Una vida de lujo (52 page)

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Authors: Jens Lapidus

Tags: #Policíaca, Novela negra

BOOK: Una vida de lujo
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El comisario cambió de postura.

—En segundo lugar, ha estallado una guerra dentro de la mafia yugoslava —susurró—. Desde el asesinato de Radovan, uno de sus hombres, Stefanovic Rudjman, se ha hecho cargo de una parte de las actividades. Al mismo tiempo, parece que la hija de Radovan, Natalie Kranjic, también quiere tomar las riendas del imperio. Hemos podido saber que esto significa que JW y Bladman tienen que decidir para quién quieren trabajar. Puede ser interesante. Como suelo decir: del caos nacen buenas operaciones policiales.

Hägerström escuchó. Ni siquiera estaba viendo la película.

—Tenemos que atar todos los cabos y terminar esta operación. Están haciendo grandes transferencias. El contable de la unidad de delitos económicos está viendo la estructura, y es como tú y yo ya hemos sospechado. Están moviendo grandes sumas ahora. De países que van a abandonar la discreción bancaria tras la presión de Estados Unidos y la Unión Europea a los Estados que siguen en la lista negra. Países en los que puedan continuar su actividad. Tenemos que dar el golpe en breve, no queda mucho tiempo.

Torsfjäll continuó hablando. Discutieron la operación. El fiscal ya estaba al tanto y había un grupo de investigación con cinco agentes que se dedicaban exclusivamente a analizar quiénes compraban los servicios de JW y Bladman. Nippe Creutz tenía una red de contactos importante dentro de su clase social. Bladman tenía otro, igual de grande, en el suyo. Hansén efectuaba las operaciones en el extranjero. JW era el cerebro que organizaba todo.

Al cabo de unos minutos, Torsfjäll se levantó.

Habían llegado a un acuerdo. Hägerström contactaría con él en cuanto supiera dónde estaban Javier y Jorge. A poder ser, él también debería estar con ellos. Todo por asegurar una detención eficaz.

—Tenemos que averiguar dónde esconden su segunda contabilidad —repitió Torsfjäll.

Hägerström quedó con Javier esa misma noche en un apartamento de una habitación en Alby que un colega del tío le había prestado. Pósteres de
Scarface
en las paredes y una colección de réplicas de pistolas y revólveres que pondría cachondo a cualquier adolescente obsesionado con las armas.

Practicaron el sexo en la estrecha cama.

En Bangkok habían hecho el amor varias veces al día. El resto del tiempo habían hablado y habían estado juntos. Claro que había muchas cosas que Hägerström no podía contarle por razones de seguridad, y Javier seguramente tampoco le contaba todo, pero, aun así, habían estado
cerca
el uno del otro allá abajo.

Aquí todo parecía más estresante. A Hägerström no le importaba tirarse a Javier, o que Javier se lo hiciera a él. Pero el contraste con Tailandia resultaba extraño. Aunque podría ser comprensible. Ya estaban en casa; salir juntos en público no era posible, ni para Hägerström ni para Javier.

Estaban tumbados en la cama. Javier estaba fumando un pitillo. Hägerström estaba de bajón.

—¿Sabes dónde está Jorge? —preguntó.

Javier hacía anillos de humo.

—Ni idea. Tendrá que ocuparse de sus asuntos y volver después. Yo también pienso volver enseguida. Solo he venido para tomarme un respiro, ¿sabes? ¿Tú qué vas a hacer?

—Ya he terminado con lo mío en Tailandia. Me quedo aquí.

—¿Por qué no vuelves conmigo, aunque sea una semana?

—Ya veremos. No sale gratis la cosa. Por cierto, ¿tienes el número de Jorge?

—No. El colega está obsesionado con la seguridad. Puede que ni siquiera tenga móvil ahora mismo. ¿Por qué quieres hablar con él?

Hägerström había contado con que le hiciera esa pregunta.

