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Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

Universo de locos (12 page)

BOOK: Universo de locos
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Se sentó en una pequeña mesita para uno, al lado de la pared, y estudió el menú. Podía escogerse entre una docena de platos y todos menos tres le eran conocidos. Aquellos tres eran todos artículos caros al pie del menú:
Zot marciano a la Marseille
,
krail asado con salsa de kapi
y
gallina de la Luna
.

El último plato, si Keith entendía bien, significaba gallina lunar. Algún día, pensó, iba a comer gallina lunar,
zot
marciano y
krail
asado, pero en aquel momento tenía demasiada hambre para hacer experimentos. Pidió un bistec con huevos fritos.

El bistec con huevos fritos tenía la ventaja de que no necesitaba concentrarse en la comida. Y mientras comía leyó los dos últimos capítulos del
Esquema de la historia
.

H. G. Wells era muy claro respecto a la guerra interplanetaria. Él la veía puramente como una guerra de conquista, con la Tierra como agresora.

Los habitantes de la Luna y de Venus se habían mostrado amistosos y explotables, y habían sido explotados. La inteligencia de los altos y rojos Lunans estaba al nivel de la de un salvaje africano, aunque los Lunans eran mucho más dóciles. Se convertían fácilmente en excelentes obreros y aún mejores mecánicos, una vez que habían sido iniciados en los misterios de la mecánica. Los más laboriosos entre ellos ahorraban el sueldo para poder hacer un viaje de turismo a la Tierra, pero nunca se quedaban; una o dos semanas era el máximo de tiempo que podían permanecer en la Tierra sin enfermar. Por la misma razón no era posible utilizarlos en la Tierra, y estaba prohibido por la ley, después de que miles de ellos habían muerto a los pocos meses de haber sido importados para trabajar como obreros. El promedio de vida de un Lunan era de unos veinte años en la Luna. En el resto del sistema solar (Tierra, Venus, Marte, Calisto) ninguno había podido vivir más de seis meses.

Los venusinos, aunque de una inteligencia similar a la de los terrestres, eran de una naturaleza completamente distinta. Interesados únicamente en la filosofía, las artes y las matemáticas abstractas, habían recibido con agrado a los terrestres, ávidos de un intercambio de ideas y de culturas. No poseían una civilización tecnológica, ni ciudades, ni casas, ni máquinas, ni armas.

Pocos en número, eran nómadas que, aparte de la intensa vida cerebral, vivían tan primitivamente como los animales. No ofrecieron ninguna resistencia y toda clase de ayuda (excepto trabajo) a la colonización y explotación de Venus por el hombre. La Tierra había establecido cuatro colonias allí, con poco menos de un millón de personas entre las cuatro.

Pero Marte había sido algo diferente.

Los marcianos tenían la estúpida idea de que no querían ser colonizados. Pronto se vio que tenían una civilización por lo menos igual a la nuestra, excepto que no habían descubierto aún los viajes interplanetarios, posiblemente debido a que, como no llevaban vestidos, no habían inventado la máquina de coser.

Los marcianos habían recibido a los primeros enviados de la Tierra grave y cortésmente (los marcianos lo hacían todo gravemente, pues no tenían sentido del humor), pero les habían aconsejado que regresaran a su planeta y se quedaran allí. La segunda y tercera expedición habían sido completamente exterminadas a su llegada a Marte.

Y aunque habían capturado los navíos espaciales en que habían llegado las expediciones (excepto la primera), no se habían preocupado de usar o copiar aquellas máquinas. No sentían el menor deseo de abandonar Marte, bajo ninguna circunstancia. Era un hecho, señalaba Wells, que nunca un marciano había abandonado la superficie de Marte vivo, ni aun durante la guerra interplanetaria.

Unos pocos de ellos, que habían sido capturados vivos y embarcados en naves con destino a la Tierra, con fines de demostración y estudio, habían muerto aun antes de que los navíos abandonaran la delgada atmósfera de Marte.

Aquella falta de deseo o incapacidad para vivir fuera de su propio planeta aunque no fuese más que unos breves minutos, se extendía a los animales y a las plantas marcianas. Ni un solo ejemplar de la fauna o flora de Marte adornaba los parques zoológicos o jardines botánicos de la Tierra.

De manera que la llamada guerra interplanetaria había tenido por único campo de batalla la superficie de Marte. Había sido una amarga lucha en la que la población de Marte fue diezmada varias veces. Al fin habían capitulado, antes del exterminio total, y permitido la colonización de su planeta por los terrestres.

De todos los planetas y sus satélites en el Sistema Solar, sólo cuatro contenían vida inteligente: la Tierra, Marte, Venus y la Luna. Saturno estaba habitado por una extraña vida vegetal y unas cuantas de las lunas de Júpiter tenían plantas y animales salvajes.

