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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

Viaje a un planeta Wu-Wei (26 page)

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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—Muy importante… si no lo fuera…

—Si no lo fuera… ¿qué?

—No sé…

Ella le apretó la mano, sin añadir nada.

—Yo también cumpliré años dentro de unos meses… veinticinco —dijo él—. Te prometo que lo celebraremos juntos…

—Si vuelves de África vivo.

—Volveré Edy. Puedes estar segura.

Permanecieron mucho rato inmóviles, con las manos cogidas mientras caía la noche. Más tarde, al subir la escalera, Sergio volvió a cogerla de la cintura y ella apoyó la cabeza en el hombro de él. Continuaron así hasta arriba, muy juntos, como si tuvieran un convenio mutuo de acercarse lo más posible, sin decir palabra. Durante unos segundos se miraron ambos, con los ojos llenos de dolor…

—Buenas noches, Edy.

—Buenas noches, Sergio.

Le costó dormirse. Su habitación le pareció más solitaria que nunca, con la estrecha cama en un rincón, la palmatoria humeando sobre una silla, la mochila y los fusiles apoyados en un rincón, y el sombrero de cazador africano triunfalmente colocado, como una joya única, en el colgador hecho con patas de ciervo que había en la pared. Se durmió tarde, soñando y viendo entre brumas el blanco cuerpo de Edy, sus brazos cariñosos tendiéndose hacia él, los alegres ojos mirándole… Pero eso fue mezclándose después con máquinas trabajando en un ambiente polvoriento, seres grasientos encorvados bajo sacos de mineral, apariciones hediondas en el fondo de una chorreante caverna…

—Sergio… Sergio…

Era ella. Estaba a su lado, con la vela en una mano, vestida con un corto camisón blanco que le llegaba a mitad de los muslos… Sergio se incorporó en la cama, sin sentirse avergonzado por el hecho de estar prácticamente desnudo…

—Hay gente fuera… son seis o siete jinetes…

—Espera.

Sergio saltó de la cama, y tomó velozmente el rifle magnético, que, desde, luego, para caso de apuro iba a ser mucho más eficaz que aquel cañón portátil llamado Bessie.

—¿Estás asustada?

—No mucho… estando tú aquí… aunque llevo el fusil de Hermán…

Lo llevaba en la otra mano; una pieza compacta, de corta culata y dos gruesos cañones montados uno al lado del otro… —¿Dónde están?

—Abajo, en la veranda…

Por si acaso, antes de bajar la escalera, Sergio apagó la crepitante llama de la vela. Durante un segundo más pudo dirigir una mirada a la radiante belleza de Edy, a la línea perfecta de sus hombros y al principio de sus pechos, casi descubiertos por el camisón… Luego la vela chisporroteó y se apagó.

Bajaron a tientas los escalones, apoyados el uno en el otro. En el exterior se oía piafar de caballos, patadas de cascos en el suelo, y parlotear de voces broncas. No se distinguían, sin embargo, las palabras.

Con sumo cuidado, muy despacio, tratando de no causar el más mínimo rumor, Sergio comenzó a entreabrir la hoja de madera de una de las ventanas sobre la veranda. Sentía a su lado la respiración un tanto apresurada de Edy… y un intenso perfume, que no acababa de identificar, llegaba a su olfato… Durante unos segundos ese olor le persiguió, y casi olvidó lo que había allí fuera… Después se dio cuenta de lo que era; un limpio perfume a jabón casero, nada más.

Dejó el rifle apoyado en la pared, mientras continuaba moviendo lentamente la hoja. De la veranda llegó una carcajada grosera, bestial…

Ella se acercó más y automáticamente Sergio le pasó el brazo por los hombros… Le pareció que a la débil luminosidad del amarillento disco lunar, ancho e hinchado en las profundidades nocturnas, el rostro de Edy estaba levantado hacia el suyo… Suavemente, sin un movimiento que pudiera producir ruido, bajó la cabeza y la besó ligeramente en un hombro… Ella tembló bajo el beso… y reaccionó levantando la mano que el pesado dos cañones le dejaba libre y pasándola por la mejilla de Sergio… En un instante, éste sintió como el robusto fusil pegaba en su espalda, aun fuertemente cogido en la mano de Edy, y rodeó a la joven con sus brazos… La besó en los labios, sintiendo un poco torpemente que no era aquel el momento más adecuado… y ella respondió en silencio, estremecida.

