al balcón, a dejarla sola.

No tenía valor de consolarla. Oh, no. Consolarla habría implicado pensar en demasiada pena. «Por acá va a pasar la parca», me había dicho Marcela, y solo ahora entendía aquella frase.

Unos ruidos a mis espaldas me sobresaltaron. Ahora mi madre bajaba sola la escalera, huía de mí, de toda aquella noche.

—¡Mamá! —dije, corriendo a salvarla (pero no pude dejar de entrever que, salvo por mis gritos, tenía ante mí el crimen perfecto). Y cuando llegué a su lado se detuvo de piedra. Tenía los ojos rojos, todavía, de llanto.

—¡¿Pero qué hacés?! ¡¿Estás loca?! ¡¿Te querés matar?! —y le aferré las manos para ayudarla a subir de nuevo—. Esperá al menos que recoja la ropa que dejé tirada y bajás.

—¡Oh perdoname! —dijo—. Es que me desperté y vi luz…

—Por Dios, mamá. ¡No re-pi-tas! —grité—. Ya te entendí.

—Sí, sí, ¡pero con toda esta ropa tirada!

La dejé en lo alto de la escalera y me puse a juntar la ropa desparramada sobre los escalones. Como si le diera vértigo mirarme desde arriba, se sentó en una silla y se volvió sobre sí.

—Dios mío, Leo, estoy cansada de vivir. ¡Podrida! —dejó de llorar—. Dios mío, por qué no me llevás.

Yo no estaba seguro de que no fuese sincera, pero suponer que hacía teatro era más soportable.

—Mamá, por favor, ¡un poco de pudor! ¡Pará de hacerme escenas, de hacerme sentir culpable! ¿Por qué no querrías vivir? ¿Qué te falta?

—No sé —dijo. Porque su mayor temor era «tener algo malo». Algo tan malo, en verdad, que de solo nombrarlo podría matarla al instante.

—Ah, claro, y por las dudas me amargás igual.

Entonces me puse a llorar yo.

Quizá fuera otra forma de mi enorme egoísmo. O quizá solo fuera que cesé en mi violencia. Pero sentí que mi llanto le daba paz al mundo. Que algo infinitamente doloroso se liberaba en mí.

—Ay, Dios. ¡Cuántas cosas me pasaron! —decía mi madre.

—¿Y a mí? ¿A mí no me pasaron cosas? Hace seis años que no tengo una vida, que estoy clavado aquí…

—¡Pero yo no te lo pedí! —gritó—. Y una noche me levanté, como hoy al baño, y encontré a Antonia, pobrecita, tirada en el piso…

Y otra vez se puso a llorar.

Y fue en ese silencio que sucedió algo inesperado.

Eso que esperaba desde hacía meses. Eso que, quizá, sea lo más importante que aquí debo declarar.

L
A CASA ENTERA
tembló. Tembló de tal manera que la perra, asustada, empezó a ladrar en el balcón, y mi madre, aunque sorda, levantó la cabeza y miró la lámpara que tintineaba en sus caireles.

(El motor, pensé, de la casa de Diana Kuperman, que acaba de levantar vuelo.)

—¿Qué pasa, Leo? —preguntó mi madre.

Era el aire acondicionado de la casa vecina, el aparato enorme por el que ella y mi padre se habían peleado con los Chagas. Pero no le dije nada. Solo atendí al horror.

Entonces había alguien en la casa. Y quizá habían estado escuchando todo este escándalo.

Quizá ese ruido era, para nosotros, una advertencia.

—¿La señora Felisa? —preguntó mi madre.

Alelado, me volví.

—¿Cómo la señora Felisa?

(«¡Las Kuperman!», le había dicho aquel tipo, amenazante, en el ‘76. «¿Qué sabe de las Kuperman?»).

¡Dios! ¿Y si mi madre, en lugar de soñar como yo, con esa época, había vuelto a vivir en ella? ¿Y quién podía decir que esa locura suya no la había provocado yo mismo?

Otros ruidos inesperados me sorprendieron.

Alguien abría la puerta del jardín de los Chagas (la misma puerta, quizá, que mi padre había pateado). Alguien salía al jardín.

—¿Qué pasa? —decía mi madre a mis espaldas.

Igual que aquella mañana en que los Chagas habían salido distraídamente a pasear a su perro y los tipos, que habían estado desde el alba esperándolos tranquilamente en el quincho, entraron a asaltarlos.

Yo iba como imantado hacia la casa de los vecinos, como anda un sonámbulo.

—Leo, por Dios. Cuidado. ¿Dónde vas?

Como si yo marchara, a la vez, hacia todos los peligros.

Pero nada del pasado parecía suceder.

Eran voces despreocupadas de un hombre y una mujer, un matrimonio burgués feliz de estar al fin en su nueva casa, solo un poco molestos de tener estos vecinos. Sí, porque sin duda habían escuchado la pelea, y quizá maldecían a los Chagas por no haberles avisado que su vecino escritor era un torturador de ancianas.

