Vampiros (58 page)

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Authors: Brian Lumley

BOOK: Vampiros
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—¡Caballeros!

Los tres se volvieron y lo vieron. Quint y Krakovitch lo reconocieron al momento y se quedaron pasmados.

—¿Qué diablos pasa aquí? —rió, levantando el detonador para que lo viesen— Alguien se ha olvidado de hacer la conexión, ¡pero yo la he hecho por él!

Dejó la caja en el suelo y levantó la palanca.

—¡Por el amor de Dios, tenga
cuidado
con eso!

Carl Quint alzó los brazos a modo de advertencia y salió tambaleándose de las ruinas.

—Quédese donde está, señor Quint —gritó Dolgikh. Y después, en ruso—: Krakovitch, tú y ese estúpido capataz acercaos a mí. Y nada de trucos, o haré volar en pedazos a tu amigo inglés y a Gulhárov.

Hizo dar dos vueltas a la derecha a la manija en forma de T. El detonador estaba ahora armado; sólo faltaba apretar la palanca y…

—¿Está loco, Dolgikh? —le gritó a su vez Krakovitch—. Estamos aquí para un asunto oficial. El jefe del Partido…

—… es un viejo idiota —terminó Dolgikh por él—. Lo mismo que tú. Y serás un idiota muerto si no haces exactamente lo que yo te diga. Ven aquí y trae contigo a ese pesado ingeniero. Usted, Quint, señor espía inglés, quédese donde está.

Se levantó y sacó la pistola y la cuerda de nailon. Krakovitch y Volkonsky habían levantado las manos y salían despacio de las ruinas.

En la próxima fracción de segundo, Dolgikh supo que algo andaba mal. Sintió un golpe de metal caliente en la manga, antes de oír el chasquido de la pistola de Sergei Gulhárov. Pues, cuando los otros se habían dirigido a las ruinas, Gulhárov se había detenido en una espesura para satisfacer una necesidad natural. Y lo había visto y oído todo.

—¡Tira la pistola! —gritó ahora, corriendo hacia Dolgikh—. ¡La próxima bala te dará en el vientre!

Gulhárov había sido adiestrado, pero no tanto como Theo Dolgikh, y carecía del instinto homicida del agente. Dolgikh cayó de nuevo de rodillas, estiró el brazo armado en dirección a Gulhárov, apuntó y apretó el gatillo. Gulhárov estaba casi encima de él. También él había disparado de nuevo. Su bala había errado por unos centímetros, pero la de Dolgikh había dado en el blanco. El proyectil de punta achatada se llevó la mitad de la cabeza de Gulhárov. Éste, muerto instantáneamente, se detuvo en seco, dio otro paso adelante y se derrumbó como un árbol talado… ¡precisamente encima del detonador y de su palanca!

Dolgikh se tumbó de bruces y sintió una cálida ráfaga de viento al abrirse las puertas del infierno a cien metros de distancia. Un estruendo ensordecedor golpeó sus oídos y resonó furiosamente en ellos. No había visto la explosión inicial, ni las otras simultáneas, pero al posarse el surtidor de tierra y de guijarros y dejar el suelo de temblar, levantó la mirada… y vio el resultado. En el lado más apartado de la garganta, las ruinas del castillo de Faethor se alzaban casi como antes, pero, en el más próximo, habían quedado reducidas a escombros.

Humeaban cráteres donde los cimientos del castillo se habían incrustado en la montaña. Un corrimiento de esquistos y pedazos de roca se vertía todavía desde el acantilado sobre el ancho y mellado saliente, enterrando profundamente las últimas huellas de los secretos que habían anidado allí. Y de Krakovitch, Quint y Volkonsky…

Nada en absoluto. La carne no es tan dura como la roca…

Dolgikh se levantó, se sacudió el polvo y apartó el cuerpo de Gulhárov del detonador. Después lo agarró de las piernas y lo arrastró hasta las ruinas humeantes y lo arrojó al abismo. Un «accidente», un verdadero accidente.

