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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

Vespera (2 page)

BOOK: Vespera
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—No lo entiendes. Podemos impedirlo. Nosotros podemos...

—¿Podemos? —le interrumpió Ruthelo en su furia creciente. ¿Es que no tenían nada más que añadir? ¿O estaban demasiado aterrorizados para reconocer la verdad?—. ¿Puedes jurarme solemnemente que ningún emperador sentirá nunca la codicia del poder que detentaron sus ancestros? ¿Que ninguna emperatriz tendrá la habilidad de usurpárnoslo? ¿Puedes escrutar el futuro y asegurármelo?

—¿Seremos mejores nosotros? —dijo Rainardo.

—¿Podríamos ser peores? ¿Tiene la infamia algún secreto recoveco en el que podamos hundirnos más profundamente aún de lo que lo ha hecho el imperio?

Eso ocurrió porque los emperadores gobernaron sin nosotros.

—Ah —dijo Ruthelo con sarcasmo—. Ahora entiendo en qué nos equivocamos. Deberíamos habernos unido a ellos. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?

Rainardo se puso tenso. Él era un hombre de hechos y no de palabras, y no entendía de ironías. Era un comandante respetado y un excelente marino, pero su formación militar le había empañado la mente.

—Hemos venido como aliados —dijo Gian—. No nos insultes.

—No me habéis dado una sola razón por la que no debería dar este paso —dijo Ruthelo—. La ciudad está esperándonos. Esperan que les comuniquemos que el imperio se ha acabado, que no habrá más purgas ni ejecuciones políticas, ni más llamadas a la puerta por la noche.

—No nos corresponde a nosotros decidirlo —dijo finalmente Aesonia—. No deberíamos poner las manos sobre la cabeza ungida de la emperatriz y desterrarla de su propia patria.

Ruthelo advirtió las rápidas miradas de alivio que los otros dos se cruzaron. Aesonia había dicho lo que ninguno de ellos, mayores y con más experiencia, se había atrevido a decir.

—¿Y si ella hubiera sido ungida ante Ranthas, como muchos de sus predecesores? —inquirió Ruthelo con serenidad, mientras su corazón latía con fuerza. Era el eterno tema; ésta era la razón por la que habían enviado a Aesonia. Porque ella era sacerdotisa de Thetis, la diosa del Océano, en cuyo honor habían sido bautizadas estas islas.

Ruthelo Azrian, que tenía el mismo apego por aquellas islas y aquella ciudad que por cualesquiera otras en el mundo, rendía culto a Ranthas, la diosa cuyos siervos habían creado el Dominio con ambiciones de teocracia, su Inquisición y sus juicios por herejía. Él había puesto de manifiesto un centenar de veces que la cuestión no era ésa, que la fe y sus seguidores no eran la misma cosa, aunque eso llevaría toda una vida demostrarlo.

—No importa —dijo Aesonia—. Fueron elegidos por Thetis, tanto si lo sabían como si no. No se trata de quién los bendijera, en qué ceremonia o en nombre de quién. Los emperadores son diferentes. Tienen que ser diferentes, mantenerse aparte; de otra manera no habría nada que mantuviera unidas a estas islas. Quizá estés razonablemente convencido de otra cosa, pero ¿cuántos de todos los millones que hay ahí afuera ven las cosas del mismo modo?

Ella le sostuvo la mirada y él inclinó la cabeza, tratando de interpretar aquel imperceptible parpadeo de sus ojos. ¿Satisfacción? ¿Triunfo?

Durante una larga pausa, Ruthelo se quedó en silencio, mirándoles a los tres. Al final sacudió la cabeza.

—El precio es demasiado alto —dijo—. ¿Qué sentido tiene conservar a Thetia unida si sus mejores y más brillantes hijos están muertos?

Todavía podía recordar la serenidad con la que los soldados irrumpieron en su casa, y cómo él y su hermano, aterrorizados, observaban cuán fría y metódicamente revolvían el despacho de su padre. A continuación, rompieron el silencio para ordenar lacónicamente a sus padres que se vistieran y prepararan una bolsa para pasar la noche. Ninguna violencia. Ningún grito.

Después, la puerta se cerró tras ellos y desaparecieron para no volver a aparecer jamás. Ruthelo se quedó solo en una casa sombría con un hermano demasiado joven para entender por qué se habían llevado a sus padres.

—Quieres ir demasiado lejos, Ruthelo —dijo Gian—. No puedo detenerte.

—No —dijo Ruthelo—. No puedes.

—Lo hemos intentado. Espero que tu confianza esté justificada, por el bien de todos.

Gian se marchó pasando por al lado de Ruthelo. Aesonia le siguió poco después, dirigiéndole la más fugaz de las miradas.

Rainardo se quedó, con una mano sobre la espada. Ruthelo sabía que no era un gesto amenazador; tan sólo inspiraba confianza a Rainardo.

—No estoy de acuerdo —dijo abruptamente—, pero lo entiendo.

