Todo este mundo fósil renace en mi imaginación. Me remonto a las épocas bíblicas de la creación, mucho antes del nacimiento del hombre, cuando la tierra incompleta no era aún suficiente para éste. Mi sueño se remonta después aún más allá de la aparición de los seres animados. Desaparecen los mamíferos, después los pájaros, más tarde los reptiles de la época secundaria, y, por fin, los peces, los crustáceos, los moluscos y los articulados. Los zoófitos del período de transición se aniquilan a su vez. Toda la vida de la tierra queda resumida en mí, y mi corazón es el único que late en este mundo despoblado. Deja de haber estaciones, desaparecen los climas; el calor propio del globo aumenta sin cesar y neutraliza el del sol. La vegetación se exagera; paso como una sombra en medio de los helechos arborescentes, hollando con mis pasos inciertos las irisadas arcillas y los abigarrados asperones del suelo; me apoyo en los troncos de las inmensas coníferas; me acuesto a la sombra de los esfenofilos, de los asterofilos y de los licopodios que miden cien pies de altura.
Los siglos transcurren como días; me remonto a la serie de las transformaciones terrestres; las plantas desaparecen; las rocas graníticas pierden su dureza: el estado líquido va a reemplazar al sólido bajo la acción de un calor más intenso; las aguas corren por la superficie del globo; hierven y se volatilizan; los vapores envuelven la tierra, que lentamente se reduce a una masa gaseosa, a la temperatura del rojo blanco, de un volumen igual al del sol y con brillo igual al suyo.
En el centro de esta nebulosa, un millón cuatrocientas mil veces más voluminosa que el globo que ha de formar un día soy arrastrado por los espacios interplanetarios; el cuerpo se sutiliza, se sublima a su vez, y se mezcla como un átomo imponderable a estos inmensos vapores que trazan en el infinito su órbita inflada.
¡Qué sueño! ¿Adónde me lleva? Mi mano febril vierte sobre el papel sus extraños pormenores. Lo he olvidado todo: ¡el profesor, el guía, la balsa…! Una alucinación base apoderada de mi espíritu…
—¿Qué tienes? —me pregunta mi tío.
Mis ojos desencajados se fijan sobre él, sin verlo.
—¡Ten cuidado, Axel, que te vas a caer al mar!
Al mismo tiempo, me siento vigorosamente cogido por la mano de Hans. A no ser por este auxilio, me habría precipitado en el mar bajo el imperio de mi sueño.
—Pero, ¿es que se ha vuelto loco? —pregunta el profesor.
—¿Qué ocurre? —exclamé volviendo a mí.
—¿Estás enfermo?
—No; he tenido un momento de alucinación, pero ya se me ha pasado. ¿No hay novedad ninguna?
—No. La brisa es favorable y el mar está como un plato. Marchamos a una velocidad considerable, y, si mis cálculos no me engañan, no tardaremos mucho en llegar a la orilla opuesta.
Al oír estas palabras, me levanto y examino el horizonte; pero la línea del agua se sigue confundiendo con la que forman las nubes.
Sábado 15 de agosto.
El mar conserva su monótona uniformidad. No se ve tierra alguna. El horizonte parece extraordinariamente apartado.
Tengo todavía la cabeza aturdida por la violencia de mi sueño.
Mi tío no ha soñado, pero está de mal humor; escudriña todos los puntos del espacio con su anteojo, y se cruza luego de brazos con aire despechado.
Observo que el profesor Lidenbrock tiende a ser otra vez el hombre impaciente de antes, y consigno el hecho en mi diario. Sólo mis sufrimientos y peligros despertaron en él un rasgo de humanidad; pero, desde que me puse bien del todo, ha vuelto a ser el mismo. Sin embargo, no me explico por qué se impacienta. ¿No estamos realizando el viaje en las más favorables circunstancias? ¿No camina la balsa con una velocidad asombrosa?
