—¿Por qué?
—Porque si él no hubiera existido nunca, yo habría vivido de otra manera… Déjame…
El vehículo giraba para situarse en el centro de la explanada, mientras los vítores y gritos de la multitud llegaban amortiguadamente hasta el bosque. A medida que iba tomando posición, entre las hileras de soldados con el uniforme verde oscuro de la Guardia Personal, y los piquetes de Policía Presidencial en traje de gala, Sergio iba ajustando el telémetro… Mil cuatrocientos quince metros… Mil cuatrocientos veinticuatro metros… El vehículo se detuvo. Las rayas de la mira telescópica se cruzaban claramente en el centro del visor, ahora perfectamente ajustadas a la distancia de tiro… En la parte delantera del vehículo el trono dorado con las siglas GPIII continuaba vacío… Hubo un rugir de la enfervorizada muchedumbre cuando las cortinillas escarlata del templete superior se abrieron, dejando paso a un hombre, vestido con el uniforme verde oscuro de Coronel de la Guardia, con la cabeza cubierta con el casco cromado, coronado por una cimera negra. Era perfectamente perceptible, a través del visor, el remolinear de la multitud, los esfuerzos de la Policía Presidencial para contener las primeras filas… Gritos inconexos, acompañados de músicas casi inaudibles, y explosiones continuadas de cohetes cada vez más grandes proseguían llegando hasta el bosque… De las cimas de las columnas donde se generaba el campo de fuerza comenzaron a surgir guirnaldas de luz, que cruzaron de una a otra, ascendieron, y se cerraron sobre sí mismas, formando un gigantesco palio de luz casi sólida sobre la ceremonia…
El hombre vestido con el uniforme de coronel se sentó en el trono, quitándose el casco cromado y entregándolo a un edecán. Sergio quitó el seguro, y esperó. Alguien se acercaba ahora, llevando en un almohadón de terciopelo un pergamino; otro funcionario, con la librea de la Presidencia, situaba un micrófono ante el hombre vestido de verde oscuro. Sergio hizo retroceder el cerrojo y el primero de los grandes proyectiles dorados se deslizó suavemente en la recámara. Tenía el visor bajo, con la retícula cruzada sobre el pecho del hombre. Alguien más se acercó; un militar de alta graduación, según su edad y sus condecoraciones, que mantenía en sus manos una espada de mango de marfil con gran dragona dorada. Estaba hablando, a juzgar por el movimiento de sus labios, y el hombre sentado en el trono le contemplaba con expresión átona. Sergio conectó el interruptor de carga, y escuchó el zumbido del campo magnético al captar potencia de la pila… Después, sin pensarlo más, alzó ligeramente el arma, hasta que la retícula situó su cruz sobre el cuello del hombre… Durante unos momentos, su dedo se crispó sobre el gatillo, contemplando intensamente aquel rostro odiado, aquellos rasgos que conocía perfectamente uno por uno, cada imperfección, cada defecto de la piel, cada arruga junto a los párpados o en las comisuras de la boca, hasta casi cada cabello de la cabeza… Los conocía tan bien como su propio rostro. Después, contuvo la respiración, contó hasta tres, lentamente… (el hombre del trono continuaba con sus ojos fijos inexpresivamente, en el anciano militar)… y apretó el gatillo.
La bala chilló blandamente en la atmósfera al surgir del cañón, impulsada por el campo magnético. Hubo como una explosión contenida al lado de Sergio; este no miró siquiera. Sabía perfectamente que eran los pulmones del Vikingo, expulsando el aire. El Huesos guardaba silencio; el Manchurri murmuraba algo en voz muy baja, como si rezase…
A esa distancia… un segundo, solamente un segundo hasta que la bala alcanzase su blanco. Hubo como una ligera llamarada cuando el gran proyectil atravesó el campo de fuerza, distorsionándolo momentáneamente para poder atravesarlo… Un segundo; nada más que un simple segundo…
El visor. Una flor de sangre acababa de estallar en el cuello del hombre vestido de verde oscuro. Sergio, tranquilamente, observó cómo el cuerpo se derrumbaba sobre un costado, manchando con un chorro de sangre el pergamino y el uniforme del viejo militar… Vio los rostros espantados, mirando a todas partes, la ola de policías que intentaba trepar al vehículo presidencial… Con un gesto, cerró el interruptor, se sentó en el suelo, y procedió a desmontar el rifle…
—¿Le diste?