El hombre había encontrado su rival (una raza de seres inteligentes, agresivos y colonizadores) solamente cuando se extendió más allá de las fronteras del Sistema Solar. Los arturianos habían conocido el medio de trasladarse a través de los pliegues del espacio durante siglos y fue sólo por casualidad (porque la galaxia es extremadamente grande) que aún no habían visitado los planetas del Sol. Cuando supieron de nuestra existencia por medio de un encuentro casual cerca de la estrella Próxima Centauri, se dedicaron inmediatamente y con ansia a remediar su olvido.

La guerra actual con Arcturus era, por parte de la Tierra, una guerra defensiva, aunque utilizaba todas las tácticas ofensivas que podía. Y era una guerra equilibrada, ya que los sistemas defensivos de ambas partes eran lo suficientemente fuertes como para impedir una acción ofensiva sostenida. Sólo en raras ocasiones podían los navíos combatientes penetrar las barreras defensivas y causar daños.

Debido a la afortunada captura de unas cuantas naves arturianas al principio de las hostilidades, la Tierra había superado rápidamente el atraso tecnológico de varios siglos con el que había empezado la guerra.

Y en aquel momento, gracias al genio y a la dirección de Dopelle, la Tierra llevaba una ligera ventaja en algunos terrenos, aunque básicamente la guerra era aún una guerra de desgaste.

¡Dopelle! Otra vez encontraba ese nombre. Keith dejó el libro de H. G. Wells y, empezó a sacar
La historia de Dopelle
del bolsillo cuando se dio cuenta de que hacía ya rato que había terminado de comer y que no tenía excusa para seguir sentado allí.

Pagó la cuenta y salió a la calle. La escalinata de la Biblioteca Pública, al otro lado de la calle, era tentadora. Podía ir allí y seguir leyendo.

Pero tenía que pensar en su empleo.

¿Trabajaba para la Compañía Borden (en este nuevo mundo) o no?

Si trabajaba allí haber faltado la mañana de un lunes podía ser algo perdonable. Faltar el día entero podía ser una falta grave.

Y ya era más de la una.

¿Debería hacer una llamada telefónica primero y tratar de conseguir toda la información posible antes de presentarse en persona? Parecía lo más lógico, dadas las circunstancias.

Entró en la cigarrería de la esquina. Había una corta fila de personas esperando delante de la casilla del teléfono. Aunque le molestaba esperar en la fila, le daba una oportunidad de aprender cómo se manejaban los aparatos telefónicos públicos en un país donde no existían las monedas. A medida que cada uno de los que habían ya telefoneado abandonaba la casilla, iba a la caja y abonaba en billetes el importe que aparecía en un dial situado en la parte superior de la cabina del teléfono. Luego de pagar, el cajero apretaba un botón y el dial se volvía a poner en cero.

Probablemente había un registro como ese en la casilla del teléfono de aquel bar en Greeneville, y él no se había dado cuenta. Y ya que no había completado la llamada, el dial había seguido en cero, sin indicar ningún importe a pagar.

Afortunadamente ninguno de los que estaban delante de él en la fila tenían llamadas largas que hacer y pudo llegar al teléfono en breves minutos.

Marcó el número de la Compañía de Publicaciones Borden dándose cuenta mientras lo hacía que debía haber mirado el número primero en la guía; podía ser o no ser el mismo número que él conocía de siempre.

Pero una voz que sonaba como la de Marion Blake, la encargada de recepción, dijo:

—Publicaciones Borden.

—¿Está el señor Winton en la oficina?

—No, señor, el señor Keith Winton no se encuentra aquí en este momento. ¿Quién lo llama, por favor?

—No importa. Llamaré mañana.

Keith colgó rápidamente antes de que pudieran hacerle más preguntas. Esperaba que ella no le hubiera reconocido la voz.

Pagó medio crédito en la caja, y se dio cuenta entonces de que podía haber sacado mayor provecho de aquel medio crédito. Debería haber preguntado si Keith Winton había salido a almorzar o estaba fuera de la ciudad o si sabían dónde estaba. Pero ahora ya era demasiado tarde a menos que quisiera volver a esperar en la fila de personas que deseaban telefonear.

De repente sintió una gran prisa por marcharse de allí e ir a la oficina y enterarse de todo, sin importarle lo peligroso que pudiera ser para él.

Anduvo rápidamente las pocas cuadras que lo separaban del edificio de la Compañía Borden, una alta construcción dedicada nada más que a oficinas de la Compañía.

Tomó el ascensor, y cuando salía respiró profundamente.

VII. Un cóctel Calisto

Estaba delante de la hermosa y bien conocida puerta de las oficinas, que siempre había admirado tanto. Era una puerta de estilo muy moderno, que daba la sensación de ser una enorme pieza de cristal con un tirador niquelado de diseño futurista. Las bisagras o estaban escondidas o eran invisibles. El letrero
Publicaciones Borden, Inc.
estaba ligeramente por debajo de la altura de los ojos, en letras niqueladas, pequeñas y sencillas, suspendidas dentro del grueso cristal

Keith tomó el pomo con mucho cuidado, como siempre lo hacía, procurando no manchar con los dedos aquella hermosa lámina transparente, abrió la puerta y entró en el despacho.

