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Authors: Patricia Cornwell

Una muerte sin nombre (35 page)

BOOK: Una muerte sin nombre
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—Déjate de amenazas.

—Ni lo sueñes. Y haré algo más que amenazar si no se actúa como es debido en este asunto. Háblame del general. Ya sé que su sobrino ha heredado sus ojos. Y que el general tenía algo de pavo real, dada su preferencia por fotografiarse en un espléndido uniforme de media gala como el que podría haber lucido Eisenhower.

—Quizá pecaba de egocéntrico pero, según todas las referencias, era un hombre excelente, magnífico —comentó Wesley.

—Entonces, ¿era el tío de Gault, realmente? ¿Lo confirmas?

Tras una ligera vacilación, Wesley asintió:

—Sí, Luther Gault era el tío de nuestro hombre.

—Cuéntame más.

—Nació en Albany y se graduó en la Ciudadela en 1942. Dos años más tarde, siendo capitán, su división fue trasladada a Francia, donde él se comportó heroicamente en la batalla de las Ardenas. Ganó la Medalla de Honor y un ascenso. Después de la guerra fue enviado a Fort Lee como oficial encargado de la sección de investigaciones sobre uniformes del cuerpo de Intendencia.

—Entonces, las botas eran de su tío —murmuré.

—Podrían serlo, desde luego.

—¿El general era un hombre corpulento?

—Me han asegurado que su sobrino tiene la misma constitución, más o menos, que el general cuando era joven.

Evoqué la fotografía del general con el traje de media gala. En la imagen, era delgado y no muy alto. Su rostro expresaba firmeza y sus ojos no vacilaban, pero no parecía una persona desagradable.

—Luther Gault sirvió también en Corea —continuó Wesley—. Durante un tiempo estuvo destinado en el Pentágono como jefe adjunto del Estado Mayor y después volvió a Fort Lee como subdirector. Terminó su carrera en CAMV.

—No sé qué significan esas siglas —respondí.

—Significan Comando de Asistencia Militar, Vietnam.

—Tras lo cual, ya retirado, se estableció en Seattle, ¿no es eso?

—Sí —respondió Wesley—. Su esposa y él se trasladaron allí.

—¿Hijos?

—Dos chicos.

—¿Qué relaciones mantenía el general con su hermano?

—No lo sé. El general ya ha fallecido y su hermano no quiere hablar con nosotros.

—De modo que no sabemos cómo puede Gault haber conseguido las botas de su tío...

—Kay, existe un código para los condecorados con la Medalla de Honor. Forman una casta aparte: el ejército les concede un tratamiento especial y gozan de una estricta protección.

—¿Y ésa es la causa de tanto secretismo?

—El ejército es reacio a que el mundo sepa que un general de dos estrellas, condecorado con la Medalla de Honor, es el tío de uno de los psicópatas más notorios que ha visto nuestro país. Y al Pentágono tampoco le entusiasma, precisamente, la perspectiva de que se haga público que ese asesino, como acabas de señalar, puede haber matado a varias personas a puntapiés con las botas del general Gault.

Me levanté de la silla y respondí:

—Estoy harta de los hombres y sus códigos de honor. Estoy harta de secretos y de maniobras machistas. No somos niños que juegan a indios y vaqueros. No somos críos de barrio que juegan a guerras. —Me sentía agotada—. Pensaba que tú habías superado esa etapa hace tiempo.

Él también se puso en pie. En aquel instante, sonó la alarma de mi buscapersonas.

—Estás tomándote muy mal este asunto —murmuró Wesley.

Miré la pantalla del busca. El número que aparecía en ella tenía el código de zona de Seattle y me apresuré a utilizar el teléfono del despacho sin pedir permiso.

—¿Diga? —respondió una voz que no conocía.

—Acaban de llamar a mi avisador desde este número... —expuse, algo desconcertada.

—Yo no he llamado a nadie. ¿Desde dónde llama usted?

—Desde Virginia —respondí, dispuesta a colgar.

—¿Virginia? Acabo de comunicarme con Virginia. Espere un momento... ¿Llama usted por lo de Prodigy?

—¡Oh! ¿Tal vez ha hablado usted con Lucy? —pregunté a mi interlocutor.

—¿Con LUCYTALK?

—Sí.

—Hace un momento hemos intercambiado correo. Está relacionado con ese tema del pan de oro. Ejerzo de dentista en Seattle y soy miembro de la Academia de Aplicadores de Pan de Oro. ¿Es usted la patóloga forense?

—Sí —le respondí—. Muchas gracias por responder. Estoy tratando de identificar el cadáver de una mujer joven con numerosas reparaciones dentales efectuadas con ese material.

—Descríbame esas reparaciones, por favor.

Le informé sobre los empastes dentales de nuestra Jane y de las características de su dentadura.

—Es posible que tocara un instrumento musical —añadí—. Quizás el saxofón.

—Por aquí había una mujer que se ajusta mucho a esa descripción.

—¿Ahí, en Seattle?

