Read Ventajas de viajar en tren Online

Authors: Antonio Orejudo

Ventajas de viajar en tren (11 page)

BOOK: Ventajas de viajar en tren
4.75Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Digamos que el enigma de Martín Urales ya estaba aclarado, pero ¿y ella? ¿Por qué soportó ella a la intemperie días enteros de frío intenso? ¿Por profesionalidad? ¿Por codicia? Mientras combatía el frío con cortos paseos a lo largo de la manzana, o con cafés, en un bar cercano desde el que podía vigilarse la entrada a la casa, trataba de explicarse a sí misma este extravagante comportamiento, impropio en una mujer de su edad, de su rango y de su experiencia. Sería cínico pensar que lo hacía como respuesta a un desafío profesional. Es cierto que las narrativas de Martín Urales, verdaderas o fingidas, constituían exactamente el tipo de libro que había decidido representar, pero en este caso el dinero no le parecía una poderosa razón para permanecer allí, día tras día, esperando que Martín Urales entrara o saliera. Ni siquiera la intuición de que Martín Urales de Úbeda era un diamante en bruto que ella sería capaz de pulir y explotar le parecía el verdadero motivo de su paciencia. Entre todas las contestaciones que Helga Pato se daba a la pregunta
¿Qué diablos haces aquí pasando frío todo el día?,
no aparecía una, apócrifa, que ella nunca hubiese reconocido como suya: estaba allí por curiosidad o por necesidad, por las mismas razones en todo caso que hacía veinte años la habían empujado a conocer en persona a W en la Feria del Libro de Frankfurt. Tal vez las mismas por las que había dedicado tantas energías a refutar para su inacabada tesis doctoral la autoría colectiva de la épica medieval, poniendo otra vez en circulación la vieja idea de un autor individual para cada obra. Soportaba el viento, la lluvia y el frío por la necesidad fetichista y enfermiza de que hubiese un ser humano detrás de las palabras.

Una tarde, perdida ya toda esperanza, como suele decirse en estos casos, lo vio caminar hacia la casa. Vestía la misma indumentaria del tren, debía de ser el uniforme de paseo, pensó Helga, y llevaba bajo el brazo una carpeta semejante a la que había olvidado en su regazo. Helga esperó a que abriera la cancela para abordarlo.

—Doctor Sanagustín, ¿se acuerda de mí? Nos conocimos el otro día en el tren. Por fin lo encuentro.

Martín se sobresaltó, y por un instante pareció que se iba a echar a correr, pero no lo hizo. Dadas las circunstancias, puede decirse que reaccionó con suma agilidad y bastante desparpajo:

—Me pilla por casualidad —dijo sin afectación, como si se vieran todos los días a la misma hora—. He venido a inspeccionar los papeles de Martín Urales. ¿Quiere acompañarme?

Helga conocía aquella casa; el interior, el largo pasillo, el salón, la penumbra, los muebles como de otra época, el enorme televisor, los postigos echados y sobre todo el hedor, el nauseabundo olor a basura descompuesta que lo impregnaba todo. Aunque sabía que todo había sido pura invención, que estaba con un esquizofrénico, Helga Pato no pudo evitar que sus ojos contemplaran el salón de la casa de Martín Urales como si realmente los padres y la hermana hubiesen leído las cartas cerca de la ventana, como si realmente Martín hubiese aparecido en el umbral bajo el que ahora pasaban, como si realmente el padre hubiese golpeado la mesa, como si realmente Amelia hubiera seducido a Sanagustín, y luego éste hubiese descubierto la impostura de su identidad, como si realmente Martín Urales hubiera secuestrado a Sanagustín y lo hubiera recluido en el sótano al que ahora se dirigían, y al que se accedía por una trampilla disimulada en el descomunal televisor, de la que partía una empinada escalera de madera. Aquel espacio era más alucinante de lo que ella había imaginado: bolsas y bolsas de basura se apilaban por todas partes; algunas se habían roto, o habían sido mordisqueadas por quién sabía qué roedores, y su contenido brotaba por la hendidura como las vísceras tumefactas de un animal reventado. Entre las bolsas, mezclados con los desperdicios, había también papeles, hojas de periódico que contendrían, imaginó Helga, noticias de última hora o reseñas demoledoras de alguna obra esperada, escritas por algún crítico serio y respetado. Había también páginas arrancadas de libros compuestos con afán de gloria o de conocimiento, páginas escogidas y estampadas con lamparones de grasa sobre sus palabras cuidadosamente elegidas en soledad y en silencio, que componían junto a mondas de naranja y otros restos orgánicos collages que habrían hecho suspirar de envidia a más de un artista contemporáneo. Martín no tuvo reparos en hundirse hasta las rodillas bajo aquel mar de desechos. Abría las bolsas y curioseaba en su interior, como si no hubiese sido él quien las hubiera llenado. Todo lo examinaba, lo olía, lo cataba o lo leía:

