Una Princesa De Marte (13 page)

Read Una Princesa De Marte Online

Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

BOOK: Una Princesa De Marte
12.55Mb size Format: txt, pdf, ePub

Dejah Thoris me ignoró de nuevo esa tarde, y aunque la llamé no me contestó ni me concedió siquiera una mirada que me diera a entender que notaba mi presencia. En la emergencia hice lo que la mayoría de los amantes hacía: intenté saber algo de ella a través de un amigo. En este caso, fue a Sola a quien intercepté en otra parte del campamento.

—¿Qué le pasa a Dejah Thoris? —le grité sin consideración—. ¿Por qué no quiere hablarme?

Sola pareció confundida, como si tal actitud de parte de dos humanos estuviera fuera de su alcance, como de seguro lo estaba para la pobre.

—Ella dice que la has hecho enojar y que eso es todo lo que dirá, excepto que es hija de un Jed y nieta de un Jeddak y que ha sido humillada por una criatura que no podría siquiera limpiar los dientes del
sorak
de su abuela.

Reflexioné acerca de esta afirmación por un momento y finalmente pregunté:

—¿Qué diablos es un
sorak,
Sola?

—Un pequeño animal, del tamaño de la mano, que los marcianos rojos tienen para jugar con ellos —me explicó.

Levantamos campamento al día siguiente, a hora temprana, y comenzamos la marcha deteniéndonos solamente una vez antes del anochecer. Dos incidentes rompieron la rutina de la marcha. Cerca del anochecer vimos a nuestra derecha, a la distancia, lo que evidentemente era una incubadora. Lorcuas Ptomel le indicó a Tars Tarkas que investigara. Este eligió una docena de guerreros, incluyéndome a mí, y juntos nos dirigimos a la carrera a través de la alfombra aterciopelada del musgo, hacia la pequeña construcción.

Por cierto era una incubadora, pero los huevos eran muy pequeños en comparación con los que había visto romper en el momento de mi llegada a Marte.

Tars Tarkas desmontó y examinó la construcción minuciosamente, indicando por último que procedía de los hombres verdes de Warhoon y que el cemento estaba aún húmedo en el punto de cierre.

—No pueden llevarnos más de un día de ventaja —exclamó, con el fulgor de la pelea brillando en su rostro feroz.

El trabajo en la incubadora fue breve en extremo: los guerreros despedazaron la puerta y dos de ellos entraron arrastrándose y rápidamente rompieron todos los huevos con sus espadas cortas. Luego volvimos a montar y regresamos a la caravana. Durante la cabalgata tuve la ocasión de preguntarle a Tars Tarkas si los Warhoonianos, cuyos huevos habíamos destruido, eran personas más pequeñas que los Tharkianos.

—Me di cuenta de que sus huevos eran mucho más pequeños que los que se empollaban en nuestra incubadora —agregué.

Me explicó que los huevos acababan de ser colocados allí, pero que como los huevos de todos los marcianos verdes, crecían durante el período de cinco años de incubación, hasta alcanzar el tamaño de los que yo había visto el día de mi llegada a Barsoom. Esta era por cierto una información muy interesante, ya que siempre me había parecido notable que las mujeres verdes, grandes como eran, pudieran cargar huevos tan enormes como aquellos de los que había visto salir los infantes de un metro y medio de estatura. En realidad, los nuevos huevos que habían sido colocados no eran mucho más grandes que los de un ganso común, y como no comenzaban a crecer hasta que la luz solar actuaba sobre ellos, los jefes tenían pocas dificultades para transportar varios cientos por vez desde las cuevas de almacenaje hasta la incubadora.

Poco después del incidente de los huevos Warhoonianos nos detuvimos para que los animales descansaran. Fue durante este alto cuando ocurrió el segundo incidente interesante del día. Estaba ocupado cambiando mi montura de uno de mis
doats
a otro, ya que había dividido el trabajo diario entre ellos, cuando Zad se me acercó y, sin decir palabra, le asestó un terrible golpe a mi animal con su espada larga.