—No soy yo el que quiere hablar —dijo—. Son los tailandeses, están venga lloriquear sobre la compra de la cafetería. Ya se echaron atrás una vez, pero conseguí que se subieran al tren de nuevo. Ahora quieren dejarlo otra vez. ¿No puedes tratar de localizarlo?

Al día siguiente, Hägerström fue a Lidingö. Había llamado a su abogado nada más llegar a Suecia para pedirle que tratara de solicitar una oportunidad de ver a su hijo. Anna se mostró inusualmente complaciente. Tal vez fuera su manera de agradecer que Hägerström no había dado guerra durante más de cuatro semanas seguidas. En los últimos años, las amenazantes cartas de los abogados, las reuniones de evaluación y las vistas en los tribunales habían estado a la orden del día. Por no hablar de todos los SMS y correos electrónicos subidos de tono entre Hägerström y Anna cada vez que tenían que fijar la hora para recoger y llevar al niño.

Recogió a su hijo en el cole. Fueron al parque preferido de Pravat. Solo hacía dos grados en la calle. Jugaron a indios y vaqueros. Hägerström deseó que hubieran podido estar jugando en Tailandia.

Pravat le habló del colegio. Leía. Dibujaba. Escribía letras.

Hablaron sobre qué serpientes eran las más largas y de si Spiderman sabía volar o si solo era que se le daba especialmente bien saltar.

Después del parque fueron a casa de Hägerström. Pidieron pizza y cenaron delante del televisor. Hägerström trató de enseñar al chaval que no masticara con la boca abierta, que tapara la boca con el brazo y que no pusiera los codos sobre la mesa. Se sentía como su madre.

Al día siguiente recibió un SMS de Javier. «Ya lo tengo».

Hägerström le llamó.

—Soy yo.


My friend
, he hablado con tanta gente que ni te lo puedes imaginar.

—De puta madre.

—Con su vieja, con su hermana, que estaba hasta las tetas de él. He hablado con Rolando, un colega de antes que lleva una auténtica vida de nueve a cinco. Incluso he podido hablar con un viejo colega del trullo de J-boy, Peppe.

—¿Y?

—Y tengo un número.

—Eres un ángel, en más de un sentido. Llámale y dile que quiero verle cuanto antes. Los tailandeses quieren abandonar. Tenemos que hablar.

Hägerström estuvo pensando en terminar la conversación con un beso. Se arrepintió enseguida. No es que hubiera indicaciones de que el teléfono de Javier estuviera pinchado, pero si lo estuviera habría problemas.

La noche siguiente. La cafetería para taxistas Koppen de la calle Roslagsgatan. Abierta todos los días de la semana, veinticuatro horas al día. La sopa de garbanzos y los
crêpes
de los jueves tenían fama de ser excelentes. Se decía que la decoración del interior no había cambiado desde 1962. Se decía que las máquinas de Jack Vegas daban suerte a los taxistas cansados que hubieran tenido pocos clientes. A partir de las doce de la noche, el personal permitía fumar.

Eran las doce y media. La cafetería estaba medio vacía. Dos hombres con chupas de cuero de taxista estaban sentados sobre los taburetes altos junto a las máquinas tragaperras. Detrás del mostrador había un hombre gordo con una red en el pelo. Tenía la boca medio abierta. La expresión en su cara no irradiaba inteligencia, precisamente.

El hombre de la barra podría ser latinoamericano. Tal vez fuera por eso por lo que Jorge había querido quedar justo allí.

Hägerström pidió un café de poli normal y se sentó junto a una de las mesas.

Fuera, al otro lado de la esquina, en coches aparcados por la zona y en un piso del edificio al otro lado de la calle, había cantidad de policías. La unidad de asalto estaba preparada, lista para detener a dos de los hombres más buscados del país ahora mismo.

Hägerström se había puesto en contacto con Torsfjäll nada más enterarse del lugar del encuentro.

