Una vecina perfecta (19 page)

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Authors: Caroline L. Jensen

Tags: #Humor

BOOK: Una vecina perfecta
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—¡Bienvenidos! Dejadme decir que el cangrejo más suculento… ¡no está en ninguna fuente! —Le guiñó un ojo a la señora Bengtsson, con lo que el ama de casa sintió un repentino impulso de largarse y cambiarse de ropa. De vuelta a la casilla de salida. Se acabó la mujer de mundo.

—Bah, ni caso. Estás guapísima —dijo el señor Bengtsson en cuanto el anfitrión se fue a saludar al siguiente invitado—. Lo que pasa es que Ove es un poco… Bueno, ya sabes cómo es. No le hagas caso. —Aquella vez consiguió reprimir la risita, por lo que la señora Bengtsson se sintió un poco mejor y se fue a saludar a las demás esposas.

El vestido rojo era una forma de mostrar soberbia, el pecado del día. Sin duda estaba convencida de que el proyecto en sí ya le aseguraba haber cometido ese pecado capital, con todas las letras, pero le gustaba sentirse orgullosa, sí, soberbia, por su aspecto.

Se podría decir que el plan se había descarrilado un poco, por lo menos en un primer momento. Y gracias a Ove estaba segura de que no era sólo ella la que veía cierta similitud entre su aspecto y el de un cangrejo de río, chino y cocido. Una vez más se preguntó cómo diantre se había podido olvidar de un detalle así. En la invitación ponía claramente que era la Fiesta del Cangrejo y que los anfitriones invitaban a la comida y a las bebidas, además de proporcionar sombreritos, baberos y otras chorraditas. Quizá el hecho de que en la invitación hubiera tanto texto le podía servir de excusa. Pero, igualmente…

La señora Bengtsson no tenía ningún problema en hacer un poco el ridículo. En absoluto. Siempre y cuando ésa fuera la idea y ella estuviera preparada.

Un sombrero curioso, un delantal con una imagen divertida e incluso una nariz postiza… ¡Claro que se lo podía imaginar! Pero esto era diferente. Esto era demasiado sutil. Un vestido hasta los tobillos y de color rojo intenso. Con chal. Y el pelo rojo. En una Fiesta del Cangrejo.

Sintió un escalofrío y trató de quitarse el malestar tomándose de un solo trago la copa de bienvenida y luego yendo a por otra. En seguida se sintió mejor y se recolocó el sombrero con valentía. Si era un cangrejo, lo era y punto. ¡Pero sería un cangrejo sexy! Al salir de casa, el señor Bengtsson le había dicho que se parecía a Jessica Rabbit.

«Sí, señor. Soy Jessica Cangrejo, a su servicio», pensó sonriendo para sus adentros, y luego continuó la ronda de saludos con paso más decidido.

Las demás esposas eran lo bastante educadas como para no comentar su parecido con un crustáceo y correspondían a sus besos al aire con soltura y cordialidad. Quizá porque a todas ellas, para ser sinceros, podía criticárseles el ir demasiado arregladas para una Fiesta del Cangrejo —estilo urbanización de las afueras— o una descoordinación cromática similar a la suya. Estaban en fila en el jardín, debajo de las ristras de farolillos de papel de colores, y cuando Ove dio unos golpecitos en su copa para llamar la atención de todo el mundo y darles la bienvenida a los divertimentos de la noche, la señora Bengtsson iba ya con la tercera copa en la mano y sintiéndose más bienvenida que nadie.