No necesité un manual de ética marciana para saber cómo contestarle, ya que, en realidad estaba tan furioso que apenas pude contenerme de desenfundar la pistola y dispararle por su brutalidad. Pero se quedó parado, esperando con su espada desenvainada. La única alternativa que tenía era la de sacar la mía y trabarme en una lucha limpia, es decir con el mismo tipo de arma que él había elegido o con una menor, posibilidad esta última que está siempre permitida. Por lo tanto podía haber usado mi espada corta, mi daga, un hacha o mis puños, si lo hubiera deseado, y estar completamente dentro de mis derechos. Pero no podía usar armas de fuego o una lanza, cuando él solamente portaba una espada larga.

Elegí la misma arma que él había elegido ya que sabía que estaba orgulloso de su habilidad con ella y porque yo deseaba, en caso de vencerlo, hacerlo con su propia arma. La lucha que siguió fue larga y retrasó la reanudación de la marcha por una hora.

La comunidad nos cercó, dejando un amplio espacio de alrededor de treinta metros de diámetro para que lucháramos.

Lo primero que hizo Zad fue tratar de embestirme como un toro a un lobo, pero yo era demasiado rápido para él, y cada vez que esquivaba sus arremetidas, pasaba de largo a mi lado, sólo para recibir una estocada en el brazo o la espalda. A poco ya le manaba sangre de media docena de heridas menores, pero no encontraba la oportunidad de darle una estocada efectiva. Entonces cambió su táctica, y peleando cautelosamente y con extremada habilidad, trató de hacer por medio de la inteligencia lo que no era capaz de hacer por medio de la fuerza bruta. Debo admitir que era un excelente espadachín y que de no haber sido por mi gran resistencia y la notable agilidad que la fuerza de gravedad inferior de Marte me otorgaba, no hubiera sido capaz de ofrecer la honrosa lucha que ofrecí contra él.

Al principio dimos vueltas sin herirnos mucho, las espadas largas como agujas brillando a la luz del sol y haciendo sonar los aceros cuando se encontraban en medio del silencio. Finalmente Zad, dándose cuenta de que se estaba cansando más que yo, decidió atacar y concluir la lucha con un toque final glorioso para él. Justo cuando me embestía, un cegador destello de luz me dio de lleno en los ojos y por lo tanto no pude verlo al acercarse. Sólo pude saltar a ciegas hacia un costado, en un esfuerzo por escapar de la poderosa espada que ya parecía sentir en mi cuerpo. Obtuve un éxito parcial, como lo evidenciaba un dolor agudo en mi hombro izquierdo; pero, de una ojeada, y al tratar de localizar de nuevo a mi adversario, mis ojos atónitos se encontraron con un cuadro que me recompensó por la herida que había recibido a causa de mi momentánea ceguera. Allí, sobre el carro de Dejah Thoris, había tres figuras que procuraban presenciar la lucha por encima de las cabezas de los Tharkianos que estaban en medio. Allí estaban Dejah Thoris. Sola y Sarkoja. Cuando mi fugaz mirada pasó sobre ellas, asistí a un cuadro que permanecerá grabado en mi memoria hasta el día que muera.

Cuando miré, Dejah Thoris se abalanzaba sobre Sarkoja con la furia de una joven tigresa y hacía que de su mano levantada cayese a tierra algo que brilló a la luz del sol. Entonces supe qué era lo que me había cegado en el momento crucial de la lucha y cómo Sarkoja había encontrado la forma de matarme sin darme ella misma la estocada final. Otra cosa que también vi, y que casi me cuesta la vida, ya que distrajo por completo mi mente de mi antagonista por una fracción de segundo, fue que, mientras Dejah Thoris arrancaba el minúsculo espejo de su mano, Sarkoja, con el rostro lívido por el odio y la rabia contenida, extraía su daga para asestar un terrible golpe a Dejah Thoris. Entonces, Sola, nuestra querida y leal Sola, saltó entre las dos. Lo último que vi, fue el gran cuchillo que descendía hacia su pecho.