—¿Está usted inquieto, tío? —le pregunte al ver la frecuencia con que se echa el anteojo o la cara.
—¿Inquieto, dices? No.
—¿Impaciente, tal vez?
—Para ello no faltan motivos.
—Sin embargo, marchamos con una velocidad…
—¿Qué me importa? Lo que me preocupa a mí no es que la velocidad sea pequeña, sino que el mar es muy grande.
Me acuerdo entonces que el profesor, antes de nuestra partida, calculaba en treinta leguas la longitud de aquel mar subterráneo, y habíamos recorrido ya un espacio tres veces mayor sin que las costas del Sur se divisasen aún.
—Es que no descendemos —prosiguió el profesor—. Todo esto es tiempo perdido, y, como comprenderás, no he venido tan lejos para hacer una excursión en bote por un estanque.
¡Llama a esta travesía una excursión en bote, y a este mar un estanque!
—Pero —le contesto yo—, desde el momento en que hemos seguido el camino indicado por Saknussemm.
—Esa es precisamente la cuestión. ¿Hemos realmente seguido este camino? ¿Hubo de encontrar Saknussemm esta extensión de agua? ¿La atravesó? ¿No nos habrá engañado ese arroyuelo que tomamos por guía?
—En todo caso, no nos debe pesar el haber llegado hasta aquí. Este espectáculo es magnífico, y…
—¿Quién piensa en espectáculos? Me he propuesto un objetivo y mi deseo es alcanzarlo. ¡No me hables, pues, de espectáculos!
Tomo de la advertencia buena nota, y dejo al profesor que se muerda los labios de impaciencia. A las cinco, reclama Hans su paga, y se le entregan tres rixdales.
Domingo 16 de agosto.
No ocurre novedad. El mismo tiempo. El viento tiene una ligera tendencia a refrescar. Mi primer cuidado, al despertarme, es observar la intensidad de la luz, pues siempre temo que el fenómeno eléctrico se debilite y extinga. Pero no ocurre así; la sombra de la balsa se dibuja distintamente sobre la superficie de las aguas.
¡Verdaderamente este mar es infinito! Debe tener la longitud del Mediterráneo, y quién sabe si del Atlántico. ¿Por qué no?
Mi tío sondea con frecuencia; ata un pico al extremo de una cuerda, y deja salir doscientas brozas sin encontrar fondo, costándonos gran trabajo izar nuestra sonda.
Cuando tenemos a bordo el pico, me hace notar Hans unas señales claramente mareadas que se observan en él. Se diría que este trozo de hierro ha sido vigorosamente oprimido entre dos cuerpos duros.
Yo miro al cazador.
—
Tänder!
—me dice.
Como no lo comprendo, me vuelvo hacia mi tío, que se halla completamente absorbido en sus reflexiones, y no me atrevo a sacarle de ellas. Interrogo de nuevo con la vista al islandés, y éste, abriendo y cerrando varias veces la boca me hace comprender su pensamiento.
—¡Dientes! —exclamo asombrado, examinando con más atención la barra de hierro.
¡Sí! ¡Son dientes cuyas puntas han quedado impresas en el duro metal! ¡Las mandíbulas que guarnezcan deben poseer una fuerza prodigiosa! ¿Será un monstruo perteneciente a alguna especie extinguida que se agita en las profundidades del mar, más voraz que el tiburón y más terrible que la ballena? No puedo apartar mi mirada de esta barra medio roída. ¿Se va a convertir en realidad mi sueño de la noche última?
Durante todo el día, me agitan estos pensamientos, y apenas logra calmar mi imaginación un sueño de algunas horas.
Lunes 17 de agosto.
