Una reina en el estrado (20 page)

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Authors: Hilary Mantel

Tags: #Histórico

BOOK: Una reina en el estrado
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El ocaso penetra ya furtivo por el Támesis: hay profundidades crepusculares en las olas chapoteantes, y una oscuridad azul avanza arrastrándose a lo largo de las orillas. Él dice a uno de los barqueros: ¿creéis que los caminos hacia el norte estarán abiertos? Dios me perdone, señor, dice el hombre: yo sólo conozco el río, y de todos modos nunca he ido más al norte de Enfield.

Cuando llega de vuelta a Stepney, la luz de las antorchas se derrama fuera de la casa, y los niños cantores, en un estado de gran excitación, cantan villancicos en el jardín; ladran perros, se balancean sobre la nieve negras formas, y una docena de montículos, espectralmente blancos, se elevan sobre los setos congelados. Uno más alto que los demás lleva una mitra; tiene un raigón de zanahoria pintado de azul por nariz y otro raigón más pequeño como miembro. Gregory corre hacia él, muy emocionado: «Mirad, señor, hemos hecho al papa con nieve».

—Primero hicimos al papa. —La cara relumbrante que hay a su lado pertenece a Dick Purser, el muchacho que se encarga de los perros guardianes—. Hicimos al papa, señor, y luego no parecía gran cosa él solo, así que hicimos una colección de cardenales. ¿Os gustan?

Los criados de la cocina se agrupan en un enjambre a su alrededor, escarchados y chorreando. Todos los de la casa han acudido, o al menos todos los de menos de treinta años. Han encendido una hoguera (bien alejada de los muñecos de nieve) y parecen estar bailando alrededor, dirigidos por su criado Christophe.

Gregory recupera el aliento.

—Sólo lo hicimos para proclamar mejor la supremacía del rey. Yo no creo que esté mal, porque podemos tocar una trompeta luego y deshacerlas todas, y el primo Richard dijo que podíamos, y él mismo moldeó la cabeza del papa, y el señor Wriothesley, que había venido en busca de vos, le colocó ese pequeño miembro al papa y se rió.

—¡Qué niños sois! —dice él—. Me gustan muchísimo. Tendremos la fanfarria mañana cuando haya más luz, ¿no?

—¿Y podemos disparar un cañón?

—¿Dónde iba a conseguir yo un cañón?

—Hablad con el rey, señor. —Gregory se está riendo; sabe que el cañón es demasiado.

Los ojos agudos de Dick Purser se han posado en el sombrero del embajador.

—¿Podríais prestármelo? Hemos hecho mal la tiara del papa, porque no sabíamos cómo tenía que ser.

Él gira el sombrero en la mano.

—Tenéis razón, esto se parece más a las cosas que usan los Farnese. Pero no. Es un encargo sagrado. Tengo que responder por él ante el emperador. Ahora, debo irme —dice, riendo—, tengo que escribir cartas, esperamos grandes cambios pronto.

—Está aquí Stephen Vaughan —dice Gregory.

—¿De veras? Ah. Bien. Hay una cosa que quiero que haga.

Va hacia la casa, la luz del fuego le lame los talones.

—Lástima, el señor Vaughan —dice Gregory—. Creo que vino por la cena.

—¡Stephen! —Un rápido abrazo—. No hay tiempo —le dice—. Catalina se está muriendo.

—¿Qué? —dice su amigo—. No oí nada de eso en Amberes.

Vaughan siempre está en tránsito. Y está a punto de ponerse en marcha de nuevo. Es sirviente de Cromwell, es servidor del rey, es los ojos y los oídos del rey al otro lado del Canal. Nada pasa entre los mercaderes flamencos o los gremios de Calais que Stephen no sepa e informe de ello.

—Me veo obligado a decir, señor secretario, que tenéis una casa muy desordenada. Esto es como si uno cenase en el campo.

—Estáis en un campo —dice él—. Más o menos. O pronto lo estaréis. Debéis poneros en marcha.

—¡Pero si acabo de bajar del barco!