—Exacto. En nuestra asociación todo el mundo la conocía porque tenía una boca increíble. Las diapositivas de las anomalías dentarias y las reparaciones con pan de oro de esa mujer se utilizaron en las presentaciones de casos clínicos en varias de nuestras reuniones.

—¿Recuerda cómo se llamaba?

—Lo siento mucho, pero no era paciente mía. De todos modos, creo recordar que se decía que había sido música profesional hasta que sufrió un terrible accidente que no puedo precisar. Fue a partir de éste cuando empezaron sus problemas dentales.

—La mujer a la que me refiero presenta una marcada pérdida de esmalte —apunté—. Probablemente por exceso de cepillado.

—Sí, eso es. Lo mismo que la de aquí.

—Pero no da la impresión de que esa paciente de Seattle fuera una indigente sin techo...

—Claro que no. Alguien pagó las reparaciones de su boca.

—La mujer que intentamos identificar era una vagabunda cuando murió en Nueva York —le expuse.

—Vaya, cuánto lamento oírlo. Supongo que, fuera quien fuese, no era capaz de ocuparse de sí misma.

—¿Cómo se llama usted?

—Soy Jay Bennett.

—Doctor Bennett, ¿recuerda que se comentara algo más de interés en esas presentaciones de casos clínicos?

Un largo silencio siguió a mi pregunta.

—Pues sí, aunque es algo muy vago —dijo por último y, tras un nuevo titubeo, añadió—: ¡Ah, eso es! La mujer estaba relacionada con alguien importante. De hecho, debía de ser la persona con quien vivía aquí, antes de desaparecer.

Le di a mi comunicante más datos para que pudiera volver a llamarme. Colgué y encontré a Wesley mirándome fijamente.

—Creo que Jane es la hermana de Gault —afirmé.

—¿Qué? —exclamó él con genuina sorpresa.

—Creo que Temple Gault mató a su hermana —repetí—. Por favor, Benton, dime que eso no lo sabías.

Wesley se mostró preocupado.

—Tengo que verificar la identidad de la mujer —añadí. En aquel momento no quedaba dentro de mí la menor emoción.

—¿No bastará con sus registros dentales?

—Si los encontramos. Si todavía existen radiografías. Y si el ejército no se entromete.

—El ejército no sabe nada de ella. —Wesley hizo una pausa y, por un instante, en sus ojos brillaron unas lágrimas. Rápidamente, apartó la mirada—. Pero Gault, al enviar su último mensaje por CAIN, acaba de confesarnos lo que hizo.

—Es cierto —asentí—. El mensaje dice que CAIN mató a su hermano. Y la descripción que tenemos de Gault con ella en Nueva York sugiere que más parecían dos hombres que un hombre y una mujer. ¿Tiene más hermanos? —pregunté tras una pausa.

—Sólo una hermana. Sabemos que vivió en la Costa Oeste pero no hemos podido localizarla porque, al parecer, no conduce. En los archivos de Tráfico no hay registro de un permiso de conducir a su nombre. La verdad es que nunca hemos tenido la certeza de que esté viva.

—Ya no lo está —le recordé.

Wesley frunció el entrecejo.

—Nuestra Jane no tenía domicilio fijo; por lo menos, no lo tuvo en los últimos años —continué, pensando en sus míseras pertenencias y en su cuerpo desnutrido—. Llevaba mucho tiempo en la calle. De hecho, diría que sobrevivió allí sin problemas hasta que su hermano apareció en la ciudad.

—¡Ah! —A Wesley se le quebró la voz cuando, con aire de completo abatimiento, exclamó—: ¿Cómo puede nadie hacer algo así?

Le rodeé con mis brazos. No me importaba quién pudiera entrar. Le abracé como a un amigo.

—Benton —le susurré—. Vete a casa.

17

P
asé el fin de semana y el Año Nuevo en Quantico y, aunque recibí bastante correo electrónico, la verificación de la identidad de la mujer no avanzaba.

El dentista que la había tratado estaba jubilado desde el año anterior y las radiografías de sus archivos habían sido destruidas para recuperar la plata. Naturalmente, la pérdida de las placas fue la mayor decepción, pues en ellas habrían aparecido antiguas fracturas, configuraciones de senos maxilares y anomalías óseas que quizás habrían permitido una identificación positiva. Respecto a las fichas, cuando toqué el tema, el dentista (que ya estaba jubilado y vivía en Los Ángeles) se mostró evasivo.

—Las tiene usted, ¿verdad? —le pregunté directamente el martes por la tarde.

—Tengo millones de cajas en el garaje.

—Dudo que tenga millones.

—Bueno, muchas.

—Por favor. Hablamos de una mujer a la que no conseguimos identificar. Todos los seres humanos tienen derecho a ser enterrados con su nombre.

—Voy a mirar, ¿de acuerdo?

Minutos más tarde informé a Marino y le dije:

—Nos tocará intentar una identificación visual o una prueba de ADN.

