—¿Por qué?
—Bueno… el ayuntamiento es el que decide qué iglesias tienen que estar abiertas. Lo más seguro es que vaya usted los domingos a las once.
—Pero… ¿Y si quiero hablar con un pastor? O rezar o… sacrificar, estaba a punto de decir. Es que estoy leyendo el Viejo Testamento, ¿sabe? Pero… ¿Entonces? La iglesia no debería estar cerrada. Debería estar… abierta… ¿no?
—Sí, estoy de acuerdo, pero tendrá que quejarse al ayuntamiento. De hecho, le agradecería que lo hiciera. Pero si necesita hablar con un pastor le puedo dar el número.
—Tanto como necesitar… Sólo tenía un par de preguntas —dijo la señora Bengtsson sintiéndose extrañamente ofendida. Que si necesitaba hablar con un pastor. No, desde luego que no necesitaba hablar con uno. Aun así anotó el número para no parecer descortés y luego colgó frustrada el teléfono.
¡Cerrada! Hay que ver.
Para librarse de las hormonas de estrés sacó la aspiradora y la pasó enérgicamente por toda la casa sin dejar de mascar los chicles. Bueno, por casi toda.
Cuando terminó se sentía mejor y volvió a mirar por la ventana. En la casa de Rakel se había encendido la lámpara del recibidor. Por fin podría deshacerse un poco de lo que se le había ido cociendo por dentro desde que abrió la primera página de la Biblia.
A cámara rápida picó setas y verduras, y luego las puso a freír con unos trozos de carne para guisar. Después lo cubrió todo con caldo y lo metió al horno a ciento cincuenta grados. Por la época en la que estaban, las patatas aún tenían la piel fina, así que las cepilló un poco, las echó en una cacerola con agua y las dejó en remojo. En una hora volvería a casa, las herviría y terminaría de hacer el guiso, rápido y sencillo y, sobre todo, tendría tiempo de sobra para ir a ver a Rakel. Tiempo para ser guiada.
—Adelante. Adelante. He visto que venías, así que he encendido la cafetera —dijo Rakel.
«No claves la mirada. No preguntes», pensó la señora Bengtsson.
—Ehmm… Gracias. Sólo una taza, tengo que terminar de hacer la cena dentro de una hora.
«¡Deja de mirar!»
Para distraerse y no parecer aún más maleducada de lo que ya parecía clavando así los ojos en la chica, inspeccionó el grado de limpieza del recibidor y la cocina con un vistazo. Todo estaba perfecto, como de costumbre. ¡Mecachis! ¿Cómo se iba a relajar ahora?
—Acabo de volver de la tienda.
—Ah. He venido hace un rato y no había nadie en casa.
—No. Ya te he dicho que acabo de volver de la tienda.
—Sí.
Casi le parecía estar deseando que Rakel le hubiese abierto la puerta borracha y desnuda, al más puro estilo Noé, para que Jo más raro fuera que no reaccionase.
Esto era peor. Y que reaccionara así ante el cambio que veía se debía a que Rakel siempre había sido rematadamente sosa y gris. Un cambio que, siendo objetivos, era mínimo pero que en ella resultaba revolucionario. Y la señora Bengtsson no podía dejar de mirarla.
—Bonito, ¿verdad? —preguntó Rakel, quien naturalmente se había dado cuenta de que los ojos de su vecina se iban todo el rato a sus manos, y la invitó a pasar a la cocina.
«Bonito» quizá no era la palabra que ella habría empleado. Ella habría dicho… llamativo. Por el contraste, vaya. En la cabeza llevaba la misma diadema marrón aburrida de siempre. En la parte de arriba, una blusa de color beige con el último botón desabrochado (la señora Bengtsson no se dio cuenta de que se había quitado la cruz). En las piernas, unos vaqueros azules, ni ceñidos ni holgados. «Encargados por correo», pensó. Las gafas estaban en su sitio y bien limpias. Y entonces llegaban las manos.
—Eh… ¡Sí! Muy bonito —logró balbucear mientras Rakel le servía café. Aún las miraba fijamente.