Hizo un gesto brusco con la cabeza y siguió a los demás, dejando solo a Ruthelo en la antecámara. Se sentían impotentes. No podían detenerlo y eran perfectamente conscientes de que la mayoría le apoyaba. No podían permitirse no formar parte de este nuevo orden. Con el tiempo, comprobarían que él tenía razón. Y se alegrarían de que los hijos de Ruthelo y los suyos crecieran sin volver a escuchar jamás los golpes en la puerta por la noche.

Ruthelo y Claudia habían vivido en la oscuridad durante casi la mitad de sus vicias, todos aquellos años bajo el demente Orosius y el despótico Aetius. Palatina había sido amiga de ambos, una antigua republicana que se había hecho con el trono sólo para derrocar la Cruzada, pero el imperio la arruinó igualmente.

«Nunca más.»

Escuchó una oleada de bullicio abajo, en la Cámara. Aesonia y los otros habían regresado a sus asientos. Era la hora.

El Praesidium, la Asamblea de clanes de Thetia, fue una vez el corazón de la ciudad, hacía mucho tiempo. El edificio que lo albergaba tenía sólo doscientos años de antigüedad, pero era, de lejos, mucho más espléndido que todos sus predecesores. El emperador de turno lo construyó convirtiendo su magnificencia en una fachada que desmentía la absoluta falta de autoridad que había llegado a tener la Asamblea.

Dominaba el viejo centro de la ciudad al extremo sur de la isla de Tritón. Era una imponente construcción circular con una cúpula revestida en cobre, que se alzaba por encima del Ágora, y que estaba conectada por un puente con el Palacio de los Mares. Era de piedra como casi todo lo demás allí, y aquella noche estaba rodeada por un mar de humanidad, personas amontonadas en todos los espacios abiertos a su alrededor: las plazas ceremoniales, los tribunales y las basílicas. Incluso las fuentes y los estanques estaban atestados, con la gente soportando los surtidores de agua y dejándose empapar con tal de estar allí. Después de todo, eran thetianos y el Agua era el Elemento de Thetis.

Leonata Mezzarro tenía catorce años y estaba empapada. Apenas podía creer lo que veía. Estaba encaramada a los hombros de un musculoso tritón en la gran fuente central del Octágono, vigilando el más leve indicio de movimiento en el Praesidium, alguna visión fugaz de Ruthelo, de Claudia o de otro de sus aliados. Sus padres se encontraban entre la multitud que rodeaba la fuente, tranquilos probablemente por tenerla al alcance de la vista. Pero ella no los miraba, su mirada apuntaba exclusivamente al Praesidium.

Leonata nunca había visto tanta gente, a pesar de que creía haber visto mucha tras catorce años de vida en el centro del mundo. Y así era, a juzgar por el tamaño de cualquier otra ciudad. Nadie conocía la extensión exacta de Vespera. En aquella época, las cifras del censo se quedaban desfasadas nada más recogerlas, pero quizá habría medio millón de personas apelotonadas por las plazas de alrededor, aguardando entre discretos murmullos a que aquellos que se hallaban en primera línea informaran de cualquier cosa que se estuviera diciendo en la Cámara. De vez en cuando, un susurro recorría como una ola la multitud y Leonata podía verlo y oírlo, aunque lardara un poco más en atravesar la fuente y ascender hasta ella.

Ruthelo estaba a punto de deponer a la emperatriz y Leonata, que quería ser química o médico o, posiblemente, dogaresa de la República como Ruthelo (y éste era un deseo que crecía por momentos en su interior), lo estaba observando. Estaba allí, en el corazón del mundo y no quería marcharse nunca a otra parte.

* * *

La misma Cámara de la Asamblea estaba abarrotada. Los líderes de todos los clanes y sus segundos, cualquiera que tuviera el más ligero derecho a estar presente, se encontraba en la Sala abovedada, con sus bancos dispuestos en círculo y, sobre el suelo de mármol, sus sillas de tijera labradas.

Las tribunas también estaban atestadas. El gentío se apretujaba contra las verjas de hierro, soportando el calor de la multitud y de los faroles de palisandro a lo largo de todos los muros. Muchos venían directamente desde el campo de batalla y aún llevaban la armadura, aunque en el exterior, los soldados les habían confiscado las armas. En aquella Sala se había derramado sangre en demasiadas ocasiones.

Pero lo soportaban, porque aquella noche ese lugar recobraba su importancia y los ecos de un millar de años de historia de la Asamblea eran casi tangibles. Los ecos de todas las tragedias, la gloria y el conflicto, los discursos de los grandes oradores y la congoja por la caída de la República llenaban la atmósfera, y nadie recordaba o a nadie le importaba que no fuera ése el mismo edificio. Lo importante era lo que representaba y que habían acudido para ser testigos de la disolución del imperio Thetiano.

Todos habían recibido una educación esmerada y todos habían leído los relatos de la caída de la República hacía cuatrocientos cincuenta años, los trágicos acontecimientos en la Sala que habían desencadenado la guerra. La historia de cómo la última dogaresa, Umbera, fue traicionada por su propio hermano, Aetius, el primer emperador, y de cómo la República se hundió entre el luego y la sangre. Ahora, aquella traición estaba a punto de ser reparada.