El señor Bengtsson estaba al otro lado del jardín probando lo que su mujer llamaría un juguete pero que el sector masculino de la fiesta llamaba «un
putting green golf
para casa» —una alfombrilla de césped artificial para practicar los golpes—, y charlaba con alguien a quien recordaba como vendedor de la compañía de automóviles. Cuando su marido se inclinó hacia adelante, muy concentrado y haciendo oscilar el palo al lado de la bola, un pequeño michelín apareció de la nada y se le quedó suspendido por encima de la cinturilla. Un cachorro de michelín. Disimulado por la camisa del señor Bengtsson, pero aun así un michelín real. Le dio otro trago a la copa y se sintió un poco ofendida a posteriori. ¿Quién era él para reírse y hacer broma de su aspecto? El era muy consciente de que quien se había relajado después de su boda era él, en lo que al físico se refería. No ella. Bien sabía él que su esposa todavía era «una mujer deseable», mientras él, con los años, había ido pasando de caballero esbelto y elegante a hombre del montón, incluso rozando la invisibilidad. Dio un mal paso en la hierba, se le dobló un poco un tobillo e hizo una reverencia involuntaria.

Pues sí, no le quedaba más remedio que reconocer la realidad: eso era lo que le pasaba a su marido. Al final, la rabia que había sentido a flor de piel no fue a más, pero la señora Bengtsson se sintió un poco extraña. Nadie podía reprocharle al señor Bengtsson que no le dijera piropos cada dos por tres, y nunca era —a diferencia de ella— vanidoso de ninguna manera. Sin duda, era mejor que la mayoría de los hombres a la hora de mostrar su aprecio con frases bonitas sobre el aspecto de su mujer, a pesar de no ser nunca muy largas ni muy poéticas. A veces, ni siquiera eran palabras, sino gruñidos, silbidos o cachetes en el culo. Pero todos tenían el mismo significado en varios idiomas. Eso lo tenía claro. Así que ¿por qué, entonces, se había mosqueado un poco con él y su michelín?

«Te estás queriendo distanciar… —se oyó decir a sí misma al mismo tiempo que el discurso de bienvenida de Ove llegaba a su final—. No podrás serle infiel… ¿a menos que me distancie de él un poco?» Volvió a mirar a su marido, justo cuando la obediente bolita blanca caía en el hoyo y una lamparita verde se encendía como para confirmar su puntería. El señor Bengtsson levantó primero el puño en un gesto de victoria, después levantó una mano hacia los vendedores de coches y luego juntó las dos con una palmada por encima de su cabeza. Buscó con la mirada unos segundos antes de encontrar a su esposa. Besó el mango del palo de golf y sopló el beso en dirección a ella al tiempo que sonreía de oreja a oreja en una especie de triunfo a lo cromañón. Había sometido a la bolita de plástico, la había obligado a despeñarse en su madriguera, y su mujer lo había visto todo. Su sonrisa era amplia, y alzó la copa para brindar de lejos con su esposa. Ella levantó la suya y sonrió también.

«Pero ¿cómo me puedo distanciar de ti?»

—… Y ahora, damas y caballeros,
ladies and gentlemen!,
¡quiero que deis un fuerte aplauso a los invitados de honor de esta noche!

Ove terminó el discurso señalando con un gesto majestuoso la gran fuente que, a su señal, sacaron por la puerta de la terraza y colocaron en el centro de la mesa. Era una fuente gigante de plata rebosante de cangrejos. Diez kilos, calculó la señora Bengtsson, igual que los dos pobres que habían sacado la fuente. La mujer de Ove, que no era menos apasionada del hogar que nuestra querida ama de casa, había tenido mucho cuidado en que los cangrejos de la capa inferior estuvieran colocados de forma simétrica, y de modo que sus pinzas quedaran colgando por fuera del borde de la fuente, como unos flecos de lo más festivos. Flecos de carne muerta. Lo festivo que les parecería eso a los cangrejos era algo que nadie tenía intención de preguntar.

Cuando pusieron la fuente en la mesa, entre los invitados se oyeron varios «Ooh» y «Aah».

—Sí, dadles una cálida bienvenida, saboreadlos y procurad reunirlos de nuevo en el estómago con su amigo más especial tan pronto como podáis. ¡Ni que decir tiene que me refiero al aguardiente! —Ove se rió solo, les dio la bienvenida a todos una vez más y propuso un brindis. Cordial como era, la señora Bengtsson también brindó. Por supuesto. Una gota de sudor se abrió paso por debajo del sombrerito de papel que Ove llevaba en la cabeza y se deslizó por su pálida frente. Se secó con la corbata y le guiñó el ojo a Jessica Cangrejo.