Así es como Stephen manifiesta su amistad: quejas constantes, críticas y gruñidos. Él se vuelve e imparte órdenes: dad de comer a Vaughan, dad de beber a Vaughan, dad una cama a Vaughan, tened un buen caballo listo para él al amanecer.

—No os preocupéis, podéis dormir toda la noche. Luego debéis escoltar a Chapuys hasta Kimbolton. ¡Vos habláis lenguas, Stephen! Nada debe pasar en francés o en español o en latín sin que yo lo sepa palabra por palabra.

—Ya veo. —Stephen se yergue.

—Porque creo que, si Catalina muere, María estará deseando desesperadamente coger un barco para los dominios del emperador. Es primo suyo, después de todo, y aunque no debería confiar en él, no se la puede convencer de eso. Y difícilmente podemos encadenarla a una pared.

—Mantenedla en el campo. Mantenedla donde haya que andar dos días a caballo para llegar a un puerto.

—Si Chapuys viese una salida para ella, volaría en el viento y zarparía montada en un cedazo.

—Thomas —Vaughan, un hombre grave, posa una mano en él—, ¿qué es toda esta agitación? No es propio de vos. ¿Teméis que os venza una muchachita?

Le gustaría contarle a Vaughan lo que ha pasado, pero cómo transmitir la textura de todo ello: la suavidad de las mentiras de Enrique, el sólido peso de Brandon cuando él le empujó, le arrastró, le apartó a empellones del rey; la cruda humedad del viento en su cara, el gusto a sangre en la boca. Siempre será así, piensa. Seguirá siendo así. Adviento, Cuaresma, Pascua de Pentecostés.

—Mirad —suspira—, tengo que ir y escribir a Stephen Gardiner a Francia. Si éste es el final de Catalina, debo asegurarme de que se entera por mí.

—No más servilismo con los franceses por nuestra salvación —dice Stephen. ¿Es eso una sonrisa? Es una lobuna. Stephen, un comerciante, valora el comercio con los Países Bajos. Cuando las relaciones con el emperador se hunden, Inglaterra se queda sin dinero. Cuando el emperador está de nuestra parte, nos hacemos ricos.

—Podemos zanjar todas las disputas —dice Stephen—. Catalina era la causa de todas. Su sobrino se sentirá tan aliviado como nosotros. Nunca quiso invadirnos. Y ahora tiene bastante que hacer en Milán. Dejémosle combatir a los franceses si ha de hacerlo. Nuestro rey estará libre. Tendrá una mano libre para hacer lo que guste.

Eso es lo que me preocupa, piensa él. Esa mano libre. Ofrece sus disculpas a Stephen. Éste le para.

—Thomas. Os destrozaréis si seguís con este ritmo. ¿Os habéis parado alguna vez a pensar que han transcurrido la mitad de los años de vuestra vida?

—¿La mitad? Stephen, tengo cincuenta.

—Lo olvidé. —Una risita—. ¿Cincuenta ya? No tengo la sensación de que hayáis cambiado mucho desde que os conozco.

—Eso es una ilusión —dice él—. Pero os prometo que haré un descanso, cuando lo hagáis vos.

Se está caliente en su gabinete. Cierra los postigos, aislándose de la blanca claridad de fuera. Se sienta a escribir a Gardiner, alabándolo. El rey está muy complacido con su embajada en Francia. Está enviando fondos.

Posa la pluma. ¿Qué se había apoderado de Charles Brandon? Él sabe que corren murmuraciones de que el hijo de Ana no es de Enrique. Ha habido murmuraciones de que no está embarazada en absoluto, que sólo lo finge; y es verdad que parece muy insegura de cuándo dará a luz. Pero él había pensado que esos rumores procedían de Francia; y ¿qué sabían en la corte francesa? Lo ha desechado como malevolencia vacua. Es lo que Ana provoca. Ésa es su desdicha, o una de ellas.