Procuro recordar los instintos particulares de estos animales antediluvianos de la época secundaria, que sucedieron a los moluscos, crustáceos y peces, y precedieron a la aparición de los mamíferos sobre la superficie del globo. El mundo pertenecía entonces a los reptiles monstruos que reinaron como señores en los mares jurásicos
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. Les había dotado la Naturaleza de la más completa organización. Qué gigantesca estructura. ¡Qué fuerzas prodigiosas! Los saurios actuales, caimanes o cocodrilos, mayores y más temibles, no son sino reducciones debilitadas de sus progenitores de las primeras edades.
Me estremezco nada más que al recordar estos monstruos. Nadie los ha visto vivos. Hicieron su aparición sobre la tierra mil siglos antes que el hombre; pero sus osamentas fósiles, encontradas en esas calizas arcillosas que los ingleses llaman lias, han permitido reconstruirlos anatómicamente y conocer su conformación colosal.
He visto en el museo de Hamburgo el esqueleto de uno de estos saurios que medía treinta pies de longitud. ¿Estaré por ventura destinado yo, habitante de la superficie terrestre, a encontrarme cara a cara con algún representante de una familia antediluviana? ¡No! ¡Eso es un imposible! Y, sin embargo, la señal de unos dientes poderosos está bien marcada en la barra de hierro, y bien se echa de ver, por sus huellas, que son cónicos como los del cocodrilo.
Mis ojos se fijan con espanto en el mar; temo ver lanzarse sobre nosotros uno de estos habitantes de las cavernas submarinas.
Supongo que el profesor Lidenbrock participa de mis ideas, si no de mis temores; porque, después de haber examinado el pico, recorre con la mirada el Océano.
«¡Mal haya!» pienso yo «la idea que ha tenido de sondar». ¡Ha turbado en su retiro a algún animal marino, y si durante el viaje no somos atacados…!
Echo una mirada a las armas, y me aseguro de que están en buen estado. Mi tío observa mi maniobra y la aprueba con un gesto.
Ya ciertos remolinos que se advierten en la superficie del agua denuncian la agitación de sus capas interiores. El peligro se aproximo. Es preciso vigilar.
Martes 18 de agosto.
Llega la noche, o, por mejor decir, el momento en que el sueño quiere cerrar nuestros párpados; porque en este mar no hay noche, y la implacable luz fatiga nuestros ojos de una manera obstinada, como si navegásemos bajo el sol de los océanos árticos. Hans gobierna el timón, y, mientras él hace su guardia, yo duermo.
Dos horas después, me despierta una sacudida espantosa. La balsa ha sido empujada fuera del agua con indescriptible violencia y arrojada a veinte toesas de distancia.
—¿Qué ocurre? —exclama mi tío—. ¿Hemos tocado en un bajo?
Hans señala con el dedo, a una distancia de doscientas toesas, una masa negruzca que se eleva y deprime alternativamente.
Yo miro en la dirección indicada, y exclamo:
—¡Es una marsopa colosal!
—Sí —replica mi tío—, y he aquí ahora un lagarto marino de tamaño extraordinario.
—Y más lejos un monstruoso cocodrilo. ¡Mire usted qué terribles mandíbulas, guarnecidas de dientes espantosos! Pero, ¡ah! ¡desaparece!
—¡Una ballena! ¡Una ballena! —exclama entonces el profesor—. Distingo unas enormes aletas. ¡Mira el aire y el agua que arroja por las narices!
En efecto, dos líquidas columnas se elevan a considerable altura sobre el nivel del mar. Permanecemos atónitos, sobrecogidos, estupefactos ante aquella colección de monstruos marinos. Poseen dimensiones sobrenaturales, y el menos voluminoso de ellos destrozaría la balsa de una sola dentellada. Hans quiere virar en redondo con objeto de esquivar su vecindad peligrosa; pero descubre por la banda opuesta otros enemigos no menos formidables: una tortuga de cuarenta pies de ancho
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, y una serpiente que mide treinta
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de longitud, y alarga su enorme cabeza por encima de las olas.