El Vikingo tenía los ojos fijos en él, y su cara no tenía expresión alguna, como la del hombre del trono.
—Sí. Está muerto.
—¿Y ahora qué?
Sergio no contestó. Las diversas piezas del rifle iban cayendo una a una al fondo del hoyo que excavara la noche anterior. Cuando el arma hubo sido desmontada completamente, Sergio arrojó el reloj con ella y comenzó a tirar la tierra dentro. La aplanó bien, con los pies, a medida que lo iba llenando, para colocar al final encima el trozo de césped que recortase en previsión.
—No se nota nada —dijo el Vikingo—. ¿Crees que lo encontrarán?
—No lo creo… Son gente de ciudad; en su vida han visto un bosque de verdad… Además, yo me dejaré encontrar por ellos antes. Si escondo el rifle es porque si me ven con él, es posible que disparen, y eso he de evitarlo.
—Bueno, señor —dijo el Manchurri— con voz temblorosa—. Yo no sé qué ha pasado, porque a esa distancia no he visto nada… pero sí sé, que el Vikingo me lo dijo, que ibas a matar a uno, y gordo e importante, por añadidura. Supongo que ha caído ya… y no es que a mí una muerte más o menos me asuste. Sobre todo si no se trata de la mía, y eso es lo que veo que se nos viene encima… porque mira eso…
Extrañado, Sergio se dio cuenta de que apenas tenía fuerza para levantar la cabeza y mirar hacia el Pilón del Alba. A tan gran distancia, la escena parecía no haber cambiado; solamente los cohetes habían dejado de explotar, las músicas habían callado, y las guirnaldas de luz del campo de fuerza se habían extinguido. Traída por el viento, una voz, retransmitida por potentes altavoces, se extendía sobre el valle.
—…inmediatamente la búsqueda… se retiren a sus domicilios… el orden… vilmente asesinado…
—Manchurri… ¿has conservado la caldera a presión como te dije?
—Sí…
—Entonces, vámonos de aquí.
—¡Nos cogerán igual!
—Pero no al lado del rifle, por si acaso, ni en la misma línea de tiro… Vamos allá, más a lo profundo del bosque.
—¡Verán el humo de la caldera!
—Aún no… todavía no han reaccionado… pero lo harán en seguida. ¡Vamos!
Unos minutos más tarde, el autociclo, lanzando un torrente de humo que se enredaba en las horizontales ramas de los árboles, comenzó a caminar paralelamente a la pirámide, sin profundizar más en el bosque. Evitaron los claros y los lugares en que el vehículo hubiera sido visible desde el valle, y se detuvieron una hora más tarde, a unos doce kilómetros del lugar de partida.
—¿Qué hacemos? —dijo el Manchurri, nervioso.
—Dejad las armas en el autociclo… no, los cuchillos no; no es preciso… y venid conmigo.
—Supongo, señor, que sabes lo que estás haciendo, porque a mí me sube algo por aquí dentro que no sé lo que es… ¿Puedo beber un buen trago?
—Y dos, y tres, si quieres… y dame uno a mí. Tampoco me vendrá mal. ¿No vas a hacer una excepción, Vikingo…?
El Vikingo negó con la cabeza. Tenía una expresión seria y parecía confuso.
—Sigo estando seguro de que esto es bueno —repitió—. Y de que tú eres una persona honesta… pero ¿cómo puedes estar tan tranquilo, después de haber asesinado a un hombre fríamente?