Al volver atrás, el hombre de la KGB enrolló lo que quedaba del cable; también recogió la pistola de Gulhárov y el detonador. A medio camino de la cornisa, donde ésta era más estrecha, arrojó todas aquellas cosas al oscuro y rumoroso barranco. Todo había terminado. Antes de volver a Moscú, tendría que inventar una excusa, una razón de que la presunta «arma» de Gerenko, fuera lo que fuese, hubiese dejado de existir. Una lástima.

Pero, por otra parte, Dolgikh se felicitaba de que al menos la mitad de su misión se hubiese cumplido con éxito. Y de manera muy satisfactoria…

Las ocho de la tarde en el
château
Bronnitsy.

Iván Gerenko dormía un sueño ligero en una litera de su despacho privado. Allá abajo, en el esterilizado laboratorio de lavajes de cerebro, Alec Kyle dormía también. Al menos, su cuerpo; pues, como ya no tenía una mente, difícilmente podía decirse que fuese Kyle. Mentalmente, había sido estrujado hasta convertirlo en un pellejo. La información que había dado a Zek Föener había sido extraordinaria. Si ese Harry Keogh hubiese vivido, habría sido un terrible enemigo. Pero, atrapado en el cerebro de su propio hijo, ya no era problema. Más tarde, tal vez, cuando el niño se convirtiese (si es que llegaba a convertirse) en hombre…

En cuanto al INTPES, Föener conocía ahora toda la maquinaria de la organización. Nada permanecía secreto. Kyle había sido el controlador, y todo lo que él había sabido lo sabía ahora Zek Föener. Por eso, al desmontar los técnicos sus instrumentos y dejar el cuerpo de Kyle desnudo y despojado incluso de su instinto, se había apresurado a informar a Ivan Gerenko de algunos de sus hallazgos… y de uno en particular.

El padre de Zekintha Föener era alemán oriental. Su madre había sido griega, de Zakinthos, a orillas del Jónico. Cuando ésta murió, Zek se fue a vivir a Posen con su padre, que trabajaba en parapsicología en la universidad. Él había confirmado inmediatamente las facultades psíquicas que sospechaba que tenía su hija desde pequeña. Había informado de su talento telepático al Colegio de Estudios Parapsicológicos de la Brasov Prospekt, de Moscú, que lo había citado para que acudiese con Zek, a fin de someterla a pruebas. Así era cómo había ingresado en la Organización E, donde pronto se había convertido en un elemento inestimable.

Föener tenía un metro setenta y cinco de estatura, y era delgada, rubia y de ojos azules. Sus cabellos brillaban y saltaban sobre sus hombros cuando andaba. Su uniforme del
château
se le ajustaba como un guante, acentuando las delicadas curvas de su figura. Subió la escalera de piedra del despacho de Krakovitch (no, se corrigió, de Gerenko), entró en la antesala y llamó firmemente a la puerta interior cerrada.

Gerenko oyó la llamada, se despertó y se incorporó trabajosamente. Débil como estaba, se cansaba pronto; dormía a menudo, pero poco. El sueño era una manera de prolongar una vida que los médicos le habían dicho que sería corta. Era una ironía cruel: los hombres no podían matarlo, pero lo mataría su propia fragilidad. Teniendo sólo treinta y siete años, parecía tener sesenta, y era como un mono encogido. Pero seguía siendo un hombre.

—Adelante —dijo resollando y llenando de aire los frágiles pulmones.

Al otro lado de la puerta, mientras Gerenko acababa de despertarse, Zek Föener había quebrantado una norma. Era una regla no escrita del
château
que los telépatas no debían espiar deliberadamente las mentes de sus colegas. Esto estaba muy bien y era justo en circunstancias y condiciones normales. Pero, en esta ocasión, había fuertes anomalías, cosas que Föener debía aclarar a su satisfacción.

