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Authors: Juana Salabert

Velodromo De Invierno (19 page)

BOOK: Velodromo De Invierno
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Y se acercó a ellas y dijo: «Señora Landerman, creo que este chico suyo ha tenido un accidente, si puede darme alguna muda, si le queda algo para él... Vamos, Herschel, arriba los corazones, como dicen esos suertudos de Radio Londres. Arriba los corazones y Viva Francia.»

Con esa maldita luz de sima o de pintura infernal no lograba discernirle el color de los ojos y además se le daba un ardite el color de sus ojos... Y entonces fue ella quien empezó a volverse loca, quien empezó a gritar cual demente «tú sí que vivirás, tú sí que vivirás, tú sí que vivirás», sin saber exactamente a quién se estaba dirigiendo; si a Emmanuel Vaisberg, que cogía en brazos a su hermano con el cuidado de un guardián que traslada una cerámica antiquísima de una sala a otra dentro de un museo vacío, si al muerto sin brazos que ahora ostentaba los, de pronto muy nítidos, rasgos de su padre en el fresco pintándose en su mente a toda velocidad, o al niño que despertaba de su siesta española en una cuna sin barrotes, y le preguntaba, con su extraña voz de adulto: «¿Y ahora adonde vamos, di?»

1992 IV

—Es verdad que fui un crío solitario... En cierto modo, y después de haber leído su manuscrito, tengo la sensación de haber sacado bastantes rasgos del carácter de su hermano... Del otro Herschel, del primero, quiero decir. Del que hubiera debido ser mi tío.

En esa ocasión fue él quien me obligó a quedarme un día entero en la cama. Había aprovechado mi aturdimiento para avisar al médico del hotel, y éste nos aseguró que no ocurría nada, yo necesitaba simplemente veinticuatro horas de descanso, podía recetarme unas píldoras, si eso me tranquilizaba... No, nada de píldoras, farfullé enojado, teníamos mucho quehacer por delante como para perder el tiempo en inútiles curas de sueño, ya me iría a un balneario al siguiente milenio...

De todos modos, el médico dejó una receta sobre el escritorio, y Herschel cerró la puerta a sus espaldas riéndose como loco, «menudo rabión que resultaste ser, Miranda». Adujo que por meterme al cuerpo una sola de esas malditas píldoras no iba a convertirme en un adicto a los somníferos y tranquilizantes como su madre, y salió en busca de una farmacia. Pasé todo el día durmiendo. Y al otro día lo llamé bien temprano y nos fuimos al despacho de los abogados y concertamos desde allí la cita con el notario para la siguiente mañana.

—No es que me diesen miedo los otros niños, ni que detestase su compañía... Pero me gustaba estar solo. Y era tímido, además. A vos sí que no me lo imagino tímido de chico, Sebastián.

—Seguro que no, aunque quién sabe... Ha pasado demasiado tiempo.