Vio la luz: «Pues claro.»

¿Por qué se iba a distanciar del señor Bengtsson? Él no se lo había buscado. Tampoco era algo que ella quisiera, ni que estuviera segura de poder hacer.

«¿Por qué hacerlo todavía más difícil de lo que ya es? —pensó, viendo claramente que su frialdad debía dirigirse hacia el otro extremo—. ¿Acaso no deja de ser una infidelidad, aunque se desprecie al otro… al amante con quien te lo montas? ¿Aunque sólo sea un polvo? ¿Aunque en verdad no quieras? Y como nadie se traga la excusa de que no ha significado nada, tampoco es un requisito que signifique algo para que cuente como válido.» Decidió que estaba en lo cierto y le dedicó un brindis al cumpleañero.

No, no quería ser infiel. En su mundo era una cosa compleja y delicada, una amenaza a la propia relación. Por supuesto. Pero no había pensado en que podía hacerlo mucho más fácil que eso. «Sólo porque signifique mucho para Dios no tiene por qué significar mucho para mí. Se trata de cerrar los ojos y ponerse, sin esforzarse por disfrutar, sin el menor interés. Sí. Así de simple.»Siguió la corriente de los invitados hasta la mesa y observó complacida que los Ove los habían colocado a ella y su marido muy cerca de donde se sentaban ellos, pero cada uno con su propio vecino de mesa. Estar tan cerca de los anfitriones era muestra de su estatus en la fiesta, y la distribución le facilitaría el intento a la señora Bengtsson. O no. Pero por lo menos tantearía el terreno. En algún rincón del estómago sintió un vago cosquilleo de expectación, pero no se reprendía por ello (una aventura es una aventura).

Durante la cena aprovechó para, entre chuperreteos de las cabezas de cangrejo y chupitos de aguardiente, redescubrir esas pequeñas armas que una mujer tiene en su arsenal de flirteo. Armas que no había usado en mucho tiempo. Al menos no las más divertidas. Cierto que la parejita se llevaba bien. Seguramente mejor que la mayoría, habrían opinado todos. Y lo que opinaran los demás era lo único que contaba, no cómo estaban en realidad.

Pero el señor Bengtsson también vio, lógicamente, después de diecinueve años de matrimonio, que su esposa estaba interesada. Al fin y al cabo, esos trucos a los que una mujer recurre para hacer que un hombre perciba lo mismo los tenía un poco oxidados. Lo notaba. Y, por otro lado, también era un poco difícil: cada vez que se iba a pasar la mano por el pelo, juguetear con un mechón de forma seductora o reírse de alguna broma de Ove, tenía que detenerse. Una Fiesta del Cangrejo siempre equivale a juguillo de cangrejo, y a dedos apestosos y pringosos. Lo cual no invita mucho a pasárselos por el pelo. Pero en un par de ocasiones no le dio tiempo a reaccionar y no se dio cuenta del error hasta después de haber terminado el gesto de seducción, sintiéndose un poco asquerosilla. Pero, en cualquier caso, parecía funcionar. La esposa de Ove, que estaba sentada al otro lado de la mesa, tampoco parecía darse cuenta de nada, quizá debido a que ella también estaba entretenida en una especie de baile de cortejo con su vecino. Era casi como si estuviesen jugando al juego del teléfono, pero con intenciones cochinas. «Me voy a inclinar un poco más para que se me vea bien el escote, pásalo.» Se rió sola con la idea.

—¿Qué te hace tanta gracia?

Dio un respingo y se volvió hacia su marido, que no tenía para nada la cara que se había esperado. Tenía la expresión de un hombre que ha comprendido perfectamente las intenciones de su mujer.

—¿Cómo? ¿De qué hablas? —respondió la señora Bengtsson.