—Aquí hay de todo —le oyó decir—. Escuche esto: Los Cándidos humanistas han creído siempre que podíamos acceder al alma humana a través del trato cálido y la amable conversación entre personas, pero la verdadera esencia del hombre está en la mierda, en esa materia despreciable que creemos bajar por una tubería anónima y sumergirse con un ruido líquido en las aguas fecales de las alcantarillas. Si alguien se tomara la molestia de recoger y analizar nuestras defecaciones, se sorprendería de la abundante información que contienen. Mucha protección de datos; mucho discutir sobre si nos controlan o no cuando pagamos con tarjeta de crédito, o cuando usamos Internet, pero luego no nos importa suministrar despreocupadamente y con alivio cuando nos creemos a salvo de cualquier mirada y nos sentamos en nuestra íntima taza del váter los aspectos más ocultos de nuestra personalidad, de nuestros gustos y nuestro temperamento, de nuestros ciclos y nuestras crisis. Así es como abrimos nuestro corazón a los demás; no somos nada más que un puñado de mierda. Un puñado de mierda y ochenta por ciento de agua.

Helga sintió que se mareaba con las palabras de Martín y con los gases, sin duda tóxicos, que emanaban de las toneladas de basura allí almacenadas. Su agobio contrastaba con la jovialidad y el bienestar que parecía sentir Martín descubriendo su propia mierda.

—Mire, doctor —le dijo—, pongamos las cartas bocarriba. Yo soy agente literaria...

—¡Agente literaria! ¡Qué barbaridad! —la interrumpió con una euforia enfermiza—. Yo el lunes que viene hace siete años y dos meses que dejé de leer. Antes sí que leía, leía un huevo, pero ahora, desde que leo con ojos de psiquiatra, no me creo una palabra, empezando por eso de que leer es como conversar. Cuántas veces me hubiese gustado tener al autor frente a mí para pedirle que me explicara mejor un párrafo o para sugerirle que se callara. Además, la verosimilitud me aburre. ¿Para qué tanto esfuerzo en parecer real si todo el mundo sabe que no es más que un libro? Y, la verdad, para que me reflejen el interior de mis contemporáneos, mejor me quedo en casa. Ya le dije el otro día cuál era mi experiencia con el interior...

—Me gustaría representar ese libro sobre la esquizofrenia del que me habló en el tren —le cortó Helga—. Creo que podríamos ganar mucho dinero.

Imaginemos que Martín no contesta; que todo es muy rápido y que luego ella no va a saber explicar a ciencia cierta qué ha sucedido. Estaba hablando, dirá, y de repente vi que había fuego y sentí que no podía respirar. Las llamas cubrieron rápidamente el sótano, como si alguien hubiera extendido de un puntapié una gigantesca alfombra enrollada, sólo que la alfombra gigantesca y enrollada era una alfombra de fuego que derritió el plástico de las bolsas y lo arrasó todo, liberando un humo negro y tóxico que oscureció el aire en segundos. Helga Pato, que estaba al pie de la escalera, tuvo tiempo de taparse la nariz, de subir a trompicones por los escalones de madera, de correr por el pasillo perseguida por una columna de humo mortal, y alcanzar milagrosamente el patio.