Es imposible huir. Estos reptiles se aproximan; dan vueltas alrededor de la balsa con una velocidad menor que la de un tren expreso, y trazan en torno de ella círculos concéntricos. Yo he cogido mi carabina; pero, ¿qué efecto puede producir una bala sobre las escamas que cubren los cuerpos de estos animales?
Permanecemos mudos de espanto. ¡Ya vienen hacia nosotros! Por un lado, el cocodrilo; por el otro, la serpiente. El resto del rebaño marino ha desaparecido. Me dispongo a hacer fuego, pero Hans me detiene con mi signo. Las dos bestias pasan a cincuenta toesas de la balsa, se precipitan el uno sobre el otro y su furor no la permite vernos.
El combate se empeña a cien toesas de la balsa, y vemos claramente cómo los dos monstruos se atacan.
Pero me parece que ahora los otros animales acuden a tomar parte en la lucha la marsopa, la ballena, el lagarto, la tortuga; los entreveo a cada instante. Se los muestro al islandés, y éste mueve la cabeza en sentido negativa.
—
Tra
—dice con calma.
—¡Cómo! ¡Dos! Pretende que sólo los animales…
—Y tiene mucha razón —exclama mi tío, que no aparta el anteojo del grupo.
—¿Es posible?
—¡Ya lo creo! El primero de estos monstruos tiene hocico de marsopa, cabeza de lagarto, dientes de cocodrilo, y por esto nos ha engañado. Es el ictiosauro, el más temible de los animales antediluvianos.
—¿Y el otro?
—El otro es una serpiente escondida bajo el caparazón de una tortuga; el plesiosauro, implacable enemigo del primero.
Hans tiene mucha razón. Sólo dos monstruos turban de esta manera la superficie del mar, y tengo ante mis ojos dos reptiles de los primitivos océanos. Veo el ojo ensangrentado del ictiosauro, que tiene el tamaño de la cabeza de un hombre. La Naturaleza le ha dotado de un aparato óptico de extraordinario poder, capaz de resistir la presión de las capas de agua en que habita. Se le ha llamado la ballena de los saurios, porque posee su misma velocidad y tamaño. Su longitud no es inferior a cien pies, y, cuando saca del agua las aletas verticales de su cola, me hago cargo mejor de su enorme magnitud. Sus mandíbulas son enormes, y, según los naturalistas, no posee menos de 182 dientes.
El plesiosauro, serpiente de tronco cilíndrico, tiene la cola corta y las patas dispuestas en forma de remos. Su cuerpo se halla todo él revestido de un enorme carapacho, y su cuello, flexible como el del cisne, yérguese treinta pies sobre las olas.
Los dos animales se atacan con indescriptible furia. Levantan montañas de agua que llegan hasta la bolsa, y nos ponen veinte veces a punto de zozobrar. Se oyen silbidos de una intensidad prodigiosa. Las dos bestias se encuentran enlazadas, no siéndome posible distinguir la una de la otra. ¡Hay que temerlo todo de la furia del vencedor!
Transcurre una hora, dos, y continúa la lucha con el mismo encarnizamiento. Los combatientes se aproximan a la balsa unas veces y otras se alejan de ella. Permanecemos inmóviles, dispuestos a hacer fuego.
De repente, el ictiosauro y el plesiosauro desaparecen produciendo un enorme remolino. ¿Va a terminar el combate en las profundidades del mar?
Pero, de improviso, una enorme cabeza lánzase fuera del agua: la cabeza del plesiosauro. El monstruo está herido de muerte. No descubro su inmenso carapacho. Sólo su largo cuello se yergue, se abate, se vuelve a levantar, se encorva, azota la superficie del mar como un látigo gigantesco y se retuerce como una lombriz dividido en dos pedazos. Salta el agua a considerable distancia y nos ciega materialmente; pero pronto toca a su fin la agonía del reptil; disminuyen sus movimientos, decrecen sus contorsiones, y su largo tronco de serpiente se extiende como una masa inerte sobre la serena superficie del mar.