Mi enemigo se había recobrado de su estocada y estaba extremadamente amenazante. Por lo tanto, de mala gana, dirigí mi atención a lo que tenía entre manos, a pesar de que mi mente no estaba en la batalla.

Nos embestimos furiosamente, una vez tras otra, hasta que de pronto, sintiendo la punta de su aguda espada en mi pecho en una estocada que no pude esquivar ni desviar, me arrojé sobre él con la espada extendida y con todo el peso de mi cuerpo, decidido a no morir solo si podía evitarlo. Sentí que el acero me abría el pecho, que todo se ponía negro delante de mí y que la cabeza me daba vueltas. Entonces sentí que mis rodillas se aflojaban.

15

La historia de Sola

Cuando volví en mí —pronto supe que no había estado desvanecido más que un momento—, salté rápidamente en busca de mi espada. Allí la encontré, hundida hasta la empuñadura en el pecho verde de Zad, quien yacía muerto como una roca sobre el musgo ocre del antiguo lecho del mar. Cuando recobré el sentido por completo, me di cuenta que su arma me traspasaba la parte izquierda del pecho, pero solamente a través de la carne y los músculos que recubren las costillas, pues había penetrado cerca del centro de mi pecho y salía por debajo del hombro. Al embestir sobre él me había vuelto y de ese modo su espada sólo pasó debajo de mis músculos causándome dolor pero no una herida peligrosa.

Saqué su espada de mi cuerpo y también recobré la mía, y dándole la espalda a su horrible cadáver me dirigí enfermo, dolorido y disgustado hacia el carro donde estaban mis reservas y pertenencias. Un rumor de aplausos marcianos me saludó, pero no les presté atención. Sangrante y débil llegué donde estaban mis mujeres, quienes acostumbradas a tales eventos. Vendaron mis heridas y me aplicaron las maravillosas drogas cicatrizantes y medicinales que obran instantáneamente sobre los golpes mortales. Porque cuando la mujer marciana interviene, la muerte tiene que batirse en retirada. Pronto me tuvieron bien vendado, y excepto la debilidad que me causaba la pérdida de sangre y el leve dolor de las heridas, no sufrí mucho a causa de aquella estocada, que de haber sido tratada con métodos humanos me habría dejado postrado durante días, sin duda alguna.

Tan pronto como terminaron conmigo, me apresuré a llegar hasta el carro de Dejah Thoris, donde encontré a mi pobre Sola con el pecho vendado, pero aparentemente no muy maltrecha por su encuentro con Sarkoja, cuya daga, al parecer, había golpeado contra el borde de uno de los ornamentos de metal del pecho de Sola, y así, desviado, había infligido apenas una leve herida a flor de piel. Al acercarme encontré a Dejah Thoris postrada sobre sus sedas y pieles, deshaciéndose en sollozos. No notó mi presencia ni me oyó hablar con Sola que estaba a poca distancia del vehículo.

—¿Está ofendida? —le pregunté a Sola, señalando a Dejah Thoris con una inclinación de cabeza.

—No —me contestó—; piensa que estás muerto.

—Y que el gato de su abuela no tendrá ahora quien le limpie los dientes —bromeé sonriendo.

—Creo que estás equivocado respecto de ella —dijo Sola—. No entiendo ni sus costumbres ni las tuyas, pero estoy segura de que la nieta de diez mil Jeddaks nunca se apesadumbraría de esta forma por la muerte de alguien que considerara por debajo de ella, y menos aún por quien no abrigase las más elevadas intenciones en cuanto a sus sentimientos. Pertenece a una raza orgullosa, de seres justos, como todos los Barsoomianos; pero tú debes de haberla herido u ofendido tan cruelmente, que no puede admitir tu existencia, aunque lamente tu muerte. Las lágrimas son algo raro en Barsoom, y por lo tanto no es difícil interpretarlas. Solamente he visto llorar a dos personas en toda mi vida, además de Dejah Thoris, una, por pena; la otra, por rabia contenida. La primera fue mi madre, muchos años antes que la mataran; la otra fue Sarkoja, cuando hoy la arrancaron de mi lado.