Le pregunté si le gustaba la ciudad, esperaba que ayer no se hubiera pasado las horas muertas a la cabecera de mi cama de viejo, atento a mis ronquidos y al ritmo de mis pulsaciones como un enfermero novato, ¿habría salido a dar algún paseo, al menos? Tampoco había venido exactamente a hacer turismo, repuso, y después asintió, sí, había salido unas horas, deambuló por la antigua judería y comió en el puerto viejo, en una ruidosa taberna de largas mesas de madera y carteles taurinos por las paredes, incluso le había rondado por un instante la vaga idea de preguntar por el cementerio, pero luego la desechó, no se sentía capaz de ponerse a caminar entre tumbas y cruces a la búsqueda de la lápida del hombre que dijo ser su padre, del desconocido que cuando ya no pudo seguir escribiéndola se habituó a llamarlo a él, como si esperase aún que contestase al teléfono una voz de mujer, siempre percibía «aquello», su inconsciente y fugacísima decepción al oírlo responder a «él», y no a ella, al otro lado del mundo. «Ah, eres tú, Herschel», le decía, como si hubiera podido tratarse de algún otro, «justamente te llamo porque me estuvo apeteciendo durante toda la mañana hablar contigo». Había regresado a pie al hotel por calles sinuosas que daban al mar, y atravesado plazoletas con fuentes de gastados monstruos marinos, y en una plaza más grande se había refugiado del repentino arreciar de la lluvia bajo los soportales de arcadas. Enfrente brillaban las luces de un café, y cruzó deprisa el adoquinado lleno de charcos, bajo el paraguas prestado por el portero del Colón, de pronto lo desarmaba un extraño desasosiego y deseaba sentir a su alrededor ruido de voces, risas de gente divirtiéndose al resguardo de la oscuridad y del son monótono de las ráfagas de lluvia. Pero allí dentro no había nadie, comprobó al empujar la doble puerta de cristales, nadie excepto los camareros y los peces de colores nadando en las aguas iluminadas de la docena larga de acuarios repartidos por todo el local. «No era un café corriente como éste o como otro cualquiera de esos, más elegantes, del bulevar o del paseo marítimo, sabes», y miró a nuestro alrededor; estábamos sentados en una mesa de cafetín frente al piso de Dalmases, ese piso que pronto sería suyo, contemplando sus ventanas de persianas bajadas a través de la cristalera con los nombres de ciertas especialidades culinarias pintados sobre el vidrio. Aquél, explicó con una especie de aprensión, parecía no existir... o existir tan sólo en el espacio clausurado y muerto de otro tiempo y de otro lugar. De hecho, los camareros de levita y guantes blanquísimos que lo miraban en silencio sin acercarse, sin mostrar intención alguna de conducirlo a una mesa y ofrecerle una carta de cócteles o de tés rarísimos o de «algo, lo que fuese», tenían una rígida compostura de espectros o de zombis de Haití, rió. Se dio media vuelta y salió de allí en dos zancadas, conteniendo las ganas de echar a correr como un idiota. Media tarde pensando en lo absurdo que era pretender seguirle el rastro a una ausencia, buscar las huellas de un muerto en ese recorrer al azar unas cuantas calles y plazas de su desconocida ciudad natal, para terminar abriendo la puerta del punto de encuentro favorito de los fantasmas, añadió. Y ahí terminaban sus paseos de explorador sin plano en el bolsillo, porque después volvió al hotel a ver si yo había atendido a sus consejos y amenazas, y no había saltado de mi cama de «doliente» camino de un whisky en el bar. Él sí que se había tomado uno, dijo, tras comprobar que yo dormía como un párvulo, aunque roncase como un marine de los de la islita de Vieques, se fue derecho al bar, y hasta se permitió, mientras lo apuraba, gozar de un súbito acceso de nostalgia por su casa de Condado, aquella villita con dos sirenas en las rejas, pegada a las tapias traseras del consulado de España, que estuvo muchos años abandonada, con el minúsculo patio que no llegaba a ser jardín devorado por una vegetación de jungla, y el aviso del For Sale pintado en letras color óxido sobre las grietas de la fachada. Durante todos esos años, antes de su nacimiento, ella acudió con puntualidad semanal a merodear por sus alrededores de casonas muchísimo más lujosas, íntimamente convencida de que aquella casa guardada por la pareja de sirenas de bronce, la una con los ojos abiertos, y la otra con los párpados velados, sería suya alguna vez. «La de la izquierda es la de los ojos abiertos», asentí, «y la derecha es la que tiene la mirada dormida». Me miró, sorprendido, y le dije, sonrojándome como un tonto, como si fuese Klara quien hincase en la mía su relampagueante mirada, con el ojo izquierdo de un azul profundo y el derecho de un castaño casi negro, que siempre me fijo en primer lugar en los ojos de la gente. «Y en los de las esculturas», sonrió dulcemente. «Y en los de las esculturas», acepté. Ilse había conseguido comprar la casa al poco de su quinto aniversario, prosiguió, al fin dejaron atrás esos cambios sucesivos de apartamentos, esas estancias de semanas o de meses en cuartos que siempre parecían amueblados por el Ejército de Salvación o por propietarios llenos de un extraño odio preliminar hacia quienes fuesen a residir entre las mesas cojas y las lámparas de monstruosas pantallas con flecos y borlas. Se había sentido de inmediato a gusto en aquella casa que ningún huracán logró nunca destechar del todo, le gustaba entretenerse a solas en el patio, a la sombra de las pitayas y de los canteros gigantes de plantas que cuidaba Milita, cuyos hijos eran demasiado mayores para venir a jugar con él; le gustaba refugiarse a leer en el pequeño desván y sentir sobre las tejas la ida violencia de los aguaceros, y tal vez por ello, aunque no sólo por ello, se convirtió en un chico reservado y fantasioso, y después, según le había dicho Camilla en varias ocasiones, incluso antes de plantarlo, en un hombre que «no sabía hablar». Simplemente, titubeó, había encontrado un mundo a su medida allí dentro, junto a esas dos mujeres a las que adoraba... un mundo donde nadie te insultaba, como en la escuela donde también, aunque nunca se lo dijo a Ilse, abundaban esos antisemitas, orgullosos de sus apellidos wasp, que odiaban a los negros y despreciaban a los hispanos, un mundo que no te perdía porque, de antemano y voluntariamente, tú habías elegido perderte en él.