—Gracias —dijo Rakel repicando en la taza con sus uñas nuevas y rojas con aspecto de garras—. Llevaba bastante tiempo pensando en ponerme unas postizas, pero no tenía claro si iban a pegar con mi estilo. ¡Pero quedan bien!
La señora Bengtsson tosió, y el trago que había dado y que ya estaba a medio camino volvió a su taza. ¿Qué podía decir?
—Mmm. Te quedan… diferente. Para ser tú. ¡Pero bien! ¡Muy, muy, muy bien! —Su cerebro trabajaba para encontrar otro tema de conversación—. ¡Así que estabas en la tienda! Pensaba que a lo mejor habrías ido a la iglesia, antes, cuando no estabas en casa. La verdad es que he cogido la bici y me he ido hasta allí. Pero ¿sabes qué? Estaba cerrada.
—Sí. —Rakel enarcó las cejas y soltó un leve suspiro—. En realidad siempre lo está.
—Yo pensaba que a lo mejor tendrías tu propia llave. Quiero decir… Ya sabes.
Rakel se llevó las manos a la cara y se acarició las mejillas con las uñas, produciendo un frufrú que recordaba al del plástico cuando lo arrugas. Luego las juntó con una ruidosa palmada que hizo que la señora Bengtsson estuviera a punto de volcar la taza.
—¡Así es! Cerrada. Siempre. Nadie en casa. —Soltó una carcajada y dio un sorbo.
La señora Bengtsson aún no había dejado de extrañarse. Había algo más. Es decir, al margen de la actitud rara de Rakel. Se comportaba de forma… normal. Sí, casi… Buscó la palabra. Casi… femenina.
Cuando la chica dejó la taza y le sonrió, también le llamó la atención que Rakel sonriera con la boca abierta, «como una persona normal», y los dientes de delante torcidos, que en verdad relucían blancos y en realidad eran monos. Curioso. Era como si la chica hubiese comprendido parte de lo que la hacía un poquito irritante y sosa, y estuviera tratando de arreglarlo. La cuestión era si así no acababa llamando más la atención.
«La gente debe ser como es y no puede transformarse de la noche a la mañana. A menos que sea siguiendo el consejo de una servidora, para que no me coja por sorpresa.»— ¿Querías algo en especial? —preguntó la pobre… No, ya no se la podía llamar así. La chica ya no inspiraba eso de «pobre», así que mejor: preguntó Rakel.
—Sí. La verdad es que tenía algunas dudas que he pensado que quizá me puedas ayudar a resolver.
—¿Sobre qué? —Rakel se inclinó expectante sobre la mesa, con la cabeza entre las manos, de forma que las uñas parecían llamas que le lamían la cara desde abajo.
—Pues, o sea… He empezado a leer la Biblia.
—¡Ay, qué bieeen! —dijo Rakel. En sus mejillas aparecieron unas medias lunitas blancas marcadas por una repentina presión de las uñas.
«¡No mires, no mires, no mires!» ¿De verdad la chica acababa de vomitar en la taza?
—Ehmm… Sí. Supongo. Pero hay algunas cosas que me cuesta entender.
—Me imagino. Nos pasa a todos. Es un libro… difícil. —Rakel se levantó y enjuagó la taza con movimientos nerviosos.
—Sí. Se me había ocurrido que a lo mejor podría preguntarte algunas cosas —dijo la señora Bengtsson, hurgó en el espacio vacío que tenía al lado y descubrió que se había dejado los apuntes en casa.
—¡Por supuesto! —Rakel estaba de pie junto a la encimera, de espaldas a la señora Bengtsson. Se volvió de repente y recogió también la taza de su vecina a pesar de que estaba medio llena—. Pero ahora estoy a punto de irme otra vez. Voy a la pelu. Estoy tan harta de esta diadema… Pero oye, ¿qué haces esta tarde?
—No, nada en particular. Pensaba estar en casa.