Ante todo, la manera en que Gerenko se había
apoderado
literalmente de las funciones de Krakovitch. No era como si lo sustituyese, sino que, en realidad, se había instalado allí… de modo permanente. Föener apreciaba a Krakovitch y se había enterado por Kyle de la vigilancia a que los había sometido Theo Dolgikh en Génova; Kyle y Krakovitch habían estado trabajando juntos en…

—¡Adelante! —repitió Gerenko, rompiendo la cadena de los pensamientos de ella, pero no antes de que todo hubiese adquirido un sentido.

La ambición de Gerenko estaba clara en su mente, clara y fea. Y su
intención
de emplear aquellas… aquellas Cosas que Krakovitch se había empeñado noblemente en destruir…

Zek respiró hondo y entró en el despacho, mirando fijamente a Gerenko, que yacía en la oscuridad de su litera, apoyado sobre un codo.

El hombre encendió la lámpara de la mesita de noche y pestañeó para acomodar los débiles ojos a la luz.

—¿Sí? ¿Qué pasa, Zek?

—¿Dónde está Theo Dolgikh? —preguntó ella, sin andarse con rodeos ni cumplidos.

—¿Qué? —parpadeó Ivan—. ¿Ocurre algo malo, Zek?

—Tal vez muchas cosas. He dicho…

—Ya he oído lo que has dicho —saltó él—. ¿Y a ti qué te importa donde esté Dolgikh?

—Lo vi por primera vez, contigo, la mañana en que Félix Krakovitch partió para Italia, y
después
de que éste se marchase —respondió ella—. Entonces estuvo ausente hasta que trajo a Alec Kyle aquí. Pero Kyle no trabajaba contra nosotros. Colaboraba con Krakovitch. Por el bien del mundo.

Gerenko sacó con cuidado las endebles piernas de la litera y las posó en el suelo.

—Sólo hubiese debido trabajar para el bien de la URSS —dijo.

—¿Como tú? —replicó ella al punto, cortante la voz como un cristal roto—. Ahora sé lo que estaban haciendo, camarada. Algo que había que hacer, en bien de la seguridad y la cordura. No para ellos, sino para la humanidad.

Gerenko se puso en pie. Llevaba un pijama de niño y parecía quebradizo como una ramita al dirigirse a su enorme mesa.

—¿Me estás acusando, Zek?

—¡Sí! —Estaba furiosa, implacable—. Kyle era adversario nuestro, pero, personalmente, no nos había declarado la guerra. No estamos en guerra, camarada. Y lo hemos asesinado. No; tú lo has asesinado… ¡en aras de tus propias ambiciones!

Gerenko se subió a un sillón, encendió la lámpara de encima de la mesa y la enfocó con ella. Después juntó las manos y sacudió la cabeza, casi tristemente.

—¿Me acusas? Y sin embargo, tú has participado en esto. Tú has exprimido su mente.

—¡No! —Dio un paso adelante. Tenía la cara contraída por la cólera—. Yo no hice más que leer sus pensamientos a medida que fluían de él. Tus técnicos lo exprimieron.

Aunque parezca increíble, Gerenko rió entre dientes.

—Necromancia mecánica, sí.

Ella golpeó la mesa con la mano plana.

—¡Pero él no estaba muerto!

Los labios arrugados de Gerenko se torcieron en una sonrisa burlona.

—Lo está ahora, o es como si lo estuviese…

—Krakovitch es fiel, y es ruso —dijo ella, dispuesta a no callarse—. Y también quieres matarlo. ¡Y eso sería realmente un asesinato! ¡Tienes que estar loco!

Y era verdad. Pues las deformaciones de Gerenko no eran solamente corporales.

—¡Ya…
basta
! —ladró él—. Y ahora escúchame, camarada. Hablas de mi ambición. Pero, si yo soy poderoso, Rusia lo será también. Sí, porque los dos somos uno. ¿Y tú? Tú no has sido rusa el tiempo suficiente para saberlo. ¡La fuerza de este país está en su gente! Krakovitch era débil y…

—¿Era?

Le temblaron los brazos al inclinarse hacia delante, blancos los nudillos sobre el borde de la mesa.