Sí, le gustaba Finis, aunque sospechaba que iba a preferir Toledo o Segovia... Y levantó la vista hacia los largos balcones y el mirador central del piso donde nació y vivió Dalmases, la casa donde su madre pasó el final del verano y el otoño del 42, y me preguntó si nunca había entrado en él. Le contesté que no, que la única vez que estuve en Finis fue mucho antes de la guerra mundial... Y entonces no conocía a Dalmases. Lo conocí en la primera salida de niños que Sefarad organizó, porque en esa ocasión, y excepcionalmente, ya que por mi situación de ex combatiente republicano se decidió que en lo sucesivo se encargasen otros de velar por la buena marcha del viaje hacia los Pirineos, yo llevé a esos niños hasta Roncesvalles. Nunca se me han ido de las memorias sus nombres... ni tampoco la extenuación de sus caritas abrasadas por el resplandor de la nieve.

El hombre que nos aguardaba del lado español era Javier Dalmases. Y enseguida entendí que no tenía nada que ver con tipos como Alfredo Sanguina... Era un hombre muy alto, y muy... en fin, lo que las mujeres suelen denominar entre sí un «hombre guapo». Llevaba al cuello una diminuta medalla de plata y sonreía; tomó en brazos, uno por uno, a los cuatro niños más pequeños, y nos dijo «rápido, vamos». Nos condujo a una borda, a un refugio de montaña, y allí nos aguardaba otro hombre, un anciano recio y tocado con una boina negra, y había un fuego encendido y encima de éste una marmita de sopa. El montañés sacó cuencos y vasos de un arcón y los dispuso, junto con largas rebanadas de pan, sobre una mesa de campaña. «Hoy los chicos dormirán aquí... y mañana en Pamplona. Pasado iremos a Madrid.» Nos miró comer, sonriente -el otro callaba a su lado, y sólo habló para avisarnos de que iba a apagar el fuego, era necesario apagar el fuego, aunque fuese noche cerrada sería mejor que ninguna patrulla advirtiese el humo y cuando terminamos se desabrochó el chaquetón y sacó de un bolsillo unas cuantas tabletas de chocolate. «A ver, muchachos, a quién no le gusta el chocolate...» Me giré bruscamente, y me tocó el hombro. «Haber frecuentado ciertos círculos diplomáticos tiene muchos inconvenientes, sobre todo si uno se apartó, asqueado, de todo lo habido y por haber, pero en nuestra situación no se deben desdeñar sus pequeñas ventajas. ¿Me deja que le sirva un poco de brandy, amigo?»

