Authors: Brian Lumley
Krakovitch lo vio venir, sólo con unos segundos de anticipación. Éste era su don: precognición, ver de antemano. En situaciones como ésta, era tan valioso como la telepatía; casi pudo sentir cómo se contraían los músculos del sargento.
—Si hace eso —dijo rápida y serenamente, mirándolo a los ojos—, sí que lo someterán a consejo de guerra.
Gulhárov se mordió el labio, cerró y abrió un puño, sacudió la cabeza y dio un paso atrás.
—¿Cree realmente que tomaría en vano el nombre del jefe del Partido?
El sargento sacó una caja de cerillas del bolsillo y se la tendió. Se apartaron del reguero de
avgas
. Entonces Krakovitch encendió los cigarrillos, resguardó la llama con la mano hasta que toda la cerilla estuvo ardiendo y, por último, la arrojó sobre el surco letal en la nieve.
Unas llamas azules, casi invisibles, saltaron hacia el camión situado a treinta metros de distancia. La nieve del bosquecillo se fundió bajo aquel súbito e intenso calor. Y el camión ardió con un destello cegador de fuego y de brillante luz azulada.
Los dos hombres se echaron atrás y observaron cómo rugían y se elevaban las llamas. Podían oír los chasquidos, silbidos y estallidos del cargamento de antiguos cadáveres, que parecían arder perfectamente.
Volved al lugar del que vinisteis, amigos
, pensó Krakovitch;
ahora nadie podrá volver a molestaros
.
—Vamos —dijo en voz alta—. Vayámonos de aquí antes de que estalle el depósito de gasolina.
Corrieron torpemente sobre la nieve, en dirección al
cháteau
. Aunque parezca extraño, la explosión del depósito no se produjo hasta que estuvieron a la sombra del edificio y el camión no era más que una cascara ardiente. Al oír el estruendo y sentir ligeramente la onda expansiva, se volvieron a mirar atrás. La cabina, el chasis y la carrocería habían quedado destrozados, y fragmentos encendidos caían sobre la nieve; un hongo de humo y llamas se desplegaba a gran altura sobre las copas de los árboles. Asunto terminado…
Krakovitch habló por vez primera por teléfono con su intermediario, una voz anónima que parecía muy poco interesada en lo que él estaba diciendo, pero que era precisa y cortante cuando pedía más información, y acabó diciendo:
—Ah, tengo aquí un nuevo ayudante, el sargento Sergei Gulhárov, del cuartel de intendencia y transportes de Serpukhov. Lo he retenido. ¿Puede usted hacer que sea destinado de modo permanente al
château
? Es joven y vigoroso y tengo mucho trabajo para él.
—Sí, lo haré —fue la fría y clara respuesta—. ¿Dice que será su factótum?
—Y mi guardaespaldas, en caso necesario —dijo Krakovitch—. Físicamente, yo no valgo gran cosa.
—Muy bien. Veré si es posible que reciba instrucción de protección militar. Y también sobre armas, si hace falta. Desde luego, podríamos ahorrarnos trabajo proporcionándole un profesional…
—No —dijo con firmeza Krakovitch—. Nada de profesionales. Éste me servirá. Es muy ingenuo, y eso me gusta. Es agradable.
—Krakovitch —dijo la voz—, necesito saber una cosa. ¿Es usted homosexual?
—¡Claro que no! ¡Ah! Ya veo. No; lo necesito de veras, y parece tan marica como un soldador de astillero. Le diré por qué lo quiero aquí precisamente ahora: porque estoy solo. Si usted estuviese aquí, sabría lo que eso significa.
—Sí, me han dicho que ha tenido usted que capear un buen temporal. Está bien, deje eso en mis manos.
—Gracias —dijo Krakovitch, y cortó la comunicación.
Gulhárov estaba impresionado.
—¿Sólo esto? —dijo—. Tiene usted mucho poder, señor.