—¿Una identificación visual? —replicó él en tono burlón—. ¿Y qué piensa usted hacer? ¿Enseñarle a Gault una fotografía y preguntarle si la mujer a la que hizo eso se parece a su hermana?

—Creo que el dentista se aprovechó de ella. Ya lo he visto en otras ocasiones.

—¿De qué está hablando?

—A veces, esa gente se aprovecha. Facturan trabajos que no han hecho para poder cobrar de una mutua o de una compañía de seguros.

—Pero a esa mujer le hicieron un montón de trabajos dentarios.

—El dentista pudo facturar muchísimos más, créame. Por ejemplo, el doble de restauraciones con pan de oro. Eso representaría miles de dólares. Le bastaría con decir que las hizo, aunque no fuese cierto. La mujer tenía una minusvalía psíquica, vivía con su anciano tío... ¿Qué iban a entender?

—Detesto a los cabrones de esa clase.

—Si pudiera echar mano a sus fichas, le denunciaría. Pero no me las va a entregar. De hecho, es muy probable que ya no existan.

—Mañana por la mañana, a las ocho, tiene usted que presentarse como jurado —me recordó Marino—. Ha llamado Rose para avisarla.

—Supongo que eso significa que puedo salir de aquí ahora mismo.

—Vaya directamente a casa; mañana pasaré a recogerla.

—Mañana iré directamente al juzgado.

—No, nada de eso. Y esta vez no va a salir sola en el coche.

—Sabemos que Gault no está en Richmond —dije—. Vuelve a estar en su escondrijo habitual, un piso o apartamento donde tiene un ordenador.

—El jefe Tucker no ha revocado la orden de mantener la segundad en torno a usted.

—Tucker no puede ordenarme nada.

—Sí puede. Lo único que hace es asignarle ciertos agentes. O acepta usted la situación, o tendrá que intentar despistarlos.

La mañana siguiente, llamé al despacho del forense jefe de Nueva York y dejé un mensaje para el doctor Horowitz en el que le pedía que empezara a analizar el ADN de la sangre de Jane. A continuación, Marino me recogió cuando ya los vecinos se asomaban a las ventanas y abrían las bonitas puertas delanteras de las casas para recoger los periódicos. Frente a la mía había tres coches patrulla, además del Ford sin distintivos de Marino. Todo Windsor Farms despertó, salió para dirigirse a su puesto de trabajo y contempló cómo abandonaba yo mi casa escoltada por la policía. Las perfectas extensiones de césped estaban blancas de escarcha y el cielo era casi azul.

Cuando llegué al juzgado, en el edificio John Marshall, entré como había hecho tantas veces en el pasado. Pero el ayudante encargado del control de segundad no entendió por qué estaba allí.

—Buenos días, doctora —me dijo con una amplia sonrisa—. ¿Qué tal la nevada? ¿No le hace sentirse como si viviera en una postal? Y buenos días a usted también, capitán —añadió, dirigiéndose a Marino.

Al pasar bajo el arco de seguridad, disparé la alarma. Enseguida apareció una agente para registrarme mientras su compañero, el mismo que me había hablado de la nieve, inspeccionaba mi bolso. Después, Marino y yo bajamos las escaleras hasta una sala de moqueta anaranjada, llena de filas de sillas de un color parecido, escasamente concurridas. Tomamos asiento al fondo y escuchamos el rumor de la sala, donde los presentes dormitaban, estrujaban papeles, tosían o se sonaban la nariz. Un tipo con chaqueta de cuero y una punta de la camisa por fuera del pantalón hojeaba revistas mientras otro que lucía un jersey de casimir leía una novela. En la estancia contigua rugía una aspiradora. El aparato topó con la puerta de la sala anaranjada y paró.

Contando a Marino, tenía tres policías uniformados a mi alrededor en aquella sala, dominada por un tedio mortal. Por último, a las nueve menos diez y con retraso, la agente encargada del jurado hizo su entrada y se dirigió a un podio para darnos unas indicaciones.

—Tengo que advertirles de dos cambios —anunció, mirando directamente hacia mí—. El comisario de la cinta que van a ver ya no es el comisario...

—... porque está muerto —me cuchicheó Marino al oído.

—... y en la cinta —continuó la agente— oirán que la compensación por ejercer de jurado es de treinta dólares, pero sigue siendo de veinte dólares.

Marino añadió de nuevo su comentario:

—¡Vaya! ¿Necesita un préstamo?

Nos pasaron el vídeo y aprendí mucho sobre mi importante deber cívico de ejercer como jurado y sus privilegios. En la cinta vi al comisario Brown darme las gracias de nuevo por llevar a cabo aquel honorífico servicio. Me dijo que había sido convocada para decidir el destino de otra persona y luego mostró el ordenador que había utilizado para seleccionarme.

—Los nombres se extraen de una urna electoral de jurados —recitó con una sonrisa—. Nuestro sistema de justicia depende de una valoración minuciosa de las pruebas. Nuestro sistema depende de nosotros.

El comisario facilitó un número al que podíamos llamar y nos recordó que el café costaba veinticinco centavos la taza y que no había cambio.

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