Cuando se separaron, Sergio continuó abriendo la hoja de la ventana, como si nada hubiera sucedido. Tampoco Edy dijo una palabra… De fuera comenzaron a llegar más claramente las voces vinosas de unos cuantos hombres y mujeres…

—Ese condenado Capitán Grotton podía habernos dado una explicación más clara…

—Cállate, que si aquí hay gente y la despiertas, nos meten un balazo en los ríñones…

—Aquí no debe haber nadie, so animal…

—El Capitán Grotton dijo que era una casa separada de las demás…

Sergio acabó de abrir del todo la ventana, sin preocuparse del ruido. Iba a asomarse, cuando la mano de Edy, vigorosamente, le echó hacia un lado, bajo la protección del muro.

—No te fíes aún…

—¡Eh, vosotros! —gritó Sergio—. ¿Quiénes sois?

—Tranquilo —dijo una áspera voz de mujer—. No dispares, que no somos bandidos… Nos manda el Capitán Grotton desde Abilene… y estos dos vienen de más lejos, de Nueva Estoril… Me llamo Illona Gómez… Nos dijo el Capitán Grotton que había una casa separada de las demás, y en ella un tal Sergio… ¿eres tú?

—Yo soy… ¿Cuándo viene el Capitán Grotton? Hubo un coro de risas en el exterior.

—Cuando acabe de beberse lo que tenía… No es fácil que vuelva antes, porque entre lo que llevaba y lo que les saca a los demás…

—¿Podemos acampar aquí? —dijo una bronca voz de hombre.

Sergio cogió el brazo de Edy, mirándola interrogantemente. Ella afirmó con la cabeza.

—Sí; pero marchad un poco más lejos, junto al arroyo… y no arméis escándalo, que aquí hay niños.

—Está bien… ¡Ah! De parte de Grotton, que ya hay un contingente en Hangoe… y que estará al mando de Zulfikar…

—¿Quién es Zulfikar?

—Uno de los mejores hombres que ha parido madre. Que un día de estos vendrá una carreta, y que preparéis comida…

—Está bien… ¿cuántos sois vosotros?

—Siete… Yo, Fergus el Cojo, Anna Feodorov, Andrés Ribaldi. Zacarías Gómez, y los hermanos Stone, Juana y Amílcar. Hala, nos vamos a dormir. Buenas noches.

—Buenas noches.

Entre gritos de «¡No empujéis!» «A ver si dejas pasar…» y «Los cojos no sirven para esto…» la masa de hombres, mujeres y caballos cargados con pesadas alforjas se desvió unas decenas de metros, hasta la orilla del arroyuelo.

Sergio cerró la ventana y cogió de nuevo su rifle. Vio brillar un chispazo; Edy estaba encendiendo la luz de nuevo. Como si los débiles rayos de la vela les cortasen el continuar lo de antes, ambos, juntos, sintiendo al otro lleno de deseo y de. dolor, subieron por la escalera. A Sergio le pareció que del cuerpo de Edy salían ondas de calor…

—Buenas noches, Sergio.

—Buenas noches, Edy.

A pesar de que este primer grupo había traído alimentos y municiones, a partir de aquel momento las visitas a la casa de Edy fueron continuas.

—Edy… ¿podrías darnos un poco de café?

—Edy… ¿tendrías una venda? Amílcar se ha cortado en un pie.

—Edy… ¿no sabrías poner un telegrama a mi hermano?

—Sergio… ¿quieres echarme una mano con la herradura? Este condenado bicho no se deja calzar.

Parecía como si no fuera posible que volvieran a estar solos nunca. El pequeño Hermán, se retrajo de nuevo ante aquel grupo alborotador que comía sin cesar, cantaba, paseaba por los campos cogiendo fruta, y en definitiva, se aburría sin saber qué hacer. Al día siguiente llegó otro hombre, un tal Amos Smith, que fue recibido con cierta animadversión.