En pocos minutos la calle se convirtió en una trágica feria de luces y sirenas, en un carnaval de espumas y fuegos de artificio, que Helga apenas si alcanzaba a percibir desde el fondo de un profundo estupor. Asistida por los servicios de urgencia, con una manta sobre los hombros y el rostro ligeramente tiznado, Helga parecía haberse disfrazado grotescamente de rey Baltasar. La muerte viene siempre a destiempo, y en ocasiones se convierte además en un acontecimiento absurdo y cómico que nos haría reír si no fuera por lo que tiene de irremediable. Martín, por ejemplo, estaba entusiasmado y después estaba deshecho, convertido en un montón de ceniza que la funeraria municipal trasladó al Anatómico Forense en una bolsa de basura, por si no fuera suficiente esperpento haber muerto carbonizado en la cumbre de un ingente montón de mierda.

Aquella noche, y durante los días que siguieron al incendio, Helga tuvo que someterse a los inquisitivos interrogatorios de la policía judicial, colaborar con los insidiosos peritos del seguro y contestar de buena gana las preguntas de los periodistas. El día del entierro tuvo además que repetir una vez más los pormenores del accidente ante la hermana de Martín y su marido, el verdadero Sanagustín, que no la creyeron cuando ella juraba que no se había dado cuenta de nada. Ni siquiera los bomberos pudieron asegurar si el incendio había sido provocado o producto de una combustión espontánea de los gases inflamables que emanaban de la basura. El caso finalmente se archivó; la hermana y su marido se olvidaron de ella y todo fue poco a poco volviendo a su cauce. Cuando ya no tuvo que estar localizable veinticuatro horas al día, ni dispuesta a contestar preguntas intempestivas, Helga se perdió una temporada lejos de España, para olvidarse cuanto antes de aquella muerte exhilarativa.

A su regreso, entre los muchos recados grabados en su contestador, había uno de la Clínica Internacional. Su marido permanecía en el mismo estado catatónico, y los psiquiatras necesitaban ciertos permisos para someterlo a pruebas extraordinarias. En la clínica el doctor Crespo le explicó detalladamente el protocolo que seguían en estos casos, ella lo escuchó sin atención, lo firmó todo y salió de allí, ansiosa por regresar a casa cuanto antes.

En el tren volvió a encontrarse con Martín Urales. No parecía muerto. Tenía muy buen aspecto. Vestía con elegancia un traje gris, una camisa asalmonada y corbata de lazo. Llevaba sobre sus rodillas una carpeta de color verde, semejante a la que había olvidado en ese mismo tren semanas atrás, que parecía proteger con unas manos huesudas, pero al mismo tiempo delicadas, en las que Helga no había reparado todavía. Sus ojos grandes y pardos la miraban limpiamente y con franqueza.

—No esperaba volver a verlo —confesó Helga tratando de aparentar normalidad—. Pensé que estaba muerto.

—Es natural. Le ha pasado a mucha gente; pero no le dé más importancia. Son las ventajas de viajar en tren. ¿Le apetece un poquito de conversación?

El tren había echado a andar y salía de la ciudad por sus arrabales. Descendió suavemente desde la cordillera hasta los páramos de pizarra, para cruzar a continuación valles y comarcas ganaderas; bordeó yacimientos, atravesó llanuras, pasó por tierras agrestes y luego por tierras más llanas; recorrió selvas de encinas y bosques de hayas, se detuvo en ciudades grandes, se detuvo en ciudades chicas, y al cabo de varias horas de paisaje y conversación el tren aminoró su marcha y alcanzó finalmente su destino.

BOOK: Ventajas de viajar en tren
4.75Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The War of the Worlds Murder by Max Allan Collins
American Romantic by Ward Just
Give My Love to Rose by Nicole Sturgill
Cat's First Kiss by Stephanie Julian
Her Royal Bodyguard by Natasha Moore
See You at the Show by Michelle Betham