Allí estaba el mismo mostrador de caoba, los mismos cuadros (escenas de caza) y los mismos muebles. Y desde luego, la misma pequeña y bien formada Marion Blake, con su pelo negro peinado alto, sentada en la misma mesa de mecanógrafa-recepcionista. Era la primera persona conocida con quien se encontraba desde… ¿solamente desde las siete de la tarde de ayer? Le parecía que habían transcurrido semanas. Por un momento deseó saltar por encima del mostrador y abrazar a Marion Blake.

Hasta ese momento había visto cosas y lugares conocidos, pero ninguna persona familiar. Era verdad que el pie de imprenta de la revista
Historias sorprendentes
(al precio de 2 cr.) le había hecho saber que la Compañía Borden aún existía y que seguía sus negocios en el mismo lugar que él conocía, pero ahora se daba cuenta de que no había acabado de creerlo hasta que vio con sus propios ojos que Marion Blake seguía siendo la recepcionista.

Por un segundo, la escena familiar de ella en aquel lugar, y el hecho de que todo lo demás que lo rodeaba en aquella oficina estaba tal como él lo recordaba le hizo dudar de la veracidad de los recuerdos de las últimas dieciocho horas.

No podía ser, sencillamente no podía…

Pero Marion lo estaba mirando, y no había en aquel rostro la menor señal de que lo hubiera reconocido.

—¿Sí? —preguntó ella, un poco impaciente.

Keith tosió. ¿No lo conocía o es que estaba haciéndole una broma?

Volvió a toser.

—¿Está el señor Winton en la oficina? Quisiera hablar con él, por favor.

Eso podía pasar como una broma para responder a la de ella; si ahora Marion sonreía él podría sonreír también.

Pero ella dijo:

—El señor Winton ha salido y no regresara ya hoy, señor.

—¡Ah! ¿Y el señor Borden? ¿Está en su despacho? —dijo Keith.

—No, señor.

—¿Está Bet… la señorita Hadley?

—No, señor. Casi todo el mundo se ha marchado a la una. Es nuestra hora de cierre este mes.

—La hora de este... ¡Oh! —Se contuvo antes de pronunciar las palabras que lo delatarían como ignorante de algo que debía saber sin duda alguna—. Lo había olvidado —concluyó la frase, un poco torpemente. Se preguntó por qué la una de la tarde sería la hora de cierre normal, y por qué este mes precisamente.

—Entonces volveré mañana —dijo—. Pero ¿cuál será la mejor hora para encontrar al señor Winton?

—Alrededor de las siete —dijo ella.

—Las si... —Volvió a detenerse antes de terminar. ¿Habría Marion querido decir las siete de la tarde o de la mañana? Tendría que ser de la mañana. A las siete de la tarde sería casi la hora de la Niebla Negra. Y entonces adivinó la respuesta; era tan sencilla que se extrañó cómo no se había dado cuenta mucho antes.

Era natural que las horas de trabajo fuesen diferentes en una ciudad sometida a la Niebla Negra, una ciudad donde la muerte imperaba en las calles después de oscurecer, una ciudad sin una vida nocturna normal. Las horas de trabajo tenían que ser diferentes a fin de proporcionar a los empleados un poco de descanso y esparcimiento.

Las cosas tenían que ser muy diferentes cuando uno tenía que estar en su casa antes del anochecer, probablemente bastante antes, con el fin de contar con un margen de seguridad. Las horas de trabajo serían de las seis o siete de la mañana (una hora después que la luz del sol disolvía la Niebla Negra) hasta la una o las dos de la tarde. Y de esa forma las gentes podrían tener las tardes libres, en compensación de las noches, para poder resolver sus asuntos particulares.

Desde luego, tenían que haberse organizado de ese modo. Se extrañó de no haberlo pensado cuando estaba leyendo el libro sobre la Niebla Negra.

Se alegró de que las cosas fuesen así, porque eso significaba que Broadway no estaba tan muerto como había creído al principio. Habría teatros, bailes y conciertos, pero serían por la tarde y no por la noche. Los clubs nocturnos serían ahora clubs vespertinos.

Todo el mundo estaría seguro y metido en su cama a las siete u ocho de la tarde, y dormiría hasta las cuatro o cinco de la mañana, de modo que podrían estar levantados y vestidos cuando amaneciese.

Y dado que la salida y la puesta del sol no eran a las mismas horas durante todo el año, los horarios de trabajo tendrían que ser variados de acuerdo con las estaciones. Esto explicaba por qué la una de la tarde era la hora de cierre este mes. Probablemente las horas de cierre eran iguales para todos, porque Marion esperaba que él lo supiera y se había sorprendido ante su ignorancia.

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