—Bueno —dijo Illona Gómez—. Pero tú… ¿no eras bandido con ese puerco de Scarface?

—¿Y qué? Pero me gusta más esto… yo no he matado a nadie… me aburría… ¿es que me vais a rechazar?

—¿Has visto a Grotton?

—Claro que le he visto, en Toledo. Y me ha dicho que viniera.

—Si lo ha dicho Grotton…

Ya no podían salir a la veranda por la noche, porque el grupo, con una hoguera encendida a corta distancia, cantando y bailando al son de un macilento violín que tocaba Amílcar Stone, estaba siempre sobre ellos. No les vigilaban, ni mucho menos, pero la presencia continua de estos personajes hirsutos y chillones inhibía totalmente la situación entre Sergio y Edy. Muchas veces se encontraron los dos mirándose tristemente, como si quisieran decirse algo; pero siempre, en un momento en el que podían acercarse el uno al otro, surgía un aullido desde el grupo de guerrilleros:

—¡Deja la hoguera en paz. Juana, no seas bruta!

—¡Cállate, condenado, o te lo haces tú! Con muy buena intención, los recién llegados quisieron ayudar en las faenas de la granja, pero el resultado fue el mismo que si se hubieran soltado en los campos una docena de caballos salvajes, perseguidos y enloquecidos. Los de la brigada, como los llamaba el irascible Mansour, quebraron las ramas de los frutales, pisotearon la alfalfa, pretendieron sacar los espárragos a tirones y rompieron la tajadera del arroyuelo. A Edy y a Sergio les costó un día entero de trabajo reparar los estropicios.

El Capitán Grotton apareció cuando Sergio estaba intentando meter en su sitio las guías metálicas de la tajadera que una mano forzuda y torpe había desencajado completamente. Algo pesado cayó sobre el hombro de Sergio, y llegó a su olfato un potente olor a sudor y a ginebra…

—¡Te cogí…! ¡Estabas descuidado! Si llego a ser un mandril, crrrac… tu cuello cortado…

—¡Capitán Grotton! Ya era hora de que volvieses —dijo Sergio, abandonando la tajadera—.

¿Está todo preparado?

—Casi… sólo espero un telegrama de Hangoe para partir. Vamos a la casa, que necesito un remiendo… Me muero de hambre… Hola chicos… ¡ya estoy aquí!

—¡Eh, muchachos! ¡El Capitán Grotton!

—¿Cómo va eso. Capitán?

—¿Cuándo salimos?

—¿A quién le damos los céntimos y las provisiones…?

—Tranquilos, tranquilos… Saldremos pronto; y el dinero y el material me lo daréis a mí luego…

A pesar de todo, Sergio se dio cuenta de que el Capitán Grotton tenía una indudable ascendencia sobre aquellos hombres… Se veía en los rostros curtidos, llenos de alegría; en los ojos de Illona Gómez y de la rubia y escuálida Ana Feodorov, que miraban al rechoncho capitán con adoración… Ahora empezó a convencerse de que la expedición al África podía tener éxito…

—¡Hola, Edy! ¡Estás más guapa que nunca! Permítele a este viejo que se siente… vengo tronzado. Ocho horas sin parar… ¿No tendrías un poco de café y algo de comer, Edy?

—¿Cuándo salimos? —repitió Sergio.

—Es cuestión de dos o tres días… Tengo cincuenta hombres al Sur de Hangoe, con Zulfikar y el Zurdo Ribas… dos coroneles como no hay otros… hemos tenido suerte… y no creas… he tenido que despachar lo menos cien más… ¡Esto ha sido un éxito! Gracias, Edy, hermosa… Oye, esa confitura de fresas tiene muy buena pinta… ¿no podrías…? Nos falta una carreta y Marta di Jorse, que llegará dentro de un momento… venía siguiéndome… Sergio, hijo mío, ¿no querrías decirle a esa gente que trajera los céntimos? Hay que mandar fondos a Abilene para pagar la carreta y dos barriles de pólvora, cacerolas, plomo, y mil cosas más…

Los hombres y las mujeres del grupo entraron en tropel en la sala, agrupándose, entre gritos y maldiciones, alrededor de la mesa. Edy y Sergio cruzaron una triste mirada, que decía muchas cosas por parte de ambos… Entre reniegos y amenazas, cada uno de los guerrilleros fue soltando un puñado de sucias moneditas de plata; Sergio pudo ver en el antebrazo de varios de ellos la marca en rojo de un doctor.