—A eso no se le podía llamar hombre —contestó Sergio, con inesperada dureza—. ¿No quieres tú un poco, Huesos?
El Huesos estaba palidísimo. Su rostro infernal, bajo las costras que lo cubrían, revelaba un espanto sin límites. Posiblemente en su torpe cerebro hubiese penetrado la idea de que estaban en peligro de muerte; o quizá el terror que se leía en sus rasgos hubiese sido causado solamente por la ciclópea ciudad y la columna negra. En todo caso, abrió la deforme boca, mostrando los irregulares dientes amarillos, intentó decir algo, hizo un esfuerzo, lanzó una mirada suplicante al Manchurri, y como único recurso, cogió la botella de vino rojo, y la empinó, bebiendo a grandes bocanadas.
—Pobrecillo… —musitó el Manchurri—. ¿Qué va a ser de nosotros ahora? Porque no creo que esa masa se quede quieta si quiero contarle la historia de la muchacha triste de Donegal…
—No es fácil, no —contestó Sergio, que había estado escribiendo unas líneas en un papel—. Nada de fácil… Pero vamos allá; siempre será mejor que estéis conmigo, que sé perfectamente lo que tengo que hacer, a que estéis solos… El lugar en que se encontraban ahora no se diferenciaba casi en nada del que habían abandonado una hora antes. Sergio comenzó a caminar hacia la linde, y como quiera que, a pesar de sus advertencias, el autociclo había penetrado más en las profundidades del bosque, tuvieron que andar un rato hasta que las grandes estructuras aparecieron entre el arbolado.
Rápidos silbidos, y órdenes retransmitidas por altavoces surcaban el aire… Una gran masa circular, con protuberancias metálicas de feo aspecto, pasó rozando los troncos… A unos cientos de metros a su derecha, una de las pequeñas vedettes mineras, suicidamente, se había introducido entre los grandes troncos, con evidente peligro de estrellarse, y zumbaba como un insecto de cobre, remolineando lentamente…
Columnas de hombres, con el uniforme amarillo y negro de la Policía presidencial, cruzaban el Valle en todas direcciones. La plaza estaba ahora desierta, mostrando las ajadas banderolas, que pendían tristemente de sus mástiles, así como también la cuadrada oquedad en la pared de la pirámide, y el vehículo presidencial, tristemente abandonado en medio de la soledad del palacio. Un diminuto grupo de hombres estaba reunido en el borde de la meseta anaranjada, escrutando en todas direcciones con complejos aparatos de observación…
Otra gran nave oscura pasó zumbando junto a los primeros árboles, y pudieron ver claramente los pesados cañones girando lentamente en sus torretas bajo el panzudo casco del artefacto. A lo lejos, varias vedettes exploraban las márgenes del río; otras remontaban la corriente, deteniéndose de cuando en cuando en los grupos de peñas o en los matorrales… Las columnas a pie seguían atravesando el valle, hundiendo las culatas de los fusiles en los agujeros y en las matas… Una de ellas, compuesta de seis hombres, al mando de un sargento, se dirigía rectamente hacia ellos, como si hubiera podido verles a través de la espesura… En ese momento, un gran aparato pardo se levantó desde la cima de la pirámide, descendió a unos kilómetros a la derecha y abrió su compuerta delantera, volcando camiones y hombres sobre la tierra… El rugir de las orugas, el zumbido de los motores, y las secas órdenes de los oficiales llenaban el aire…
—Es mejor que salgamos y nos vean —dijo Sergio—. Si nos escondemos será peor… No son buena gente, pero no creo que tiren sobre personas que no estén huyendo…
—El «creo» —susurró el Manchurri, concluyendo las últimas gotas de la botella, y lanzando el casco al interior del bosque— me da una tranquilidad tal, que si no me agarro a algo, caeré redondo al suelo… Señor, Sergio, no sé qué eres… una vez te lo pregunté, pero tú nos has metido en este fregado y nos tienes que sacar…
—Se intentará— Vamos fuera, como si no supiéramos nada. Y dejadme hablar a mí…
Salieron al exterior del bosque, mostrándose ante los ojos de la patrulla próxima. El sargento lanzó un alarido, y durante un segundo Sergio creyó que los hombres iban a disparar. El rastrillar de los cerrojos en los fusiles se percibió claramente, en medio del aire espeso…
—¡No disparéis! —aulló el sargento—. ¡Son salvajes…! ¡Eh, vosotros, quietos ahí, u os achicharramos…!