El comprendió de pronto que aquella mujer era muy peligrosa. Haría un último esfuerzo.

—Escucha, Zek. El jefe del Partido es viejo y débil. No vivirá mucho tiempo. Pero el próximo jefe…

—¿Andropov? —Abrió mucho los ojos—. Puedo leer en tu mente, camarada.
¿Es
esto lo que nos espera? ¿Ese bruto de la KGB?
¡El hombre a quien llamas ya tu amo!

Gerenko entrecerró de pronto los ojos cansinos, que ahora brillaron de furor.

—Cuando Brézhnev se haya ido…

—¡Pero no se ha ido aún! —gritó ella ahora—. Y cuando se entere de esto…

Eso fue un error, y grave. Ni siquiera Brézhnev podía perjudicar a Gerenko; no personalmente, no físicamente. Pero podía hacerlo… desde lejos. Podía hacer que pusiesen una trampa en el piso oficial de Gerenko en Moscú. Y una vez puesta, nadie intervenía, sino que todo funcionaba automáticamente. O Gerenko podía despertarse una mañana y encontrarse entre rejas… ¡y entonces se olvidarían de darle de comer! Su talento tenía ciertas limitaciones.

Se levantó. Con su mano infantil, empuñaba una pistola que había sacado de un cajón de la mesa. Su voz era un susurro.

—Ahora me escucharás —dijo— y te diré exactamente cuál es la situación. Primero: no hablarás a nadie de este asunto, ni volverás a mencionarlo. Juraste guardar secreto sobre todo lo concerniente al
château
. Si faltas a tu juramento, ¡te destrozaré! Segundo: dices que no estamos en guerra. Pero te falla la memoria. Los agentes británicos declararon la guerra a la Organización E hace nueve meses. ¡Y estuvieron a punto de destruirla por completo! Tú eras entonces nueva aquí; estabas en alguna parte, de vacaciones con tu padre. No viste nada de aquello. Pero deja que te diga que si ese Harry Keogh estuviese todavía vivo…

Hizo una pausa para cobrar aliento y Föener se mordió la lengua para no decirle la verdad: que Harry Keogh
estaba
todavía vivo, pero indefenso.

—Tercero —prosiguió Gerenko al fin—, podría matarte ahora mismo, y nadie me interrogaría acerca de ello. Si lo hiciesen, les diría que hacía tiempo que sospechaba de ti, les diría que tu trabajo te había vuelto loca y que me habías amenazado y amenazado a la Organización E. Tienes toda la razón, Zek: el jefe del Partido confía mucho en la organización. La aprecia. Bajo el viejo Gregor Borowitz, le sirvió muy bien. ¿Qué pasaría si una loca anduviese suelta por ahí, amenazando con causarle un daño irreparable? Desde luego, ¡tendría que matarla! Y lo haré si no prestas atención a lo que te digo. ¿Crees que alguien creería tu acusación? ¿Dónde están las pruebas? ¿En tu cabeza? ¿En tu cabeza
hueca
? Oh, es posible que te creyesen, pero ¿qué pasaría entonces? ¿Crees que me quedaría sentado, dejando que te salieses con la tuya? ¿Y lo toleraría Theo Dolgikh? Aquí lo pasas bien, Zek. Pero hay otros trabajos en otros lugares de la URSS para una joven fuerte como tú. Después de tu… ¿rehabilitación?, sin duda encontraría uno para ti…

Hizo otra pausa y guardó la pistola. Vio que había conseguido lo que quería.

—Ahora sal de aquí, pero no abandones el
château
. Quiero un informe de todo lo que has sabido de Kyle. Todo. El informe inicial puede ser breve, esquemático, y lo necesito para mañana al mediodía. El definitivo tendrá que ser minucioso: deberá contener hasta los detalles más ínfimos. ¿Comprendido? —Ella se quedó mirándolo, se mordió el labio.

—¿Y bien?

Por fin ella asintió con la cabeza, pestañeó para contener unas lágrimas de frustración, giró sobre sus talones. Cuando iba a salir, él dijo, suavemente:

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