Pasara lo que pasase con la Operación Ariel Ultra, al menos habrían conseguido algo. La detención de dos profesionales del crimen que habían cometido el peor atraco del año y causado una invalidez pemanente a un guardia. Esto mandaría una señal clara a los gamberros, y a todos aquellos nenes de los suburbios que quisieran ser como los gamberros. No merece la pena. La policía siempre acaba ganando.

Al mismo tiempo, Hägerström tenía una bola en el estómago. La confusión no había cesado desde que volviera a casa. Ahora estaba siete veces peor. Con su actuación, él conseguiría que detuvieran a Javier y lo más probable era que le sentenciaran a una larga condena. El propio Hägerström se encargaría de que nunca más lo volviera a ver.

Era asqueroso.

Se abrió la puerta. Fuera llovía. Javier entró en la cafetería. Tenía el pelo empapado. Gotas de agua corrían por su cara y la barba rala. Miró a Hägerström, guiñándole un ojo.

Hägerström cerró los ojos durante unos segundos; esto era demasiado.

Cuando volvió a levantar la mirada, Javier estaba en el mostrador, pagando una botella de Coca-Cola Zero.

Se dio la vuelta.

—Qué, H, ¿has estado por aquí alguna vez? Ven, te presento a Andrés. Un compatriota.

Hägerström verificó sus sospechas. El hombre que trabajaba en la cafetería era latinoamericano. Parecía que Javier estaba colocado; iba a resultar fácil detenerlo.

Jorge entró por la puerta cinco minutos más tarde. Llevaba una cazadora cortavientos negra y un pantalón de chándal oscuro. En la espalda llevaba una mochila y estaba completamente empapado.

Jorge se dirigió directamente a la mesa de Hägerström y Javier, sin pedir nada en el mostrador.

No hacía falta que Hägerström notificara a alguien que Jorge había llegado. La unidad de asalto tenía al menos cinco tíos en la calle con
walkies
ocultos que ya habrían comunicado el mensaje de que el águila había aterrizado.

Jorge y Hägerström se dieron la mano de la manera habitual. Jorge giró el brazo y chocó la palma contra la de Javier, de la manera del cemento.

Javier sonrió.

—Wazzup
?
[70]

Jorge se sentó.

—¿Y qué coño haces tú aquí?

Parecía que el comentario le daba igual a Javier. Estaba realmente fumado.

—Tú volviste a casa, ¿no? ¿Por qué no iba a poder venir yo?

—Ya sabes por qué.

—Pero Mahmud ya ha salido. No tengo por qué seguir haciendo de niñera. Él se las arregla solito ahí abajo. ¿Sabes las ganas que tenía el tío de ver algo que no fueran enfermeras?

—Escucha, tú haz lo que quieras, pero yo voy a largarme dentro de unos días. Ya no me responsabilizo de ti. Si te están buscando y te quedas aquí, acabarán pillándote tarde o temprano. ¿Te enteras?

Hägerström estaba sorprendido. Nunca habían hablado de sus problemas tan abiertamente delante de él.

Jorge se giró hacia Hägerström.

—Bueno, chapitas, ¿querías hablar conmigo sobre el negocio?

—Los vendedores han vuelto a llamar, quejándose. ¿Ya tienes el dinero?

—Sí, ya lo tengo.

—Guay, entonces no hay problemas.

—Solo hay un problema, pero de eso se va a ocupar JW —dijo Jorge.

Parlotearon unos segundos.

Se oyeron gritos desde la puerta.

Hägerström sabía más o menos lo que iba a suceder ahora.

Cuatro polis de asalto, vestidos de negro, entraron corriendo. Pasamontañas enfundados y cascos sobre sus cabezas. Chalecos antibalas del modelo más grueso. MP5 con miras láser, listos para disparar, en las manos.

—¡Estáis detenidos, al suelo los tres! —gritaron.