Con la amistad suele ocurrir, contra lo que aseveran los mediocres, como con el amor; a veces te derriba al primer impacto, y otras te sobreviene lentamente; es algo que descubrí primero con Arvid, y luego con Dalmases. Yo supe allí, mientras entrechocábamos nuestras tazas de metal (se me cerraban los párpados, como a los niños que se apelotonaban en las literas bajo las mantas con que fue tapándolos aquel anciano hosco con ternura insólita de nodriza, y las piernas se me doblaban, pero quería postergar ese momento delicioso de recogimiento, esa felicidad por la visión de unas manos que partieron los cuadritos de chocolate y se los llevaron a las bocas que de súbito sonrieron), que alguna vez ese hombre y yo estábamos destinados a ser amigos, con guerras o sin ellas de por medio, porque en cierta medida lo estábamos siendo ya. Apuramos nuestras bebidas, y lo miré recto a los ojos y supe que no me equivocaba, porque desde que me enamoré de Klara Linen yo había aprendido a leer las miradas ajenas, a descifrar en su resplandor de bola de vidrio verdades y mentiras, dudas y certezas, y tal vez por ello tardé tanto tiempo en decidirme a enfrentar la mía. Sólo lo hice después de Auschwitz, y para entonces mi mirada era un espejo donde nunca terminaban de morir los muertos, un pozo sin fondo desde cuyas remotas aguas de podredumbre yo no alcanzaba a tocar jamás el aire no viciado y liberador de la superficie.

Dalmases era un hombre extraordinario, repetí, uno de esos escasos seres que no necesitan acudirle ni a su Dios ni a su ideal en busca de dictámenes sobre los pasos a seguir. Uno de esos seres que llevan en su interior y en su conciencia, sin brújulas ni huellas de avance de conquistadores, el secreto itinerario del mundo. «Te has emocionado...» Me apretó una mano, y yo volví a mirar los balcones de piedra, las ventanas que desde su muerte no se abrían para ventilar los cuartos donde, décadas atrás, hizo sentarse a una niña fugitiva, y sin escuela, sobre cuadernos donde él le corregía quebrados y conjugaciones inglesas, con la puntillosa y estilizada caligrafía que después invadiría las páginas de sus cartas enviadas a unas señas de mujer residente en Puerto Rico.

Sacudió su cabeza llena de rizos. Podía imaginarme los comentarios sobre sus rizos «orientales» en la escuela de hijos de ricos estadounidenses, agregados o afincados de por libre en su «asociado» estado tropical, donde fue el único alumno judío... Toda la prensa de la ocupación estaba llena de referencias a «nuestras cabelleras orientales», recordé... Tanto mi madre como mi padre, o la propia Ilse Landerman, tenían el pelo liso cual tablas de lavadero, pero ellos insistían en sus sórdidos panfletos acerca del «tipo judío» y sus características...

—Por eso decidiste que ni mi madre ni su hermano pasasen por Madrid, no, porque Dalmases era tu amigo y confiabas en que cuidaría casi como tú mismo de los hijos de tu amigo... Por eso ella se quedó al principio en esta ciudad... Antes de Lisboa. Imagino que no debió de ser fácil, en plena España de los cuarenta, explicar la presencia de aquella niña extranjera en su casa de soltero burgués.

—Claro que no. De haber podido, créeme que no yo, sino cualquiera de nosotros, se hubiera encargado personalmente de acompañar hasta su destino final a cada niño rescatado... Pero entiende que había otros niños, que cada niño era una urgencia y un deber, y que no disponíamos de tiempo, del maldito tiempo. En el caso de tu madre, y también de su hermano que no llegó, por desgracia, a poder acompañarla... Bien, eran los hijos de Arvid. Y yo le debía, al menos eso, a nuestra amistad. Por eso contacté, a través de ciertas vías diplomáticas, con Dalmases, por eso le pedí que se ocupase en persona de llevar a esos niños y de acompañarlos a Lisboa o de buscarles sitio en su ciudad hasta el fin de la guerra, que mintiese al respecto, si hacía falta, como yo. Le dije la verdad, a través de otra persona que se reunió con él de mi parte en un café de Hendaya. Sabía que esos dos niños no eran sefardíes, sabía que no entraban en el cupo. No tenían las características requeridas para el visto bueno «español». Pero me daba igual.

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