—¡Qué bien! Pásate cuando hayas dado de cenar a tu marido y hayas hecho todas esas cosas que haces y hablaremos. Mañana tengo libre, así que tráete una botella de vino. Ella… Quiero decir, yo no tengo ninguna en casa. —Y con su lenguaje corporal invitó a que la señora Bengtsson saliera de nuevo al recibidor.
—Sí. Vale. Me parece bien.
—¡Pues quedamos así! Hasta luego.
La puerta se cerró de golpe y la señora Bengtsson se dio cuenta de que estaba en la parte de fuera. Al cabo de medio segundo se volvió a abrir.
—¡Por cierto! ¿Has pensado que si me presentara a Tarzán le diría
Me, Rakel? Me-Rakel. ¿Lo pillas? Miracle.
¡Milagro! —Se rió—. Nos vemos luego.
Y cerró otra vez.
En un estado de
shock
catatónico la señora Bengtsson dio media vuelta y cruzó la calle hasta su casa. Iba a tomarse un vino. Por la tarde-noche. Con Rakel. Rakel
la Milagrosa.
Detrás de la puerta, la chica endemoniada vomitó un poco sobre el felpudo. Debía aprender a controlar eso un poco mejor. Con el reverso de la mano de Rakel se limpió la comisura de la boca y sonrió.
—Voy a llevarte por el buen camino, pequeño corderito —dijo entre dientes para sí. Luego abrió las páginas amarillas. Quería ponerse rizos, aprovechando que, por el momento, era una hembra.
—Pero no puede tener nada de malo —dijo el señor Bengtsson entre dos bocados del sabroso guiso— que haya empezado a salir un poco de su armadura. Tú siempre hablas de lo mona que es en realidad y de que debería arreglarse y… ¿cómo es aquello que dices?
—Emperifollarse —respondió.
—¡Eso! Emperifollarse. Exacto. Y ahora dices que ha hecho eso que llevas tanto tiempo sugiriendo y de repente… ¿no está bien?
—Pero es que lo que no entiendes es que era… cómo podría decirlo. Como si fuera otra persona. —La señora Bengtsson chafó su última patata en un poco de salsa y se la fue comiendo pensativa.
—¿Cómo puede ser? Has dicho que llevaba las uñas largas y rojas y… ¿qué más? Ah, sí, y que parecía contenta y sonreía mucho. Tampoco se puede decir que sea un cambio radical.
—Y que se iba a la peluquería.
—¡Vaya! En ese caso… Se convertirá en una persona completamente nueva se burlo él—. Entonces yo he estado casado con, déjame ver… —hizo como que contaba con los dedos— unas quinientas mujeres distintas en diecinueve años.
—No lo entiendes porque no tienes intuición femenina —dijo la señora Bengtsson levantándose para recoger la mesa.
—Cierto —respondió su marido, que hurgó entre los dientes y le dio un cachete en el culo cuando pasó por su lado.
—Sea como sea, dentro de un rato voy a ir a su casa con una botella de vino, a ver si me cuenta lo que ha pasado. La gente no cambia así a menos que le haya pasado algo.
—Mientras no llegues borracha y babeando a medianoche… Mañana me levanto más temprano porque nos toca hacer inventario. Así que aleja de mí tus manitas calientes de mujer embriagada o vuelve pronto. —Sonrió.
—Ya veremos —sonrió también la señora Bengtsson y le dio un beso—. De todos modos, hago contigo lo que quiero.
Él le respondió con un gruñido, pidió una cerveza y fue a sentarse delante del televisor.
Cuando el lavavajillas estuvo lleno y en marcha, la mesa limpia y su hombre colocado en su sillón, la señora Bengtsson se descubrió maquillándose. ¿Por qué? ¿Acaso se había convertido Rakel en una competidora como acababan siendo todas las mujeres en un momento u otro de la vida? ¿O por lo menos en una referencia para compararse, cosa que hasta ese momento no había sido? Eso parecía. Se puso una capa prudente, se peinó y hasta se cambió de ropa. Como sólo iba a cruzar la calle metió los pies en sus zapatillas de color rosa, cogió un
tetrabrik
de vino blanco y le dio un beso en la frente a su marido.