—Tú, Fergus el Cojo… coge tu caballo y vete a Abilene. Le pagas esto a Maple Winston, el albeitar, y que no se te pegue nada a los dedos…

—¿Por qué tengo que ir yo? —gruñó Fergus el Cojo, pasándose la mano por la barba, con un ruido similar al de un cepillo de alambre que rascase una cerca.

—No vayas, hijo mío. Pero ya te puedes largar; no te necesitamos… Toma tu dinero… Tú, Amílcar, vete a Abilene…

—Sí, Capitán.

—Oye, Capitán —dijo Fergus—, que yo no he dicho que no… yo sólo he dicho…

—A mí no me importa lo que digas —manifestó Grotton, mirándole fríamente con sus ojos bulbosos—. Cuando hago una expedición, pido sólo una cosa, obediencia. Y tú no la tienes. Lárgate.

—Mira, Capitán… —dijo Fergus, amenazadoramente, bajando la mano hacia la culata de la pistola—. Mira, Capitán Grotton, que ni tú ni nadie es hombre para reírse de Fergus el Cojo…

—¿No te han dicho que te vayas? —dijo una profunda voz femenina desde la puerta—. ¡Pues lárgate, cerdo!

Era una mujer alta, con un revuelto cabello rojizo, ojos negros brillantes como ascuas, y una ancha boca de gruesos labios. Tenía un cuerpo esbelto, como el de un adolescente» enfundado en una blusa y unos pantalones de montar negros. En una mano tenía una pistola, con el gatillo levantado, apuntando rectamente hacia Fergus; en la otra, una fusta de cuero centrado, con el mango cubierto de hilo de plata, con la cual azotaba rítmicamente sus flexibles botas de montar. Las sólidas suelas se movieron levemente sobre el pavimento, antes brillante, y ahora rayado por tacones, clavos, y culatas de fusil. Era una mujer impresionante, aparentemente joven, aun cuando se notaba cierta madurez en las comisuras de los labios y en los sombreados párpados.

—Ya conoces a Marta di Jorse, —dijo ella, con su ronca voz—. Si me das tiempo a decir algo más, te meto una bala en la cabeza…

Entre reniegos y promesas de venganza, Fergus el Cojo arrió velas y salió fuera. Le oyeron gruñir y renegar mientras enjaezaba su caballo, y después, con un par de tacos finales, los cascos del animal resonaron en la noche, alejándose.

—Bueno, bueno, bueno —dijo el Capitán Grotton, levantándose.—. ¿Por qué no vienes aquí. Marta, y te sientas en las rodillas de este viejo?

—Porque no tengo gana de que me sobe un borracho como tú. Ni nadie, vamos —contestó Marta di Jorse, desplazándose hacia Sergio y Edy—. Tú eres Sergio, ¿verdad? ¿Y tú Edy? Este viejo libidinoso me ha hablado bastante de vosotros.

El apretón de manos de Marta di Jorse no hubiera resultado más fuerte de haberlo dado un minero del mercurio. Como toda ella, su forma de actuar era expansiva, brusca, sin tapujos, y llena de energía. Mientras Grotton, inclinado sobre la mesa, rodeado de jarros de ginebra y de rostros sucios y ansiosos, iba explicando sobre un burdo mapa la distribución de las fuerzas y el sistema de marcha, Marta di Jorse daba vueltas alrededor de ellos, bebía del vaso de uno y del otro, empujaba a un hombretón con la cadera, se escapaba cuando una peluda mano quería agarrarla, contaba una procacidad con la misma tranquilidad con que Edy limpiaba la vajilla, y encendía los mismos cigarros de hoja que fumaba el Capitán Grotton. Para Sergio, acostumbrado a la tranquila y modosa Edy, el contraste resultaba mucho mayor…

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