Bajo su mano hay una carta de Calais, de lord Lisle. Se siente agotado al pensar en ella. Lisle le explica con todo detalle su día de Navidad, desde que se despierta en el frío amanecer. En determinado punto de las festividades, lord Lisle fue víctima de una ofensa: el alcalde de Calais le hizo esperar. Así que él, a su vez, hizo esperar al alcalde…, y ahora ambas partes le escriben a él: ¿qué es más importante, señor secretario, un gobernador o un alcalde? ¡Decid que soy yo, decid que soy yo!

Lord Lisle es el hombre más agradable del mundo; salvo, es evidente, cuando se interpone el alcalde. Pero está endeudado con el rey y lleva siete años sin pagar un penique. Tal vez debería hacer algo sobre eso. Y hablando de ese tema… Harry Norris, en virtud de su posición en el entorno inmediato del rey, por cierta costumbre cuyo origen y finalidad nunca ha podido desentrañar, está al cargo de los fondos secretos que el rey tiene guardados en sus principales residencias, para utilizarlos en caso de emergencia; no está claro qué liberaría esos fondos, o de dónde proceden, o cuántas monedas hay almacenadas, o quién tendría acceso a ellos si Norris llegase…, si Norris llegase a no estar disponible cuando surgiese la necesidad. O si Norris tuviese algún accidente. Posa una vez más la pluma. Empieza a imaginar accidentes. Apoya la cabeza en las manos, las yemas de los dedos sobre los ojos cansados. Ve a Norris saliendo despedido del caballo. Ve a Norris tumbado en el barro. Dice para sí: «Volved a vuestro ábaco, Cromwell».

Han empezado a llegar ya sus regalos de Año Nuevo. Un partidario suyo de Irlanda le ha enviado un rollo de mantas irlandesas blancas y una botellita de
aqua vitae
. Le gustaría envolverse en las mantas, vaciar la botellita, echarse en el suelo y dormir.

Irlanda está tranquila esta Navidad, hay más paz de la que ha habido allí en cuarenta años. Él ha conseguido eso, sobre todo ahorcando gente. No muchos: sólo los justos. Es un arte, un arte necesario; los caudillos irlandeses han estado pidiendo al emperador que utilice el país como una plataforma de desembarco para su invasión de Inglaterra.

Toma aliento. Lisle, el alcalde, insultos, Lisle. Calais, Dublín, fondos secretos. Él quiere que Chapuys llegue a tiempo a Kimbolton. Pero no quiere que Catalina se reponga. No debería desear la muerte de ninguna criatura humana, lo sabe muy bien. La muerte es tu ama, tú no eres su señor; cuando pienses que está ocupada en otro sitio, echará abajo la puerta de tu casa, entrará y se limpiará las botas contigo.

Mueve sus papeles. Más crónicas de monjes que se pasan toda la noche sentados en la cervecería y vuelven tambaleándose al claustro al amanecer; más priores encontrados al pie de un seto con una prostituta; más oraciones, más peticiones; historias de clérigos despreocupados que no bautizan a los niños o que no entierran a los muertos. Los aparta. Ya es suficiente. Un desconocido le escribe (es un hombre viejo, a juzgar por la letra) para decir que la conversión de los mahometanos es inminente. Pero ¿qué clase de Iglesia podemos ofrecerles nosotros? A menos que haya un cambio radical pronto, dice la carta, los paganos estarán en una oscuridad mayor que antes. Y vos sois vicario general, señor Cromwell, vos sois el vicegerente del rey: ¿qué vais a hacer al respecto?

Él se pregunta: ¿hace trabajar el Turco a su gente tanto como Enrique me hace trabajar a mí? Si yo fuese un infiel súbdito suyo podría haber sido un pirata. Podría haber navegado por el Mediterráneo.

Cuando pasa al documento siguiente casi se echa a reír; alguien ha puesto ante él una cuantiosa concesión de tierras, del rey a Charles Brandon. Tierras de pastos y bosque, aulaga y brezo, y las mansiones esparcidas por ellas: Harry Percy, el conde de Northumberland, ha entregado esas tierras a la Corona como parte del pago de sus enormes deudas. Harry Percy, piensa él: le dije que le hundiría por su participación en el hundimiento de Wolsey. Y, vive Dios, no he tenido que sudar mucho; se ha destruido él mismo por su forma de vida. Sólo falta quitarle el condado, como juré que haría.