—Adiós, cariño. No me esperes despierto. Esto va a ser divertido. ¿Tú crees que se emborrachará?
Sus apuntes estaban preparados en el recibidor y los cogió al salir. Antes de que la puerta se cerrara oyó a su marido responderle con un gruñido aletargado por la tele.
Esta vez, cuando la puerta se abrió, le resultó mucho más sencillo soltar un montón de piropos. Por una parte ya se esperaba que la chiquilla Karlsson no fuera la de siempre y, por otra, tenía que reconocer que el peinado que se había hecho era de lo más chulo. Como nunca jamás había sido mancillada con productos químicos, se le veía una melena fuerte y que aguantaba la permanente de forma extraordinaria. Los rizos le habían quedado como quieren todas las mujeres cuando se hacen la permanente, aunque no suelen conseguirlos hasta al cabo de unos meses, cuando el pelo por fin se ha calmado: grandes y esponjosos. Además, se había hecho unas cuantas mechas rojas. Sí, muy chulo. Ahora las uñas tampoco le molestaban tanto, puesto que ya se las esperaba.
—¿Rojo? —dijo la señora Bengtsson en la puerta y le pasó el vino—. ¡Estás guapísima! Te queda muy bien.
—¡Gracias! Siempre me ha gustado este color —respondió Satanás—. ¡Pasa! —Se había puesto un pantalón de pijama de seda de color rojo, igual que la camisa, y unos calcetines gruesos de color gris—. Espero no parecerte demasiado informal. He estado a tope todo el día y me apetecía mucho ponerme algo cómodo. Por cierto, ¿qué te parece? —Hizo una pirueta—. Me lo he comprado en Åhléns, en el centro.
—También es bonito. Yo tengo la misma serie, pero el salto de cama y la bata.
—¡Anda! —Rakel se rió—. Yo no me he atrevido a tanto. Creo que esto es lo más provocativo que me he comprado nunca.
«Bravo —pensó Satanás—. No puedo dejar que sospeche demasiado. Hay que mantener un equilibrio. También debo hacer comentarios como los que haría Rakel.»— ¡Jiji! Entonces deberías ver mi armario. Te daría un patatús. —En cuanto lo dijo se arrepintió. Le había salido en un tono un poco descarado. Pero, por suerte, Rakel se rió y sacó dos copas.
—¿Nos sentamos en el sofá? He encendido unas velas para hacerlo más acogedor. No entiendo por qué hemos tardado tanto tiempo en quedar. Para hablar de cosas de chicas, digo.
«Pues porque apenas se te ha podido identificar como una», pensó la señora Bengtsson, pero dijo:
—Sí, es verdad.
Se sentó en el sofá, junto a la mesita lateral. ¿Era eso un ovillo de polvo? ¡Vaya que sí!
Por alguna razón, aquello fue como romper el hielo para la señora Bengtsson e hizo que, a sus ojos, Rakel, con toda su posesión diabólica, se volviera persona. Miró el pequeño ovillo, medio escondido debajo de la mesita. Este se meció, se movió un poco en una dirección imprecisa y, seguramente, sometió a un puñado de acáridos a un viaje de narices.
—Y hablando de cosas de chicas… —Cogió una copa llena hasta arriba y Rakel se sentó en la otra punta del sofá rinconero con las piernas recogidas.
—¿Sí?
—¿Has… conocido a alguien? Quiero decir, pareces tan… contenta y más… más femenina, no sé. —Quien no arriesga no gana.
—¡Ja ja! No, no he conocido a nadie. Pero estaba pensando en hacerme con un gatito.
—¿Ah, sí?
—Entiendo que se te haya pasado por la cabeza, pero la verdad es que llevaba mucho tiempo pensando en hacer esto. Por mí. Incluso yo me estaba cansando de tanto gris y beige y tanta moderación. Hay que vivir un poco, también, ¿verdad? —Sonrió.