—Lo parece, ¿verdad? —Krakovitch sonrió con cansancio—. Escuche, me caigo de sueño, pero tenemos que hacer otra cosa antes de que pueda echarme a dormir. Y deje que le diga que, si cree que lo que ha visto era muy desagradable, ¡lo que va a ver es mucho peor! Venga conmigo.
Lo condujo entre el caos de habitaciones destrozadas y cascotes amontonados, desde el patio cubierto hasta el edificio primitivo y principal y, después, por dos tramos de escalera desgastada por el tiempo, al interior de una de las dos torres gemelas. Era aquí donde había tenido Gregor Borowitz su despacho, que Dragosani había convertido en su sala de control aquella noche de horror.
La escalera estaba mellada y ennegrecida, con pequeños fragmentos de metralla, balas de plomo chafadas y casquillos de cobre tirados en todas partes. El olor a cordita era todavía fuerte en el aire. Debía de ser de las granadas arrojadas desde arriba cuando atacaron la torre. Pero nada de esto había detenido a Harry Keogh y a sus tártaros. En el segundo rellano, la puerta de un pequeño antedespacho estaba abierta. La habitación había servido de oficina al secretario de Borowitz, Yul Galenski. Krakovitch lo había conocido en persona: un hombre más bien tímido, un oficinista sin talento extrasensorial. Un simple empleado.
De bruces en el rellano, entre la puerta abierta y la barandilla de la caja de la escalera, yacía un cadáver con uniforme de servicio del
château
, bata gris, con una sola raya amarilla en diagonal sobre el corazón. No era Galenski (éste había sido el único «paisano» del lugar), sino el oficial de guardia. El cuerpo estaba absolutamente plano sobre el suelo, en un gran charco de sangre. Más plano de lo que hubiese debido estar. Y es que quedaba muy poco de lo que había sido la cara; sólo una masa aplastada.
Krakovitch y Gulhárov pasaron con cuidado sobre el cadáver y entraron en la pequeña oficina. Detrás de una mesa, junto a un rincón, se hallaba sentado Galenski, con las manos apretadas sobre una espada curva y herrumbrosa que sobresalía de su pecho. La fuerza de la estocada había sido tal que el hombre había quedado clavado en la pared. Todavía tenía los ojos abiertos, pero no había espanto en ellos. En algunas personas, la muerte anula toda emoción.
—¡Virgen Santa! —murmuró Gulhárov.
Nunca había visto nada parecido. Ni siquiera había combatido jamás como soldado, por ahora…
Cruzaron una segunda puerta y entraron en lo que había sido el despacho de Borowitz.
Era espacioso, con grandes ventanas a prueba de balas, abiertas en el muro redondeado de la torre y con vistas a los bosques lejanos. La alfombra estaba quemada y manchada aquí y allá. En un rincón había una mesa maciza de roble, que recibía luz de las ventanas y protección de la pared de piedra que había detrás de ella. En cuanto al resto de la habitación, todo eran escombros… ¡y una pesadilla!
Una radio destrozada había vertido sus entrañas sobre el suelo; las paredes parecían picadas de viruelas y la puerta estaba astillada por los impactos de las ráfagas de balas; el cuerpo de un joven vestido al estilo occidental yacía donde había caído, detrás de la puerta, casi partido por la mitad por el fuego de ametralladora. Estaba pegado al suelo con su propia sangre. Era el cuerpo de Harry Keogh: nada agradable a la vista; pero no había miedo ni dolor en el blanco e ileso semblante.
En cuanto a la pesadilla, yacía apoyada en la pared, al otro lado de la habitación.
—Boris Dragosani —dijo Krakovitch, señalándolo—. Creo que lo que tiene clavado en el pecho es lo que lo controlaba.
Cruzó con cautela la estancia para mirar lo que quedaba de Dragosani y de su criatura parásita; Gulhárov se quedó detrás de él: no quería acercarse demasiado.