Quizá hasta habrían llamado al 911.

Al llegar a la baranda me detuve y me volví hacia mi madre, que me había seguido.

—Son los nuevos vecinos —le dije.

Quizá no me entendió. Pero calmada por mi propia pasividad, accedió a que la ayudara a bajar. Ya no sé en qué época creía mi madre que vivía. Y ella volvió al sueño. Y yo volví a subir a mi cuarto y me acosté.

Entonces sonó el teléfono. Controlé el reloj: eran las seis y cuarto. ¿Quién podía llamar a esta hora de la mañana?

Estremecido, levanté el tubo. «Son ellos», pensé.

Pero colgué. Y con una extraña sensación de fuerza, por fin, volví a cerrar los ojos.

Y

1974

Es el tiempo del verano. Tiempo de medir el tiempo por chicharras que compiten a zumbidos. De acatar en la siesta la prohibición del agua —y el deseo.

Mi padre está en su barco. Mi madre, en su cuarto, duerme.

En el televisor, su pantalla apagada, veo mi propio cuerpo.

Ya no me reconozco.

La enciclopedia a un lado. Mis dibujos de islas, sus mapas inventados. Los casetes negros que me trajo papá de Venezuela en los que grabo los conciertos de Radio Nacional.

Mi piano.

Ya nada me completa.

Entonces, en un sitio oculto de la casa, el enorme despertador, da las tres menos diez.

«Hay que esperar dos horas después de una comida», dictamina mi madre. Me quedan diez minutos: almorzamos a la una.

¿Y de verdad en diez minutos puede jugarse una vida?

Salgo al patio, que retiembla hundido en los reflejos azules de la piscina. Los pies descalzos no aguantan las baldosas quemantes.

Un colibrí centellea en las flores del jazmín paraguayo, como si no se decidiera por blanco o por violeta.

Unas avispas labran su panal en las vigas del quincho. Y el terror que les tengo me ayuda a zambullirme.

Doy un salto. Me tiro a la pileta.

Ah, dentro del agua, el tiempo se diluye y yo mismo me diluyo.

Oigo una voz que llama, lejanísima, afuera. Y no es mi madre, no.

Es la chica de Kuperman que me ha oído y protesta. En su ventana.

No, no saldré. Me hundo un poco más, hasta llegar al fondo.

Ya casi no resisto. Pero quiero saber que puedo resistir. Cómo es no poder más.

Cierro los ojos y veo el fondo espléndido, el centro de la tierra. Su negrura.

Z

FIN

Cuaderno de bitácora

Los protagonistas de esta novela son puramente imaginarios. Aunque enmarcadas en sucesos históricos reales, y en espacios existentes y perfectamente reconocibles, sus historias son también ficticias. Las eventuales semejanzas deberán ser consideradas coincidencias.

A lo largo del proceso de escritura, varios autores, del pasado y del presente, me ayudaron a pensar las metamorfosis sucesivas de una memoria. A
El silencio de Kind,
novela de Marcela Solá, debo el primer atisbo de una iluminación.
Tú llevas mi nombre,
serie de testimonios recogidos por Norbert y Stephan Lebert, y
Nosotros, los hijos de Eichmann,
de Günther Anders, son otros hitos en el proceso de creación del personaje principal. De una manera menos específica, pero igualmente intensa, las obras de Leonardo Sciascia y de Hanna Arendt velaron conmigo esa misma noche de injusticia.

En cuanto a aquellos sucesos reales que la novela menciona quisiera destacar como fuentes las obras de Juan Gasparini, Marcelo Larraquy y Roberto Caballero, así como incontables artículos de investigación periodística publicados en estos meses sobre el caso Papel Prensa. El
via crucis
de Diana Kuperman, en cambio, lo imaginé basándome en las declaraciones públicas de los familiares de David Graiver y sus antiguos empleados, sobre todo en los Juicios por la Verdad.

Entre los muchos amigos a quienes debo gratitud por su entusiasmo, quiero reconocer en primer lugar a Emmanuel Kahan, cuya tesis doctoral sobre la comunidad judía argentina entre 1973 y 1983 ilumina toda esa época con una luz nueva, única, brutal y piadosa a la vez. Fue también Emmanuel quien me señaló la extraordinaria personalidad de Jacobo Timerman, el libro en que relata su cautiverio, y esos otros dos libros en que Ramón J. Camps trata de invalidar sus denuncias y denostar al Grupo Graiver exponiendo las «confesiones» de sus integrantes en las sesiones de tortura.

Mi gratitud también para Abrasha Rottenberg, autor de
La opinión amordazada,
y Ricardo Dios Said: dos seres entrañables, dos amigos lúcidos. Y para Fernando Cittadini, editor.

Tolosa, abril de 2012

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