—¡Tú madre! —Exclamé—. Pero Sola. ¡No puedes haber conocido a tu madre, pequeña!

—Pero la conocí, y a mi padre también —agregó—. Si gustas oír la extraña y poco Barsoomiana historia, ven esta noche a mi carro, John Carter, y te hablaré de lo que nunca be hablado en toda mi vida. Ahora se ha dado la señal para continuar la marcha. Debes irte.

—Iré esta noche, Sola —prometí—. No te olvides de decirle a Dejah Thoris que estoy vivo y a salvo. No la molestaré en absoluto. No le digas que la he visto llorar. Si quiere hablar conmigo, espero que me lo haga saber.

Sola montó en su carro, que ya estaba colocándose en su lugar dentro de la formación, y yo me apresuré a dirigirme hacia donde estaban aguardándome, galopando para ocupar mi lugar al lado de Tars Tarkas a la retaguardia de la columna.

Esa noche acampamos al pie de las montañas hacia las que nos habíamos estado acercando durante dos días y que marcaban el límite sur de ese mar específico. Nuestros animales habían pasado dos días sin beber, y no habían tenido agua por dos meses, desde poco después de dejar Thark. Como Tars Tarkas me había explicado, necesitaban poca agua y podían vivir casi indefinidamente del musgo que cubre Barsoom el cual, según me dijo, mantenía en sus pequeños tallos la humedad suficiente para satisfacer la limitada necesidad de los animales.

Después de mi comida de la tarde, hecha de queso y leche vegetal, busqué a Sola, a quien encontré trabajando a la luz de una antorcha con algunos adornos de Tars Tarkas. Levantó la cabeza cuando me acerqué, y vi su rostro iluminado por el placer en señal de bienvenida.

—Me alegro de que hayas venido —me dijo—. Dejah Thoris está durmiendo y yo estoy sola. No le importo a mi propia gente, John Carter. ¡Soy tan distinta de ellos! Es un destino triste, ya que tengo que vivir entre ellos. Muchas veces desearía ser una verdadera marciana verde, sin amor y sin esperanzas; pero conocí el amor, y por eso estoy perdida. Prometí contarte mi historia o, mejor dicho, la historia de mis padres. Por lo que sé de ti y de las costumbres de tu gente, estoy segura de que el relato no te parecerá extraño. Pero entre los marcianos verdes no tiene paralelo hasta donde alcanza la memoria de los Tharkianos vivientes más viejos, ni tienen nuestras leyendas relatos similares.
Mi madre era más bien pequeña; muy pequeña, en realidad, para que se le permitieran las responsabilidades de la maternidad, ya que nuestros jefes procrean especialmente por tamaño. Siempre fue menos fría y cruel que la mayoría de las marcianas verdes, y como poco le importaba estar con ellos, por lo general vagaba sola por las calles desiertas de Thark, o iba a sentarse entre las flores salvajes que crecen en las montañas cercanas, pensando y deseando cosas que sólo yo, entre las mujeres Tharkianas actuales, puedo entender, ya que soy su hija.

»Allí, entre las montañas, se encontró con un joven guerrero cuyo deber era cuidar a los
zitidars
y
doats
que pastaban, para que no se fueran más allá de las montañas. Primero hablaron solamente de cosas comunes a los intereses de la población de Thark, pero gradualmente, cuando comenzaron a encontrarse con más frecuencia y —como ya era bastante evidente para ambos— ya no por casualidad, dieron en hablar de sí mismos, de sus gustos, sus ambiciones y sus deseos. Ella se confió a él y le habló de la horrible repugnancia que sentía por las crueldades de su especie, por la terrible vida que debían llevar siempre, y luego esperó que una tormenta de reproches saliera de sus fríos, duros labios. Pero en lugar de eso, él la tomó en sus brazos y la besó.

Other books

Dramarama by E. Lockhart
Malice by Danielle Steel
The Scrapbook by Carly Holmes
Burn Out by Traci Hohenstein