Las dos piernas de Dragosani estaban rotas y torcidas en ángulos extraños. Los brazos pendían junto a la pared hasta el zócalo, con los codos a poca distancia del suelo, los antebrazos en un ángulo de noventa grados y las manos sobresaliendo mucho de los puños de su chaqueta. Eran como garras, grandes, vigorosas y rapaces, inmovilizadas en el último espasmo. Su cara tenía un rictus de agonía, empeorado por el hecho de que aquello era a duras penas una cara humana, y todavía más por la raja que hendía el cráneo de oreja a oreja.
¡Pero
su cara
…!
Las mandíbulas de Dragosani eran largas como las de algunos grandes perros de caza, y la boca abierta mostraba unos dientes curvos y afilados. El cráneo era deforme, y las orejas, puntiagudas y pegadas a las sienes. Los ojos eran pozos rojos, sobre una nariz larga y arrugada y aplastada, con unas fosas abiertas, como el pico retorcido de un enorme murciélago. Esto era lo que parecía: parte hombre, parte lobo, parte murciélago. Y lo que estaba clavado en su pecho era aún peor.
—¿Qué… qué es eso? —preguntó, jadeante, Gulhárov.
—¡Que Dios me ampare! —Krakovitch sacudió la cabeza—. ¡No lo sé! Pero vivía dentro de él. Sólo salió al final.
El tronco de aquella cosa tenía la forma de una sanguijuela gigantesca, de unos cuarenta y cinco centímetros de longitud, pero acabada en una cola. No tenía patas; parecía pegada al pecho de Dragosani por succión, y era sostenida allí por una afilada astilla de la culata de una ametralladora; la piel era de un verde grisáceo y estaba arrugada. Gulhárov vio que la cabeza, plana como la de una cobra —pero sin ojos, ciega—, yacía a poca distancia sobre la alfombra.
—Es… como una enorme lombriz —dijo Gulhárov, con el horror pintado en su semblante.
—Algo así —asintió, ceñudo, Krakovitch—. Pero inteligente, malvada, letal.
—¿Por qué hemos subido aquí? —La nuez de Gulhárov subía y bajaba—. Hay cincuenta millones de lugares más agradables que éste.
El rostro de Krakovitch estaba pálido y contraído. Comprendía perfectamente lo que sentía Gulhárov.
—Hemos subido aquí porque tenemos que quemar eso —dijo.
De nuevo le había advertido su talento que tanto Dragosani como su simbionte
debían
ser totalmente destruidos. Miró a su alrededor y vio un alto archivador de acero junto a la pared, a un lado de la puerta. El y Gulhárov extrajeron los estantes y lo convirtieron en un ataúd metálico. Lo pusieron boca arriba y lo arrastraron hacia Dragosani.
—Usted levántelo de los hombros, yo le agarraré los muslos —dijo Krakovitch—. Cuando lo hayamos metido aquí, cerraremos la puerta y lo llevaremos abajo. Con franqueza, no me gusta tocarlo. Lo tocaré lo menos posible. Esta forma tiene que ser la mejor.
Levantaron con cuidado el cadáver, lo pasaron por encima del borde del archivador y lo depositaron dentro. Gulhárov fue a cerrar la puerta del archivador y se le interpuso la astilla saliente. La agarró con ambas manos… y el aviso mental fue como un puñetazo en el corazón de Krakovitch.
—¡
No toque eso
! —gritó, pero demasiado tarde.
Cuando Gulhárov arrancó el trozo de madera, aquella especie de sanguijuela sin cabeza cobró vida. Su repugnante cuerpo, parecido al de una babosa, empezó a agitarse frenéticamente, de modo que casi salió del archivador. Al mismo tiempo, su piel correosa se abrió en una docena de sitios, proyectando tentáculos protoplásmicos que se retorcían y vibraban en una especie de agonía insensata. Estos seudópodos azotaron los lados del archivador, se encogieron y se posaron sobre el cuerpo de Dragosani. Atravesaron la ropa y la carne muerta y se hundieron en ella. Brotaron más del cuerpo principal; formaron lengüetas, que se engancharon en la carne de Dragosani. Uno de los tentáculos encontró la cavidad torácica y pronto adquirió el diámetro de la muñeca de un hombre; los demás disolvieron sus lengüetas, soltaron sus presas, se encogieron y siguieron al tentáculo mayor dentro del cuerpo. Con un chasquido final, todo aquel organismo quedó encerrado en el cuerpo de Dragosani. El tronco de éste empezó a moverse y a palpitar dentro del archivador.