Heraclio Morias Azrian vio a Aesonia hacer un gesto con la cabeza a sus compañeras sacerdotisas al entrar en la Sala y su último atisbo de esperanza desapareció. Ruthelo no se echaría atrás.

Por supuesto que no iba a echarse atrás. ¿Y por qué debería hacerlo? Había ganado, como siempre. Y con el mismo poco esfuerzo de siempre. Había derrocado a la emperatriz, a la única figura que estuvo siempre fuera del alcance de los líderes del clan. Los soldados azrianos se habían lanzado contra la Guardia Imperial porque Ruthelo se lo pidió y porque ellos lo amaban. Todo el mundo amaba a Ruthelo Azrian.

Todos excepto Heraclio. La sombra de Ruthelo. El pequeño, bajo, mediocre y feo hermanito de Ruthelo, quien había sido privado de casi todo vestigio de talento y habilidad por algún dios poco compasivo para que todo fuera a parar a Ruthelo. ¿Quizá la razón de que no se engendraran más hermanos había sido que todo lo bueno que se concentrara en Ruthelo? ¿Era acaso Heraclio todo lo que Ranthas pudo crear a partir de la escoria? Un hombrecillo privado de mérito alguno, bueno sólo para recadero.

Heraclio era capitán de la flota azriana, porque así lo había querido Ruthelo. Tenía su propia casa, porque Ruthelo le había dado una. Nunca tuvo esposa y si alguna vez llegaba a tenerla, sin duda ella palidecería hasta la insignificancia al lado de Claudia y su brillante cabellera roja, su temple y su belleza. Sin mencionar a los dos niños de Ruthelo, que ya prometían seguir la estela de su padre. Heraclio deseó que frustraran las aspiraciones de su padre, que le contrariaran; pero, naturalmente, eso sería un desdoro en la perfecta vida de Ruthelo y los dioses no iban a consentirlo.

Ahora Ruthelo estaba a punto de deponer a Palatina II y sus palabras melosas y refulgentes harían que la Asamblea se desviviera para nombrarle primer dogo de la nueva república antes de que todos se le lanzaran a los pies suplicándole favores. Y Heraclio, durante el resto de su vida, no sería otra cosa que un insignificante adjunto de Ruthelo. Como el príncipe Catilina, el hermano menor de Neptunia la Grande, que apenas fue siquiera una nota a pie de página en la historia del glorioso reino de su hermana.

Pero no podía desahogarse con nadie, no podía permitir que alguien percibiera la bilis que amenazaba con asfixiarlo. Él era el hermano menor de Ruthelo.

Y entonces, durante un instante, Heraclio sorprendió el rostro de Aesonia en un momento de descuido, al entrar Ruthelo en la Sala, y se dio cuenta de que no estaba solo.

* * *

Se hizo el silencio en la Cámara.

Ruthelo oía cada frufrú de su túnica al caminar sobre el erosionado suelo de mármol con el dibujo, casi irreconocible, de una rosa de los vientos; y también al sentarse en la silla curul del centro, frente a la puerta, una sencilla silla de tijera hecha de mármol, con los brazos suaves y desgastados por las generaciones de hombres y mujeres que fueron los líderes de la Asamblea antes de Ruthelo.

Se detuvo frente a la silla y miró alrededor, a los rostros de sus compañeros thalassarcas, líderes de los clanes de la ciudad, y percibió, reflejadas en ellos, todas las emociones que conocía y muchas otras que ignoraba. Algunos estaban lesionados, con las heridas vendadas apresuradamente; faltaban dos que habían sido gravemente heridos, pero aquí estaban sus suplentes. Había muchos jóvenes. En una ciudad donde la política siempre había sido un asunto reservado a los mayores, menos de un tercio de la Asamblea superaba los cuarenta.

La generación mayor había muerto antes de hora.

Aesonia había ocupado su lugar entre sus compañeros de Exilio, sacerdotes y sacerdotisas de sus distintas confesiones, todos ellos inquietos y tratando de ocultarlo. Prácticamente no habían participado en los acontecimientos de la noche pero eran muy conscientes de cuán próximos a Palatina habían sido.

Lo mismo podría decirse del primo de Palatina, Carausius, de pie en el otro lado de la Cámara, con su esposa. Ruthelo nunca había visto a ninguno de ellos con un aspecto más sereno, y la mirada de Carausius expresó alivio al asentir con la cabeza a Ruthelo en un gesto tácito de aprobación de lo que estaba a punto de suceder.

Las luces parpadearon levemente y Ruthelo rogó a los dioses en silencio que no se produjese otro apagón.

Ruthelo tomó asiento en completo silencio. Hizo un gesto con la cabeza al ujier que estaba en la puerta, bajo las estrechas hileras de escalones, y las puertas se abrieron de par en par. Los murmullos de la multitud apelotonada en los espacios públicos de la ciudad se intensificaron.

* * *

Desde una ventana superior del palacio del dogo, un poco más allá de donde su padre se había encontrado con los demás, Ithien y Chaula vieron a la emperatriz caminar por el puente en dirección al Praesidium y supieron lo que iba a ocurrir.

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