—¿Se puede saber qué estás haciendo? —La miró malhumorado y por un instante la señora Bengtsson se avergonzó de sus actos. Pero en seguida la invadió un sentimiento de agravio. «¿Qué estás haciendo?»…

—Vale ya. Sólo estoy siendo simpática. ¿Qué pasa, es que tienes veinte años o qué?

—No, la que parece que tenga veinte años eres tú, con ese comportamiento.

—¡Mi comportamiento! Esa sí que es buena. —Las cabezas de alrededor se volvieron hacia la señora Bengtsson y ella bajó la voz—. Mi comportamiento. ¿Y qué pasa con el tuyo? ¿Será que no puedo ser simpática? —Estiró el brazo para coger otro cangrejo mientras hablaba y hurgó en la fuente sin mirar—. Y tú, ¿qué haces? Por una vez que salimos para pasárnoslo bien juntos… Diecinueve años de matrimonio, por el amor de Dios… ¿Eh? ¡Aaaay!

De repente empezó a agitar la mano de forma frenética —instantes después de haber dicho «por el amor de Dios»— y se puso a chillar tan fuerte que todo el mundo se volvió hacia ella con los ojos como platos. Todos callados. Todos excepto la señora Bengtsson, que seguía chillando mientras intentaba liberarse del cangrejo que se había aferrado a la parte más carnosa de su pulgar. Y excepto Ove, que ya no podía resistirlo más y rompió a reír a carcajadas:

—¡Qué bueno!

Se levantó y frenó la agitación de la señora Bengtsson cogiéndole la mano mientras sus lorzas brincaban de la risa. Algunas risitas por aquí y por allá se sumaron a la guasa mientras Ove maniobraba con la pinza del cangrejo, que siguió agarrado unos segundos a la mano de la señora Bengtsson. Ella observaba ahora la escena sorprendida y con ojos un poco brillantes.

—¡Tachán! —gritó Ove, lleno de orgullo ante los reunidos cuando consiguió soltar a la criatura. La levantó hacia el cielo y zarandeó victorioso al pobre animal de ojitos negros, que no tenía la menor idea de cómo manejar la situación—. ¿Verdad que es divertido? He sacado la idea de internet. Coges un cangrejo vivo, lo pintas con pintauñas rojo y luego lo pones por en medio. ¡Y
voilà,
esto es lo que pasa! —Se dio unos golpes en las rodillas, riéndose, mientras otros invitados también se echaban a reír—. Tendrías que haberte visto la cara. Dios, qué divertido. ¿A que no te ha dolido mucho? —La miró mientras ella se frotaba el lugar donde se le había agarrado el cangrejo.

—No… —dijo mirándose la mano—, no mucho. Más que nada, el susto. Parecía cocido.

—¡Exacto! —Ove estalló de nuevo en carcajadas.

Luego encontró su chupito de aguardiente y lo levantó—. Por la señora Bengtsson, una persona cabal, o mujer, mejor dicho. Y por el cangrejo. ¡Salud!

Todos brindaron mirando a la señora Bengtsson, así que ella cogió su copita y bebió con ellos.

Ove dejó el cangrejo sobre la mesa y el animal emprendió un arduo camino. Primero se arrastró hasta el borde de la mesa, observó el abismo, aguantó la respiración y se tiró al vacío. Tras un aterrizaje bastante logrado husmeó el aire en todas direcciones con sus sensibles antenas y percibió el olor de un estanque con una pequeña cascada —un estanque de carpas— que no quedaba lejos. Unos cientos de metros. Durante dos días se estuvo arrastrando hasta que, por fin, llegó y se pudo deslizar con alivio dentro del agua.

Las carpas en seguida quedaron convencidas de que era una criatura sobrenatural que les había llegado de otro mundo, con ese color rojo tan bonito que tenía, por lo que lo proclamaron Rey del Estanque y compartieron con él la escasa comida que tenían. Allí pasó el resto de sus días, con un brillo majestuoso y chasqueando feliz las pinzas siempre que los peces se lo pedían. Sólo de vez en cuando echaba de menos su propia especie.

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