La patrulla corría rápidamente hacia ellos, levantando nubes de polvo, con los fusiles cruzados ante el pecho. Había una expresión salvaje en todos los rostros…
—No nos haga daño, señor —dijo Sergio, inclinándose—. El otro hombre no nos hizo nada…
—¿Qué otro hombre?
El sargento enseñaba los dientes al hablar, como si quisiera morder a Sergio. Estaba gordo y la desacostumbrada carrera le había fatigado. Tras él, los seis soldados, con el fusil prevenido, les miraban con ira, como si supieran que habían sido ellos los autores del magnicidio.
—El hombre que… como… —dijo Sergio, titubeando, con voz temblorosa—. No nos haga daño, señor… sólo somos salvajes de la tierra… el hombre con el palo largo, el que nos dio el papel…
—¿Qué papel? ¡Dámelo inmediatamente!
—No puedo, señor… no puedo dárselo. El otro hombre dijo que volvería y me mataría si no se lo daba a una persona…
—¿Por dónde se fue ese hombre?
—Hacia dentro del bosque, señor…
—Están mintiendo, mi sargento —dijo un soldado pequeño, mirándoles venenosamente—. Están mintiendo… se les nota a la legua…
—Cállate, Petacci. Coge dos hombres y métete por ahí dentro a ver qué ves… Tú, Keitel, comunícalo al Capitán… Y tú, que tanto hablas…
Uno de los hombres comenzó a hablar en un radioteléfono, mientras Petacci, después de dirigir una mirada de profunda desconfianza a Sergio y sus compañeros, se internaba en el bosque, acompañado de tres más…
—Tú, que tanto hablas… a ver qué armas lleváis… ¿Solo cuchillos…? Echadlos ahí, al suelo… Y dame ese papel, o te deshago la cara, cerdo terrestre…
—No puedo, señor… no puedo —gimió Sergio, mostrándose en el colmo del terror—. El hombre dijo que me mataría si no se lo daba yo mismo a uno que se llama Alberto de Belloc…
—¿A su Excelencia…? ¡No creerás, cerdo, que te voy a llevar a ver al primo de Su Alteza… que en paz descanse ¡Dame el papel…!
—No puedo, señor…
—Dámelo, cara sucia, o te muelo a patadas…
—Dijo que sólo a ése hombre…
—Y no llames hombre a Su Excelencia el Coronel Alberto de Belloc… ¡Toma, para que aprendas!
El sargento le largó una patada a los tobillos, que Sergio pudo esquivar a duras penas. Volvió a repetir, con la misma voz apagada que había usado…
—No puedo… no puedo… Sólo a ese hombre… sólo él puede leerlo…
—Mi sargento —dijo el radiotelefonista—. Dice el capitán que viene hacia aquí… A mí también me gustaría darle una paliza a este tipo, pero si viene el capitán…
El gordo sargento rezongó en voz baja, y le dio un empujón a Sergio, tirándolo al suelo. Después se volvió hacia un pequeño vehículo con orugas que avanzaba rápidamente hacia ellos. Mientras aún estaba en el suelo, Sergio se embadurnó la cara con polvo… Al levantarse, cojeando un poco, pudo observar la expresión de intensa repugnancia con que el Vikingo observaba al sargento…