Mientras ocurría todo esto, Gulhárov se había alejado y saltado sobre la mesa, desde donde gritaba obscenidades casi inarticuladas y temblaba como una mujer. Señalaba algo. Krakovitch, casi paralizado por la impresión y el horror, vio que la plana cabeza de cobra de la criatura-sanguijuela, vibraba sobre el suelo, agitándose como una platija fuera del agua. Lanzó un grito de asco y empezó a ganarlo el pánico; pero se sobrepuso y logró alejar el terror. Por último, cerró la puerta del archivador y corrió el cerrojo.
Agarró un cajón metálico que habían sacado de aquél y gritó:
—Bueno, ¡
ayúdeme
!
Gulhárov bajó de la mesa. Todavía tenía la astilla en la mano, se aferraba a ella como a una muerte inexorable. Empujando con ella la móvil cabeza, y sin dejar de maldecir en voz baja, consiguió al fin meter aquella cosa en el cajón de Krakovitch. Este lo tapó con un estante y Gulhárov trajo un par de pesados libros para asegurarlo. Tanto el archivador como el cajón temblaron y se sacudieron durante unos segundos más, y al fin quedaron inmóviles.
Krakovitch y Gulhárov se miraron como un par de fantasmas, ambos jadeantes, blancos como el papel y con los ojos desorbitados. Entonces, Krakovitch gruñó, alargó un brazo y dio una bofetada al otro.
—¿Guardaespaldas? —gritó—. ¡Vaya un guardaespaldas! —Lo abofeteó de nuevo—. ¡
Al diablo con usted
!
—Yo… lo siento. No sabía qué…
Gulhárov temblaba como una hoja, parecía que iba a desmayarse.
Krakovitch se calmó. Difícilmente podía censurarlo.
—Está bien —dijo—. Está bien. Ahora escuche: quemaremos la cabeza aquí. Lo primero, ahora mismo. Vaya a buscar
avgas
, deprisa.
Gulhárov salió, tambaleante. Pero regresó en un tiempo récord con un bidón. Deslizaron el estante encima del cajón, dejando una pequeña abertura, y vertieron
avgas
. No hubo movimiento en el interior del cajón.
—¡Basta! —dijo Krakovitch—. Un poco más, y la explosión sería infernal. Vamos, ayúdeme a arrastrar el archivador a la otra habitación.
Volvieron al cabo de un momento y Krakovitch abrió los cajones de la mesa de Borowitz. Encontró lo que buscaba: un pequeño ovillo de cordel. Cortó un trozo de tres metros, lo mojó con
avgas
, e introdujo con cuidado una punta en la abertura del cajón metálico. Después tendió el cordel sobre el suelo, en línea recta, en dirección a la puerta, y tomó las cerillas de Gulhárov. Encendió la mecha y los dos se taparon los ojos.
Un fuego azul se propagó por el suelo y saltó dentro del cajón. Hubo un sordo estampido, y el estante, los libros y todo lo demás se estrelló contra el techo y volvió a caer. El cajón de metal era un infierno en el que bailaba y saltaba la plana cabeza de serpiente; pero no por mucho tiempo. Al combarse el cajón por el calor, y ennegrecerse e inflamarse la alfombra debajo de aquél, aquella cosa se hinchó, se abrió y empezó a licuarse. Y, entonces, también ella ardió. Pero Krakovitch y Gulhárov esperaron un minuto más antes de apagar el fuego.