Se abre la puerta, discretamente; es Rafe Sadler. Él alza la vista, sorprendido.

—Deberías estar en tu casa.

—Oí que habíais estado en la corte, señor. Pensé que podría haber cartas que escribir.

—Repasa éstas, pero no esta noche. —Le entrega los documentos de las concesiones—. Brandon puede que no consiga muchos regalos de éstos este Año Nuevo.

Le cuenta a Rafe lo que ha pasado. El arrebato de Suffolk, la cara de asombro de Chapuys. No le cuenta lo que Suffolk dijo de que él no era adecuado para tratar los asuntos de sus superiores. Rafe mueve la cabeza y dice:

—Charles Brandon, estuve mirándole hoy… ¿Recordáis cómo solían alabarle como un hombre guapo? Hasta la hermana del rey se enamoró de él. Pero, ahora, con esa cara grande de losa que tiene…, tiene tanta gracia como una cacerola agujereada.

Rafe acerca un asiento bajo y se sienta pensando, los codos apoyados en el escritorio, la cabeza reposando sobre ellos. Están los dos acostumbrados a la compañía silenciosa del otro. Él aproxima más una vela y examina, ceñudo, más papeles, toma notas al margen. La cara del rey se alza ante él: no Enrique como era hoy, sino Enrique como era en Wolf Hall, volviendo del jardín, con una expresión aturdida, gotas de lluvia en la chaqueta. Y el círculo pálido del rostro de Jane Seymour a su lado.

Al cabo de un rato mira a Rafe:

—¿Estás bien ahí abajo?

Rafe dice:

—Esta casa siempre huele a manzanas.

Es verdad; Great Place está emplazada entre huertos de frutales, y el verano parece persistir en los desvanes donde se almacena la fruta. En Austin Friars los huertos son más toscos de momento, arbolitos nuevos sostenidos por estacas. Pero ésta es una casa vieja; fue en tiempos una casa de labranza, pero la reformó para su propio uso sir Henry Colet, padre del docto deán de Saint Paul. Cuando murió sir Henry, lady Christian acabó sus días aquí y luego, de acuerdo con el testamento de sir Henry, se entregó la casa al gremio de merceros. Él la tiene subarrendada por cincuenta años, lo que debería valer para toda su vida y luego para Gregory. Los hijos de Gregory pueden crecer envueltos en el aroma del horno, de miel y manzanas cortadas, uvas pasas y clavo.

—Rafe —dice—. Tengo que conseguir casar a Gregory.

—Haré un memorando —dice Rafe, y se ríe.

Un año atrás, Rafe no podía reír. Thomas, su primer hijo, había vivido sólo un día o dos después de haber sido bautizado. Rafe lo aceptó como un buen cristiano, pero le hizo más serio, y era ya un joven serio. Helen tenía hijos de su primer marido, pero nunca había perdido uno; se lo tomó muy mal. Este año, sin embargo, después de un parto largo y laborioso que la asustó, tiene otro hijo en la cuna, y le ha llamado también Thomas. Ojalá eso le traiga mejor fortuna que a su hermano; reacio como era a salir y enfrentarse al mundo, parece fuerte, y Rafe se ha relajado en la paternidad.

—Señor —dice Rafe—. He estado deseando preguntarlo. ¿Es ése su nuevo sombrero?

—No —dice él con gravedad—. Es el sombrero del embajador de España y del Imperio. ¿Quieres probártelo?

Una conmoción en la puerta. Es Christophe. No puede entrar de la forma ordinaria; trata la puerta como si fuese un enemigo. Tiene la cara aún negra de la hoguera.

—Hay aquí una mujer que quiere verle, señor. Muy urgente. No quiere marcharse.

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