Capítulo 48

N
atalie se manchó los pantalones de sangre. Pequeñas manchas en las rodillas. Tal vez desaparecieran en la lavadora. Le daba igual; si no, tendría que tirar los pantalones. Había que hacer lo que fuera preciso. De ahora en adelante iba a haber más manchas de sangre.

Se sentó sobre una silla de plástico. Cerró los ojos. En su cabeza vio las imágenes de los últimos días.

Melissa todavía no se había puesto en contacto con ellos el domingo. Natalie esperó hasta el lunes. Llamó por la noche desde dos números de teléfono distintos. El teléfono de Cherkasova estaba apagado, no había buzón de voz. Trató de llamar otra vez el martes. Pidió a Sascha que le enviara un SMS. Lo mismo; cero respuestas.

Entonces decidió ir a su casa.

Ahí fuera: los bloques de viviendas en un lado de la calle, un instituto grande enfrente. Solna: no era un suburbio de gueto como los territorios al sur o más adelante en la línea azul del metro. No era un barrio para gente bien como donde vivía Natalie o las demás urbanizaciones de chalés del norte. Solna: un punto intermedio. Como helado de vainilla. Como leche semidesnatada. Como Kungsholmen en relación con Östermalm y Söder.

Adam se unió a ella y Sascha en la calle.

Tenía unas profundas ojeras.

—Llevo en el coche desde las cinco de la tarde de ayer —dijo—. No la he visto ni entrar ni salir.

—Ya veremos —dijo Natalie. Tenía un mal presentimiento. Una pequeña bola en el estómago.

Adam se sabía el código del portal. Abrió la puerta.

No había ascensor. Subieron por las escaleras.

Natalie tocó el timbre. Esperaron.

Silencio en el piso.

Volvió a tocar el timbre.

Llamaron a la puerta.

Adam puso el oído contra la madera.

—No se oye ni un ruido ahí dentro. Igual está dormida.

Volvieron a llamar a la puerta.

No pasó nada.

Adam tocó la manilla.

La puerta estaba abierta.

Esto no tenía buena pinta.

Adam, como un auténtico madero de comando: sacó la pistola y la sujetó con las dos manos.

Esto tenía una pinta muy jodida.

Entraron.

Natalie estaba en el vestíbulo, mirando a su alrededor. Echó un vistazo a la sala. Los cojines del sofá y los DVD estaban en el suelo. Una estantería estaba tumbada. Las cortinas, en el suelo. Libros de bolsillo, fotografías enmarcadas, muñequitas, ceniceros y cajetillas de cigarrillos, esparcidos por toda la habitación. Incluso un cartón de pizza estaba hecho pedazos.

Joder.

Sascha la llamó desde la cocina.

—Por aquí le han dado un buen meneo a todo. Pienso que no deberíamos tocar nada.

Ella dio unos pasos hacia la cocina.

Oyó la voz de Adam. Sonaba débil.

—Natalie, ven aquí.

Estaba en el dormitorio. Ella se dio la vuelta y se dirigió allá. La bola del estómago creció hasta el tamaño de una naranja.

Las cortinas estaban echadas. La luz era débil. Todos los cajones de los armarios estaban tirados. Tops, faldas, medias y bragas por el suelo. Olía raro. Melissa estaba en la cama con una manta ensangrentada echada encima. Tenía una especie de trapo metido en la boca.

La muerte la había pintado con sus propios tonos; un retrato para nada halaguëño. Todo el color había desaparecido de su cara. Todo el brillo había desaparecido de su piel. Todo lo dulce había desaparecido de sus ojos. Melissa tenía una expresión asustada la primera vez que Natalie la persiguió. Pero el terror que se veía en sus ojos ahora era otra cosa. Fuera cual fuese el aspecto de la muerte, no le había resultado agradable a Melissa Cherkasova. Estaba segura al cien por cien.

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